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– En mi breve estadía en la corte conocí a la familia Howard. Son unos arrogantes que se consideran superiores a los reyes. No creo que el duque haya ordenado a su esposa asistir a la coronación. Él puede excusarse perfectamente pues está en Francia por encargo del rey. Y ella no va porque no quiere. De ese modo, querida, se aseguran de quedar bien con Dios y con el diablo. Algún día se pasarán de listos y caerán en desgracia. Además, la anciana madre del duque irá sentada en una cómoda litera detrás de la reina. No, Philippa, los Howard jamás serán considerados desleales, y tú tampoco.

– ¡Cómo maduraste, hermanita! La última vez que nos vimos eras una niña atolondrada, que no tenía idea del decoro ni de los modales.

– Soy una mujer del campo. Y extraño muchísimo a Baen y a mi hijito. Pero le prometí a Ana que estaría a su lado hasta que naciera el bebé.

– ¿Qué pasará si no es varón? -preguntó Philippa casi en un susurro mientras caminaban por los jardines de la torre.

– No quiero ni pensarlo -se estremeció Elizabeth.

– Dicen que Enrique está flirteando con cierta dama cuya identidad se desconoce porque el romance es ultra secreto.

– A la reina no le agrada la pequeña Seymour…

– ¿Te refieres a Jane Seymour de Wolf Hall? Esa niña es una tonta si se enreda con el rey. Su familia carece de importancia y terminará como María Bolena y Bessie Blount: embarazada, casada con un don nadie y recluida en el campo. Además, es vulgar y excesivamente dócil. No. No es el tipo de mujer que le gusta a Enrique.

– La princesa de Aragón era una esposa complaciente.

– Sí, pero también era inteligente y una buena compañera. Nada que ver con esta…

– Ana es inteligente e ingeniosa, pero reconozco que tiene un carácter fuerte. Se ve que el rey quiere un poco de pimienta en su vida.

– ¡Señoras, señoras! -gritó una doncella-. ¡Tienen que formarse para la procesión!

Levantándose las faldas, las dos hermanas echaron a correr. Cada una montó su caballo. El contraste entre las faldas doradas y el pelaje oscuro de los animales era asombroso y realzaba la prestancia de las jinetes. Las bridas de Philippa estaban decoradas con cascabeles de plata, porque te gustaba escuchar el tintineo de las campanillas mientras cabalgaba.

La reina salió de sus apartamentos. Lucía un manto y un vestido de seda blanca ribeteados de armiño. Llevaba suelto el cabello negro azabache, largo hasta la cintura, con una corona de piedras multicolores que centelleaban bajo la diáfana luz del sol primaveral. La litera, sostenida por dieciséis caballeros en trajes de seda verde Tudor, estaba forrada en paño de oro y era conducida por dos corceles cubiertos por una gualdrapa de plata.

Delante de la reina marchaba el canciller y detrás iba su lord chambelán y caballerizo, seguido por un grupo de damas en sus vestidos de paños de oro, dos carrozas primorosamente decoradas que transportaban a la vieja duquesa de Norfolk y a la marquesa de Dorset. El séquito se completaba con un grupo numeroso de damas debidamente ataviadas y los guardias de la reina con sus casacas bordadas en hilos de oro. Enrique VIII no había escatimado dinero en su afán de coronar a la mujer que con tanta desesperación había ansiado desposar. Y pese a que los londinenses recibieron la noticia sobre la hora, habían puesto su mayor empeño para estar a la altura de las circunstancias.

En varios puntos del itinerario real, se montaron espectáculos en honor de Su Majestad. A lo largo del camino, nuevos artistas ofrecían sus entretenimientos, escanciaban vino, cantaban y recitaban poesías en honor a la soberana.

La procesión avanzó por las callejuelas oscuras de Londres. Si bien las habían limpiado especialmente para el auspicioso evento, eliminando hasta el último gramo de basura, el olor pestilente de la ciudad seguía impregnando el aire. Las damas, precavidas, llevaban racimos de flores fragantes y cascaras de naranja para evitar el hedor. Las aceras estaban atestadas de gente, multitudes de curiosos se asomaban por las ventanas, pero no hubo gritos de júbilo ni rostros de alegría, sino, por el contrario, miradas hostiles y sombrías. Elizabeth alcanzó a escuchar dos "¡Dios salve a la reina!" a lo largo de todo el trayecto, así como varios epítetos insultantes, tales como "¡Ramera!", "¡Bruja!", y varias voces que clamaban: "¡Dios salve a la reina Catalina!". "¡Pobre Ana -pensó la dama de Friarsgate-. No obstante, cuando nazca el niño todos cambiarán de opinión".

Antes de llegar a la abadía de Westminster, Ana recibió como obsequio una bolsa con mil marcos de oro. Pronunció unas cálidas palabras de agradecimiento y luego se dirigió al destino final. La ayudaron a bajar de la litera y la condujeron al interior del edificio donde ella y las mujeres de su séquito fueron agasajadas con refrescos y entremeses. Acto seguido, se retiró de la abadía y volvió a su barca para ir al encuentro del rey.

Las damas que pertenecían al círculo más íntimo de la reina la acompañaron, pero como Philippa y Elizabeth no podían abandonar a sus caballos y no había nadie que los cuidara, tuvieron que cabalgar hasta el puente de Londres, cruzar el río y regresar a la mansión Bolton. Al llegar, se encontraron con un mensaje de la reina en el que le pedía a su amiga que se reuniera con ella.

– ¡Qué lástima! -exclamó Philippa-. Pensé que pasaríamos la noche juntas. Crispin vendrá pronto y apenas tuvimos tiempo de conversar tranquilas.

Elizabeth se quedó mirando la nota escrita a las apuradas por la propia Ana. Por la letra, se dio cuenta de que la reina la había redactado en un estado de gran agitación, pero suponía que ahora sus ánimos estarían más calmos y serenos.

– Tomaré un baño tibio y me cambiaré la ropa. Luego me reuniré con Ana.

– Pero la reina…

Elizabeth levantó la mano para acallar a su hermana.

– La reina no se dará cuenta de mi tardanza pues estará de lo más entretenida. Sin duda está triste por la reacción de la gente en las calles. ¿Y qué esperaba? Estoy sucia e irritable, no podré consolarla en estas condiciones.

Dicho esto, subió las escaleras a toda prisa. Al rato aparecieron el conde de Witton y Hugh, su hijo menor.

– Cuéntale la noticia a tu madre, Hugh -dijo Crispin tras besar a su esposa.

– Voy a ser paje de la reina, mamá. Hoy me vio con Henry y le preguntó al rey si yo era su paje. Él respondió que lo sería en el futuro y Ana le dijo que era un niño muy lindo y que me quería para ella -contó lleno de orgullo Hugh St. Claire, de ocho años-. El rey dijo que hoy estaba dispuesto a satisfacer todos sus deseos. ¡Y mira lo que me regaló la reina! -exclamó mostrando un larga cinta de plata-. La llevaré siempre conmigo. La reina es muy hermosa, mamá, ¿no crees?

– Claro que sí, querido. ¿Tienes hambre, Hughie? Ve a la cocina a comer.

– A la noche debo volver con la reina.

– Tu tía también. Viajarás con ella.

Philippa vio cómo su hijo se alejaba con la cinta atada a una de las mangas de su camisa.

– ¡Lo ha hecho para humillarme! Esa mujer conoce mi devoción por la reina Catalina y quiere quitarme a mi hijo.

– Catalina ya no es reina, pequeña -señaló Crispin St. Claire abrazando a su esposa, que no paraba de llorar-. Deseas lo mejor para tus hijos y eso está muy bien. El mayor ha servido al rey durante muchos años y regresará a casa luego de la coronación. El del medio se encuentra en la corte del duque de Norfolk y ahora el menor comenzará a servir a la reina Ana. Sé que te habría gustado que Hugh ocupara el lugar de Henry, pero el rey opina distinto que tú y su decisión es irrevocable.

– Somos meras piezas en un tablero de ajedrez -dijo Philippa con consternación.

– Así es -asintió riendo el conde de Witton-, y por eso preferimos los campos y los bosques de Oxfordshire, pequeña. Lo único que conseguirán nuestros hijos en la corte será una esposa y tal vez algún cargo en el servicio diplomático, si lo desean. Nada más. Los días de gloria han pasado, Philippa. Debemos resignarnos si queremos ser felices.