– Nunca se lo digas a nadie, Elizabeth, pero Enrique estuvo enamorado de tu madre cuando ambos eran jóvenes. Por eso siente una simpatía especial por sus hijas.
– Su esposa es apenas unos años mayor que yo.
Thomas Bolton rió ante el comentario de su sobrina.
– Jamás repitas esas palabras fuera de este salón, querida mía.
– De acuerdo, tío.
– Usarás un collar de perlas. Llamarás la atención con tu vestido, pero no tanto como para hacerle sombra a Su Majestad.
Finalmente terminaron de empacar. Nancy la acompañaría a la corte una vez más. Aprovechando la ocasión, Albert se acercó a su ama y pidió permiso para desposar a la doncella.
– Lo pensaré, Albert -le contestó y luego llevó a Nancy a un rincón para hablarle en privado-. Albert acaba de pedirme tu mano. ¿Lo quieres? -Nancy se ruborizó.
– Es bastante mayor que yo, pero jamás oí decir cosas feas de él, señora. Ambos ocupamos casi la misma jerarquía dentro de la casa; él está apenas un escalón más arriba. Creo que haríamos una buena pareja, pero prefiero esperar a que regresemos del palacio.
– Entonces, ¿estás dispuesta a casarte con él?
– Sí, señora.
– Bien, vayamos a comunicarle la noticia. -Mandó llamar al mayordomo y cuando apareció le dijo-: Nancy acepta desposarte, pero no quiere anuncios de boda hasta después de regresar de la corte. ¿Verdad, Nancy?
– Sí, señora. Quiero ver el mundo una vez más y luego me casaré contigo, Albert. Si aceptas mis condiciones, estamos comprometidos.
– Estoy muy satisfecho.
Elizabeth colocó la mano de Nancy sobre la del mayordomo.
– Pueden retirarse a hacer planes para el futuro -les dijo.
Si bien todos esperaban ansiosos la llegada de la escolta, se sorprendieron al ver la majestuosa tropa de hombres armados portando la insignia de los Tudor. Era una tarde de mediados de abril.
El capitán Yardley se presentó ante la dama de Friarsgate y le hizo una amplia reverencia.
– Debemos partir mañana, señora. La reina ordenó que llegáramos lo antes posible a Greenwich. Tiene muchos deseos de verla.
Era un viejo soldado de pelo canoso que, se notaba, había servido al rey durante muchos años.
– Ya estoy lista -replicó Elizabeth-. He mandado el carro con el equipaje hace varios días. Pasaremos la noche en Otterly y luego en los albergues que se encargó de reservar lord Cambridge.
– ¿Mamá va? -preguntó el niño la mañana en que su madre se marcharse a la corte.
– Sí, pero volveré muy pronto, dulzura -le prometió. Luego lo alzó y le besó los rosados mofletes-. Pórtate bien, pequeño Tom. -Lo bajó al suelo y el niño se fue con Sadie. Elizabeth se sentía acongojada. No quería irse de Friarsgate. Ana sabía cuánto odiaba la vida palaciega, ¿por qué no le había ahorrado la molestia de tener que asistir a la corte? La respuesta a esa pregunta solo la conocería cuando llegara a Greenwich.
Lord Cambridge, Will y Baen viajarían con la comitiva hasta Otterly. Su esposo quería escoltarla hasta allí y de paso visitar a Banon y Robert Neville.
– Hace mucho que no los veo y, después de todo, también son mis parientes.
Elizabeth no objetó la decisión de su marido.
– Friarsgate sobrevivirá un par de días sin nosotros.
– Si lo prefieres, me quedo en casa -dijo él con tono sombrío.
– ¡No! -exclamó, pero enseguida se dio cuenta de que él estaba bromeando, y le dio un golpecito-. ¡Maldito escocés!
– ¡Por el amor de Dios! -Gritó Banon Meredith Neville cuando vio entrar a Elizabeth y Baen en el salón-. ¡Bienvenidos!
– Estás aun más hermosa que la última vez que te vi, Banon. -Baen la besó en ambas mejillas y luego le dio un fuerte apretón de manos a su cuñado.
Banon se sonrojó por el cumplido. El rústico escocés de las Tierras Altas tenía unos modales exquisitos.
– ¿Tú y Will cenarán con nosotros, tío Tom? -preguntó a lord Cambridge.
– ¡Por supuesto! Tu hermana y la escolta deben partir al alba, de modo que los despediré esta noche. Es extraño, Elizabeth, pensé que te envidiaría por ir a la corte, pero a medida que se acerca el momento, más que envidia, siento un gran alivio.
– ¡No lo puedo creer! -bromeó Elizabeth, y todos se echaron a reír. Cuando terminaron de comer, lord Cambridge llevó a la joven a un rincón apartado y le deseó buen viaje.
– Sé buena con Philippa. Usa tus influencias para ayudarla. Sabes cuánto amaba a la princesa de Aragón, pero el rey jamás volverá con ella. Y aprovecha para hacer contactos que te beneficien a ti y a tu familia.
– Aún no comprendo por qué desea verme.
– Por triste que parezca, sospecho que eres la única amiga verdadera que Ana Bolena ha tenido en su vida. Es una mujer difícil; trátala con cariño pero regresa a casa lo antes posible. -La abrazó con fuerza y la besó-. Que Dios y la santa Virgen María te acompañen, tesoro mío.
Un torrente de lágrimas pugnaba por salir de los ojos de Elizabeth.
– Gracias, tío -atinó a decir y le dio un beso.
Will se acercó para despedirla y desearle buen viaje y finalmente los dos caballeros se retiraron del salón.
Las jóvenes parejas se sentaron a conversar junto al fuego. Los Neville simpatizaban con Baen MacColl y les parecía el marido ideal para la dama de Friarsgate. Era un hombre de campo, como ellos, sin pretensiones. Philippa y su esposo, en cambio, los intimidaban.
Elizabeth y Baen se retiraron al cuarto de huéspedes. Ella se sentó junto al fuego y él comenzó a cepillarle la larga cabellera rubia, como todas las noches. Les gustaba compartir esos instantes de calma.
– Extrañaré estos momentos.
– Yo también. -Apartándole el cabello, le besó la nuca-. No te demores más que lo necesario, dulzura, me siento perdido sin ti. No me da vergüenza admitir la devoción que siento por ti. -Dejó el cepillo, dio una vuelta para ponerse frente a ella y la abrazó-. Eres la mujer más hermosa que he conocido. Me cuesta creer que ningún cortesano haya caído rendido a tus pies en tu última visita a la corte.
– Mi sangre no es azul, mis tierras están en el lejano norte, no tengo un apellido ilustre ni buenos contactos. Pero a mí no me importaba. Regresaré muy pronto, la corte carece de interés para mí.
– Pero igual te vas.
– Solo porque la reina me lo ordenó. Sabía que si me lo pedía yo iba a negarme.
Baen lanzó un suspiro. Ella tomó el bello rostro de su esposo y lo acercó al suyo. Los primeros besos eran lentos, morosos, pero a medida que aumentaba la pasión se tornaban cada vez más febriles. Sus lenguas húmedas y candentes jugueteaban entre sí en una danza que parecía interminable. Él le lamió cada centímetro de su rostro y ella lo imitó, cubriéndolo de besos. Se quitaron la ropa y la arrojaron al suelo. Ardían de excitación. Reclinada en el sillón, Elizabeth sintió cómo Baen se aferraba de sus caderas y la penetraba suave y profundamente. Ella arqueó la espalda y cerró los ojos, gozando de los movimientos impetuosos de esa virilidad anhelante. Suaves gemidos escapaban de su boca a medida que el placer que él le prodigaba fluía por todo su cuerpo.
– No te detengas -jadeó.
¿Cómo iba a sobrevivir sin la pasión de su esposo? No debía pensar en cosas tristes sino simplemente en disfrutar del aquí y el ahora. La angustia desapareció y fue reemplazada por una dulce sensación de júbilo. Luego él lanzó un grito agudo y la inundó con los jugos del amor.
Él siguió frotando la tierna cresta de su femineidad durante un largo rato. Finalmente, se enderezó y la ayudó a ponerse de pie. Sin decir una palabra, la condujo hasta la cama, donde empezaron a besarse y acariciarse una vez más. La noche recién comenzaba.