"Juré que no volvería a Londres y sin embargo aquí estoy, lista para participar en las celebraciones de la corte -pensó Elizabeth-. El viaje fue un tedio y odié cada paso que me alejaba de Baen, de mi niño y de Friarsgate. Espero que la reina no me retenga a su lado demasiado tiempo. ¿Qué puede querer de mí Ana Bolena? No tengo nada que ofrecerle. Ha logrado su objetivo. Es la esposa del rey y pronto será coronada reina de Inglaterra. Además, está encinta". Luego, trató de olvidar el asunto. Necesitaba comer, dormir y, sobre todo, no devanarse los sesos con preguntas que sólo Ana Bolena podía responder.
Pasó el día junto a su hermana mayor. Sentadas en los jardines de la mansión Bolton, observaron el tránsito del río y hablaron de su infancia, de su madre y de Friarsgate. Philippa se sorprendió de la madurez y el sentido de responsabilidad de su hermana menor, y se percató de cuánto se parecía a Rosamund. A Elizabeth, por su parte, le fascinaba la sofisticación de Philippa y admiraba la facilidad con que se movía entre los encumbrados y poderosos. Sobrevivir en la corte exigía un talento especial. Ambas llegaron a la conclusión de que habían comenzado a comprenderse y a respetarse mutuamente, y se sintieron más hermanadas que nunca.
A la mañana siguiente se prepararon para partir a Greenwich. La embarcación de lord Cambridge cabeceaba en el muelle, al pie de los jardines. Los barqueros usaban la librea de la casa de Witton, y Philippa se había puesto un vestido de seda de un verde tan oscuro que parecía negro. Sobre su cabeza caoba, había colocado una toca en forma de acento circunflejo con un velo que cubría su cabellera, muy del estilo de Catalina de Aragón.
– Una toca francesa sería más apropiada -comentó Elizabeth.
– Es anticuada.
– Tan anticuada como la que te has puesto.
– ¡No usaré una toca francesa!
– Entonces ponte la inglesa o cúbrete el cabello con un velo. Ana advierte ese tipo de cosas y siempre está al tanto de la moda.
– ¡Ja! -bufó Philippa y, sacándose la toca, le pidió a Lucy que le alcanzara la inglesa-, ¿Ahora estás satisfecha, hermanita?
Elizabeth asintió sonriendo.
– ¿Viajaste con esa ropa? -le preguntó la condesa de Witton.
– Es la única que tengo. Mis baúles están en Greenwich y Nancy se encargó de ponerla en condiciones.
– Pues hizo un espléndido trabajo -dijo, y luego de una pausa agregó-: Supongo que no habrás cabalgado a horcajadas mostrando las piernas.
Elizabeth se echó a reír.
– Te sentirías más escandalizada si hubiera llegado en calzones confeccionados con la lana azul de Friarsgate.
– Eso habría sido el colmo -admitió Philippa lanzando una breve carcajada-. El color te sienta. Aunque el corpiño no tiene bordados y los puños de marta son bastante vulgares, lo mismo que la toca.
– Pero es un atuendo perfecto para viajar. Y Ana pensará que el haber venido directamente de Londres sin siquiera tomarme el trabajo de cambiarme de ropa significa que estoy ansiosa por verla.
– Nunca imaginé que fueras tan astuta.
– Hermanita, suelo frecuentar los mercados de hacienda y sé negociar mejor que la mayoría de los hombres. Y aunque no tenga un título nobiliario, siempre me las he arreglado para obtener lo que quiero. No es preciso vivir en la corte para saber esas cosas, basta con entender cómo es el mundo.
Ya era hora de partir y las dos hermanas, acompañadas por sus doncellas, se encaminaron al muelle donde las aguardaba la embarcación. En ese momento el Támesis estaba en calma, libre del flujo y reflujo de las mareas, de modo que los barqueros pudieron atravesar velozmente la ciudad. En el muelle de piedra las esperaban varios criados, que se apresuraron a ayudarlas a descender de la barca y a subir los peldaños que conducían a los jardines.
– Vuelvan al desembarcadero de la mansión Bolton, en Greenwich. Nos quedaremos aquí y ya no los necesitaremos, al menos por hoy.
– Sí, milady -respondió el barquero principal.
La condesa de Witton y la dama de Friarsgate atravesaron los jardines seguidas por Lucy y Nancy. Elizabeth se sintió aliviada al divisar al rey y a la reina paseando con un grupo de cortesanos, y tras comunicárselo a su hermana, ambas se encaminaron hacia donde se encontraban Enrique y Ana. Elizabeth hizo una profunda reverencia y esperó a que Ana la reconociera.
– ¡Mira quiénes están aquí! -exclamó el rey con jovialidad-. La condesa de Witton y su hermana han venido a saludarte.
Ana no miró a Elizabeth sino a Philippa.
– ¿Ha venido a tributarme su honor, milady? -le preguntó.
– Primero corresponde tributárselo al rey, Su Alteza. Y luego a la reina.
– ¡Bien dicho, bien dicho! -se apresuró a responder Enrique, antes de que su quisquillosa cónyuge le preguntase a cuál reina se refería. Sabía cuán difícil era para Philippa y apreciaba su lealtad. Luego miró a Elizabeth y dijo-: Veo que respondió al pedido de mi esposa de venir a la corte, señorita Meredith. Estoy sorprendido y, al mismo tiempo, halagado.
"¿Pedido?" -pensó Elizabeth, y estuvo a punto de echarse a reír. -Me sentí muy honrada, Su Majestad, de que se me invitara a la corte en un momento tan auspicioso. Mi madre les envía saludos. -¿Continúa casada con el escocés?
– Sí, Su Majestad.
– Y, según me han dicho, usted ha seguido sus pasos -dijo Enrique Tudor achicando los ojos.
– Me temo que sí. Al parecer, tengo debilidad por los escoceses, como recordará Su Majestad.
Philippa la golpeó disimuladamente con el codo, escandalizada por la respuesta de su hermana.
– El caballero todavía reside con nosotros. Supongo que usted querrá reanudar esa vieja amistad, señorita Meredith -dijo el rey con una sonrisa cómplice.
– Señora Hay, Su Majestad -lo corrigió amablemente-. MÍ marido se llama Baen Hay. No ha venido porque es el administrador de la finca y tuvo que quedarse en casa. Además, no es un cortesano sino un hombre de campo.
– ¿Pero la dejó venir?
– Nunca desobedecería la orden del rey.
– Entonces, ha logrado domar a su escocés, señora Hay.
– Sí, Su Majestad.
El rey lanzó una carcajada.
– Pueden pasear con nosotros, señoras.
Las hermanas se mezclaron con la comitiva del rey, compuesta por las damas y los cortesanos favoritos. Philippa conocía a varias de |as mujeres y habló con ellas mientras caminaban. Por último, la esposa del rey manifestó su deseo de sentarse, y le trajeron de inmediato una silla confortable.
– Continúa tu paseo, milord -le dijo al rey-. Sé cuánto te gusta el ejercicio. Pero no deseo estar sola. Permite, pues, que alguien me haga compañía.
– ¿A quién prefieres?
– A Elizabeth Hay, desde luego -respondió Ana-. Ven, Elizabeth, y siéntate a mi lado, en el césped.
La joven obedeció y, cuando el rey y su comitiva se alejaron, dijo: -Me alegra verla de nuevo, Su Alteza.
– Ahora que estamos solas llámame Ana, por favor. Y gracias por haber venido.
– No me quedó otra alternativa: "Te ordeno asistir a la corte, señora de Friarsgate". Vaya manera de invitarla a una, y en primavera, cuando hay tanto trabajo en mis tierras -la reprendió Elizabeth.
– Pensé que si te lo pedía con la gentileza que mereces, no vendrías -admitió Ana.
– Lo sé. Y ahora dime qué demonios te pasa. Te casaste con el rey, estás encinta y te coronarán en junio. ¿Acaso no es todo cuanto querías? ¿Qué más puede desear una mujer?
Los bellos ojos de Ana Bolena se llenaron de lágrimas. Parpadeó para impedir que fluyeran y se mordió el labio.
– Sí, es todo cuanto deseaba. Pero mi familia me odia por ello. Pensaron que me convertiría en la amante del rey y que cosecharían los frutos de mi sacrificio. Cuando Enrique Tudor se cansara de mí, me casarían con algún viejo rico dispuesto a pagarles con creces el privilegio de desposar a la antigua amante del rey. ¡Pero eso no me bastaba! Y no cedí hasta el otoño pasado. No soy una libertina, aunque todos lo piensen. Mi padre ha decidido no dirigirme la palabra de ahora en adelante, alegando que al desplazar a la vieja reina Catalina he deshonrado a toda la familia. A su juicio, ser la amante de Enrique era más honorable que ser su esposa. Mi madre me visita en secreto, pues mi padre le ha prohibido hablar conmigo. Mi tío, el duque de Norfolk, comparte su disgusto, pero no vacilará en sacar provecho de mi encumbrada posición. Mi hermana está celosa porque he logrado obtener lo que ella no pudo. Y en cuanto a mi hermano George, no se ocupa sino de sí mismo. Estoy sola, Elizabeth, y no puedo contar con nadie.