El encanto de Colin era legendario en el pueblo. Y Tora fue seducida en ese primer encuentro. El joven había sido tierno y apasionado. Así que Tora sintió que estaba lista para aceptar su destino, dado que ya había conocido el amor. Luego descubrió que ese breve encuentro le había dejado un niño. Su padre la golpeó sin piedad y su madre lloró avergonzada. Pero, para sorpresa de todos, Parlan Gunn, el prometido, le dijo que la aceptaba de todas maneras aunque con una condición. La familia, aliviada, aceptó de buen grado sin importarle de qué condición se trataba. El herrero Parlan Gunn era un hombre duro. Dictaminó que el hijo de Tora debería llevar el nombre de su padre y cargar con la vergüenza de su madre. Él no le daría su nombre al hijo bastardo de un extraño. Tora, que conocía bien al hombre que la había dejado embarazada, dijo que el apellido de su amante era Colin. Y así fue como su hijo se llamó Baen MacColl.
Su infancia no fue fácil. Y su madre nunca engendró otro niño, por lo que Parlan Gunn llegó a odiarla. Él hubiese querido tener un heredero y, para colmo, odiaba al saludable Baen. Pero la madre brindó todo su amor al niño. Las hermanastras, siguiendo las indicaciones del padre, eran malvadas y mezquinas con él. El pequeño creció aprendiendo a esquivarlas, a evitar el maltrato físico y los insultos que, al principio, no alcanzaba a entender. Cuando cumplió doce años, su madre enfermó y no pudo levantarse más de la cama.
Una vez, lo llamó a su habitación y le dijo: "Nunca te he dicho quién es tu padre. Pero ha llegado el momento de que lo sepas. No puedes permanecer aquí. Cuando me entierren, dirígete a Grayhaven. Colin Hay, el amo, es tu padre y tú te le pareces mucho. Dile que te mire a los ojos. Explícale que la última voluntad de tu madre en su lecho de muerte fue que él te reconozca y se haga cargo de ti. Es un buen hombre, pequeño. Nunca supo cuánto lo amé". Pocas horas más tarde, Tora murió.
La enterraron en una colina cercana al pueblo. Y, a la mañana siguiente, antes de que clareara, Baen MacColl se escabulló de la cama para salir rumbo a Grayhaven en busca del padre, a quien nunca había conocido. Preguntó por Colin Hay y le repitió exactamente lo que le había dicho su madre. El señor de Grayhaven miró al jovencito y sacudió la cabeza mientras pensaba. Luego le sonrió.
– Sí, no hay ninguna duda. ¿Por qué tu madre no me habrá dicho antes que tenía un hijo tan magnífico? ¿Y ahora está muerta? ¡Pobre muchacha! -Se volvió hacia su esposa, Ellen, y le aclaró-: Esto ocurrió antes de que me casara contigo.
Baen MacColl tenía, ahora, dos medio hermanos y una medio hermana. Aunque su madrastra se sorprendió con su llegada, le dio una cálida bienvenida y lo trató con cariño. Enseguida, le asignaron un cuarto propio en la casa de su padre. Su buena hermana mayor, Margaret, y Ellen Hay le enseñaron los modales necesarios para comportarse en sociedad. Meg había entrado a un convento el año anterior a su llegada. Aunque adoraba a su padre, no aprobaba sus hábitos terrenales. Sin embargo, jamás hizo recaer sobre Baen la culpa por fas conductas libertinas del señor Hay que culminaron en su nacimiento.
– Ya no eres el hijo de un granjero, Baen -le dijo en voz baja-. Debes aprender los modales que corresponden a tu nueva condición.
Y él lo hizo. Aprendió a leer, a escribir y a hacer cuentas. También a usar la espada y la daga. Y una vez que demostró que era inteligente, que no era un simplón, el amo de Grayhaven comenzó a pensar en el futuro del tercer hijo que le había caído del cielo. ¿Podría ser cura? No. A Baen no le atraía para nada la iglesia. Muy pronto demostró que había heredado las cualidades de su padre para hechizar a las mujeres. Colin Hay trataba de ocultar su orgullo y la madrastra sacudía la cabeza y sonreía. Ella amaba a su marido. Y también a su hijo.
A Baen le gustaba la vida al aire libre. Cuando cumplió veinte, el señor de Grayhaven le dio su propia casa de campo y lo puso a cargo de los rebaños de ovejas y de los pastores. Y Baen estaba más que satisfecho con la generosidad de su padre. Se consideraba un hombre afortunado y trabajaba con ahínco. Aunque era el primogénito, no sentía celos del heredero de su padre, su medio hermano James. Baen era el hijo bastardo y entendía perfectamente cuál era su lugar en el mundo. ¿Acaso no se lo habían explicado con creces Parlan Gunn y sus hijas? Colin Hay le ofreció que llevara su apellido pero Baen se negó. Él estaba orgulloso de ser MacColl.
Las relaciones con sus hermanos fueron buenas desde el comienzo. Y, cuando crecieron, hacían todo juntos: cabalgaban, bebían y salían de juerga con muchachas. El amo de Grayhaven sentía un enorme alivio al ver que no existían celos entre los hermanos. Cada uno tenía un lugar en su corazón y cada uno sabía qué lugar ocupaba en la vida de su padre.
Ellen, la madre de James y Gilbert, había adoptado a Baen como un hijo más. Lo quería de corazón y lo trataba con su habitual generosidad y tiernos modales. Como no podía concebir más niños, se alegró con la llegada de este tercer jovencito y llegó a quererlo, porque era muy parecido a su padre.
– Querido, ¿y no habrá algún otro joven como Baen perdido por ahí? -bromeaba con su marido.
– No que yo sepa -le respondía con una sonrisa.
Ellen Hay había muerto dos años atrás y todos los hombres de Grayhaven la extrañaban.
Y de los tres hijos, Baen era el más parecido a su padre, salvo por los ojos grises de Tora. Fue en esos ojos en los que Colin vio a la hija del granjero con quien una vez se había acostado bajo los brezos. Él la había desflorado y su hijo mayor era el resultado de los múltiples y apasionados encuentros de ese único día. Le extrañaba que, luego de haber dado a luz a un muchacho tan fuerte, nunca hubiese llegado a concebir otro hijo. Baen le contó que su madre había tenido un matrimonio muy infeliz. Que su esposo había sido siempre cruel con ella y que sus hijas ni siquiera la respetaban.
El fuego del hogar crepitó ruidosamente e hizo que Baen volviera al presente. Tomó la botella de whisky, se sirvió un tercer vaso y se lo bebió de un trago. Luego se puso de pie y se dirigió al lugar del salón donde debía dormir. Era tan grande que apenas cabía en el lecho.
Permaneció acostado durante un tiempo, escuchando los aullidos del viento. Estaba extremadamente cansado y dolorido, como si hubiese pasado toda su vida cabalgando. Poco a poco, el whisky lo adormeció. Baen durmió profundamente. Cuando se despertó con los ruidos y movimientos de la casa, permaneció un rato en silencio, disfrutando del confort delicioso de la cama y sin ganas de levantarse. Pero se sentía en falta. Así que se deshizo del edredón y salió del lecho.
– Buenos días -saludó Elizabeth Meredith desde la cabecera de la mesa-. Me estaba preguntando cuándo pensaba levantarse. Ya se fue la mitad de la mañana. Venga y coma.
– ¿Ya se fue la mitad de la mañana?
– Sí. Obviamente, usted estaba exhausto, señor. Siéntese a mi lado.
– ¿Ya todos comieron? -le preguntó avergonzado.
– No. Mi tío y su secretario jamás se levantan temprano y se les sirve la comida en su apartamento. Se van a sorprender cuando lo vean de vuelta por casa.
– ¿Y su marido?
– ¿Qué marido? No tengo ningún marido. Ni nunca lo tuve. Soy la heredera de Friarsgate, señor. Yo soy la dama de Friarsgate.
– ¿Entonces por qué me envió a Claven's Carn?
– Porque la carta que usted me entregó estaba dirigida a mi madre, Rosamund. Ella era la dama de Friarsgate. En un principio Philippa, mi hermana mayor, iba a sucederla, pero renunció a la herencia porque es una criatura de la corte y se casó con un aristócrata. Mi segunda hermana, Banon, tampoco aceptó el legado de estas tierras porque ya era la heredará de las propiedades de mi tío en Otterly. Pero yo sí quería Friarsgate. Cuando cumplí catorce años mamá me legó estas tierras, para mí y mi descendencia. Yo soy Elizabeth Meredith, dama de Friarsgate.