– ¡Vaya, vaya! ¿No saben hacer otra cosa que acariciarse todo el día? -preguntó Elizabeth entrando en el salón-. ¡Hola, Crispin!
– ¡Hughie será paje de la amante del rey! -gritó Philippa.
– Ana ha de estar muy afligida por la recepción de hoy. ¡No es el fin del mundo, hermanita! Al contrario, piensa en la carrera que podría hacer tu hijo en la corte. Es un honor para Hughie que la reina lo haya elegido. Volveré mañana después de las festividades. No partirán ya mismo, ¿verdad?
Philippa se contuvo de contradecir a su hermana. Aunque odiaba admitirlo, tanto Crispin como Elizabeth tenían razón.
– No. ¿Dónde está el vestido para la coronación?
– Ya lo puse en la barca. Usaré la grande, no la pequeña de mamá. ¿Te parece bien?
– Sí. Tendrás que llevar a Hughie contigo. Esa mujer quiere que se presente de inmediato.
– Si tu hijo va a servir a la reina, tendrás que referirte a ella en términos más gentiles o causarás la ruina de los St. Claire -aconsejó Elizabeth.
– Me resulta difícil decirle "reina" o "esposa del rey".
– Tendrás que aprender porque eso es exactamente lo que es, te guste o no. En fin, tú y Crispin harán lo que les dicte la conciencia. ¿Dónde está Hugh?
– En la cocina. Enviaré un sirviente a buscarlo.
– No te molestes, iré yo misma.
Cuando encontró al niño, le informó que era hora de partir.
– Pero no terminé de comer -protestó.
– En la corte serás muy afortunado si tienes tiempo para comer. Vamos o me iré sola. Llévate lo que puedas cargar.
Cuando subieron a la barca, la joven preguntó a su sobrino:
– ¿Cómo lograste llamar la atención de la reina?
Hugh se encogió de hombros.
– No lo sé. Estaba con Henry porque iba a ocupar su lugar. Él volverá a casa después de la coronación. Ya tiene once años y si no fuera tan alto podría quedarse hasta cumplir los doce.
Hugh procedió a comer sus escones.
– ¿Cómo estaba de ánimo?
– Parecía enojada y al mismo tiempo con ganas de llorar.
Elizabeth suspiró y midió las palabras que iba a pronunciar:
– Escúchame bien, pequeño. Si vas a servir a la reina debes serle totalmente fiel. Si por casualidad te enteras de algo que pueda ser de interés para Su Majestad, no vaciles en contárselo. No te pido que seas un soplón, ni que repitas rumores dolorosos que solo le causarán aflicción. Mucha gente dirá cosas inconvenientes en estos días, por lealtad a la reina Catalina, pero con el tiempo se calmarán los ánimos. Ana es una mujer de buen corazón, pequeño. Tendrá sus arranques de mal humor o tristeza; si puedes, trata de consolarla. -Elizabeth le acarició una mejilla-. ¿Comprendes lo que te digo, Hugh? ¡Eres tan pequeño para cargar con tamaña responsabilidad!
– A mamá no le gusta la reina.
– No es eso, tesoro. Es que siente devoción por la princesa de Aragón, a quien ha servido desde su infancia. Le cuesta aceptar los cambios. Ten paciencia con ella, Hugh.
– Tú aceptas perfectamente los cambios, tía.
– Porque vivo en medio de la naturaleza y la naturaleza cambia constantemente, aun cuando menos lo esperas -repuso Elizabeth y luego le despeinó el cabello con una sonrisa-. Eres un hombrecito muy inteligente.
– A mí me gusta la reina.
– ¡Excelente! Me quedaré con ella hasta que nazca la criatura, de modo que tendremos tiempo para conspirar juntos en la corte -dijo haciéndole cosquillas.
– ¡Ja, ja! De acuerdo, tía -asintió el chiquillo y le tomó la mano hasta que llegaron a destino.
– ¿Dónde te habías metido? -gritó Ana Bolena cuando la dama de Friarsgate entró en sus aposentos-. ¡Me siento perdida sin ti, Elizabeth! ¡Oh, miren quién está aquí! ¡Mi adorable paje! Ni siquiera sé su nombre, pero lo encontré tan encantador que no pude resistir la tentación de robárselo al rey.
– Su nombre es Hugh St. Claire, Su Alteza, y es mi sobrino -informó Elizabeth, sorprendida de que la reina no supiera nada.
– ¿Tu sobrino? -exclamó la soberana con genuino asombro.
– Es el hijo menor de mi hermana y su marido, los condes de Witton. Y está feliz de servirla, Su Alteza.
– ¡Muy feliz, Su Majestad! -acotó el pequeño Hugh.
La reina rió como una niña.
– ¿Me amas, Hugh St. Claire?
– Sí, Su Alteza -dijo el niño, ruborizado-. Y la serviré siempre.
– ¡Qué dulce! ¿Sabes cantar y tocar algún instrumento? -Sí, Su Alteza. He traído mi laúd. ¿Quiere que lo traiga y toque para usted?
– ¡Cómo no! Necesito dormir esta noche para estar bien mañana durante la coronación. La música me calmará los nervios. No tardes, pequeño.
Hugh St. Claire salió corriendo de la estancia.
– Hay un cuartito con un colchón fuera de mi cámara privada. El niño puede dormir allí. Quiero tenerlo cerca. Es una criatura inocente, recién llegada del campo y no contaminada por la corte. ¿Qué edad tiene?
– Ocho años. Está realmente fascinado por usted, Su Alteza.
Las damas que rondaban por ahí refunfuñaron por lo bajo al oír ese comentario. Elizabeth sabía que les molestaba el favoritismo de la reina hacia ella. No obstante, trataba de hablarles dulcemente y fingía no darse cuenta de su fastidio. Cegadas por su propia ambición y la de sus familias, no comprendían el significado de la palabra "amistad. Gozar de la confianza de la reina era un privilegio muy codiciado. La española Catalina se había ido y ahora imperaba Ana Bolena. Era un gran honor para ellas servirla y, sobre todo, les permitía acceder al rey y a todas las figuras encumbradas de la corte. No las movía el afecto, sino la mera conveniencia.
Por orden de Su Majestad, las damas le prepararon la cama. Elizabeth nunca interfería en las tareas de las demás mujeres. Ella estaba allí exclusivamente en calidad de amiga. Cuando la reina se acostó en el amplio lecho, la joven se sentó a su lado, en una silla de respaldo alto y comenzó a leerle un libro ilustrado de cuentos tradicionales. Hugh regresó con el laúd a cuestas y se sentó en un taburete junto al fuego. Comenzó a tocar una canción escrita por el rey a Ana durante los primeros tiempos de su romance.
La reina sonrió contenta, y cerró los ojos para relajarse.
– ¿Sabes la letra, Hugh? -le preguntó al niño.
Él empezó a cantar la canción en voz muy baja, para que solo Ana y su tía pudieran escucharla.
Elizabeth observó a su sobrino. Era tan joven y al mismo tiempo tan consciente de las necesidades de la reina. Los rulos color caoba, sus grandes ojos celestes y la dulzura de su rostro denotaban la inocencia de la infancia. "Pero crecerá muy rápido -pensó Elizabeth-. La corte no es un lugar para los inocentes". Ana no protestó cuando la joven dejó de leer. Estaba exhausta y muy pronto se quedó dormida. Había sido una jornada larga y difícil.
Amaneció el primer día de junio. Elizabeth y Hugh se retiraron de la alcoba a fin de que la reina pudiera prepararse para la coronación. Ella enseñó a su sobrino el cubículo donde debía instalarse y le pidió que llevara allí las pertenencias que había dejado en la habitación donde dormían los pajes. Luego salió en busca de Nancy para que la ayudara a vestirse.
Desde su arribo a Londres casi no había pensado en él, pero al ver cómo Nancy le ponía el vestido de brocado azul con el escote bordado en hilos de plata y oro, se acordó de Thomas Bolton. Lamentó su ausencia, pues sabía que le habría encantado ser testigo del pomposo evento. Elizabeth se impuso la misión de observar y memorizar cada detalle para contárselo a su tío cuando regresara al norte.
– Si te quedas junto a la ventana, podrás ver partir la procesión -le dijo a su doncella.
– Cuénteme todo lo que ocurra. No se olvide de nada. Milord querrá saber hasta el último detalle.
Ella asintió con una sonrisa y salió de la habitación donde se vestían las damas de la reina, quienes miraban con envidia su atuendo. La idea de usar el azul en vez del verde Tudor había sido acertadísima. Todos los vestidos eran de ese color y ninguno era tan bello como el de Elizabeth.