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Al ver a la reina, ataviada con un vestido color púrpura real y una larga capa ribeteada de armiño, le preguntó si necesitaba algo.

– No te separes de mi paje favorito -contestó la reina entregándole una tablita de arcilla-. Con esto ambos podrán entrar a la catedral y pónganse también mis insignias.

– Gracias, Su Alteza -dijo Elizabeth haciendo una reverencia.

Ana le sonrió y le guiñó el ojo.

– Esta capa pesa tanto como el rey -murmuró.

– Yo llevaré la cola, Su Alteza -tronó la voz de la anciana duquesa de Norfolk-. ¿Podría hacerme un favor en el día de hoy?

– ¿De qué se trata?

– ¿Sería tan amable de permitir que su prima, la pequeña Catalina Howard, asista a la coronación? Tal vez la dama de Friarsgate pueda acompañarla a la iglesia. Será muy emocionante para esa pobre niña. ¡Su vida es tan aburrida!

– ¡Por supuesto! -dijo Ana-. Jane Seymour, dele a la dama de Friarsgate una insignia para mi prima Catalina Howard.

– Enseguida, Su Alteza -repuso Jane, y al instante desapareció.

– No me gusta nada esa jovencita -comentó Ana a Elizabeth en voz baja-. Y a esa Catalina Howard ni siquiera la conozco, pero si la anciana duquesa desea ayudarla, no puedo negarme. Espero que no sea una molestia para ti, Elizabeth.

– ¿Una niña tan correcta como la pequeña Howard? Lo dudo.

La reina salió de sus apartamentos para tomar la barca que la llevaría a Westminster. Al rato apareció Jane Seymour y le entregó la insignia.

– ¿Por qué está siempre al lado de la reina, señora Hay? -preguntó en tono impertinente.

– Soy su amiga -se limitó a responder Elizabeth y se retiró. No tenía deseos de entablar una conversación con la señorita Seymour. Había algo en esa muchacha que le disgustaba. Sus mohines y actitudes remilgadas eran a todas luces falsos.

Cuando vio a Catalina Howard, se quedó sorprendida por su belleza. Tenía el rostro pálido en forma de corazón y mejillas rosadas. Los ojos eran de un azul casi transparente y el cabello que asomaba de la cofia era de un color caoba brillante.

– Mi nombre es Catalina Howard, milady -se presentó haciendo una graciosa reverencia.

– Dígame "señora Hay". La reina le ha concedido el permiso de asistir a la coronación, señorita Howard. Y me encomendó que cuidara de usted y de su paje, Hugh St. Claire. Mí barca nos está esperando para ir a Westminster.

– ¿La barca es suya? Ha de ser muy rica, entonces, señora Hay. Salvo mi tío, el duque de Norfolk, no conozco a nadie que tenga una embarcación propia.

– La barca pertenece a mí tío, lord Cambridge, quien efectivamente es muy rico. Yo soy tan solo la dueña de una hacienda en el norte.

– Mi padre es el conde de Witton -se jactó Hugh ante la niña.

– ¿Y eres su heredero? -inquirió Catalina Howard.

– No, soy el hijo menor.

– Entonces no tienes importancia. -La niña irguió la cabeza y miró hacia delante.

Elizabeth se echó a reír.

– Te ganó -dijo al ruborizado Hughie.

Entre las ocho y las nueve de la mañana, la procesión se dispuso a ingresar en Westminster para avanzar hasta la gran catedral.

– ¡Deprisa! SÍ no nos apuramos a entrar en la iglesia, no conseguiremos un buen lugar -dijo Elizabeth tomando a los niños de la mano.

Al llegar a la catedral, mostró al guardia los pases que le había dado la reina. El hombre los tomó y la miró con una sonrisa.

– ¡Qué hermosos jovencitos! ¿Quiénes son y quién es usted?

– Soy la señora Hay y estoy al servicio de Su Majestad. El muchacho es hijo del conde de Witton y el paje favorito de la reina. Y la niña es su prima, la señorita Howard.

– Usted es del norte si el oído no me engaña.

– De Cumbria.

– Yo soy de Carlisle. Pase, señora Hay, les buscaré un fugar desde donde puedan disfrutar de toda la ceremonia. -El guardia los condujo hasta la capilla real y los ubicó en la punta izquierda de un banco situado en las primeras filas-. Si se mantienen en silencio, nadie notará que están aquí.

Al son de las trompetas, la procesión hizo su entrada en la catedral. Los niños se pararon encima de sus asientos para ver mejor el espectáculo. La marquesa de Dorset portaba el cetro de oro; el conde de Arundel, la vara de marfil adornada con una paloma, y el conde de Oxford, quien era lord chambelán, llevaba la corona. Ninguno de esos nobles aprobaba la coronación de Ana Bolena, pero por nada del mundo iban a resignar su derecho a participar del fastuoso evento.

Finalmente hizo su aparición la reina, escoltada por su reticente padre, conde de Wiltshire y Ormonde. Los títulos se los había otorgado la propia Ana, pero no lograron hacerlo cambiar de opinión; seguía oponiéndose rotundamente a ese matrimonio. Al ver la sobrefalda añadida al vestido para disimular el embarazo, le dijo que debía quitársela y agradecer a Dios por encontrarse en esa situación.

– Mi situación es mil veces mejor que la que hubieras deseado -le espetó su hija.

Tras ser conducida a un trono situado entre el altar mayor y el coro, escuchó cómo los niños inundaban la capilla con sus voces angelicales. Luego, con una leve inclinación, ordenó al arzobispo de Canterbury que comenzara el servicio religioso. Ana se levantó del trono y se arrodilló frente al altar. Cuando se puso de pie nuevamente, el arzobispo ungió su cabeza y su corazón, y después de que el coro entonara cantos triunfales, procedió a coronar a la reina. Colocó la corona de san Eduardo sobre su cabeza, el cetro en su mano derecha y la vara de marfil en la izquierda. Se cantó el Tedeum de rigor y la liviana diadema hecha especialmente para Ana reemplazó la pesada corona.

La reina volvió a sentarse para escuchar la misa y en su debido momento comulgó. Cuando finalizó el oficio religioso, Ana hizo una ofrenda al sepulcro de san Eduardo y salió por una puerta ubicada cerca del coro. El rey no participó en la coronación de su esposa, pero observó toda la ceremonia desde una galería cerrada, junto a los diplomáticos de los países a los que quería impresionar.

Tanto Elizabeth como los niños a su cuidado se impresionaron ante tanta pompa y esplendor. Era una hermosa historia para contar a su familia cuando regresara a Friarsgate. Al salir de la catedral, Catalina Howard dijo:

– ¡Cómo me gustaría ser reina algún día!

– No tienes pedigrí -replicó Hugh St. Claire vengándose del comentario desdeñoso que le había hecho la niña anteriormente. Catalina se ruborizó.

– ¡Hughie! -regañó Elizabeth a su sobrino y abrazó a la pequeña Howard-. Vayamos a ver a la reina. Debe de estar descansando hasta la hora del banquete.

El primer plato constaba de veintiocho manjares distintos. Durante toda la comida, la condesa de Oxford estuvo parada a la derecha de la reina y la condesa de Worcester, a su izquierda. La tarea de esta última consistía en tener siempre a mano la servilleta de la soberana y limpiarle los labios cada vez que daba un mordisco. Dos mujeres sentadas a los pies de la reina y debajo de la mesa sostenían una bacinilla de oro para que Su Majestad pudiera orinar cada vez que lo necesitara.

Tras el último plato, se sirvieron barquillos y vino dulce a todos los invitados. Finalmente, la reina se puso de pie y caminó hasta el centro del salón, donde brindó por el rey con la copa de oro que le tendió el alcalde. A las seis de la tarde, se retiró de Westminster. La breve travesía por el río le revolvió el estómago. De todas las delicias que le habían ofrecido, solo había probado unas pocas, pero aun así se sentía descompuesta. AI regresar a sus aposentos, vomitó casi todo lo que había comido.

– Sáquenme los vestidos -ordenó a su doncella-. Necesito acostarme. ¡Dónde está la señora Hay? Quiero verla ya mismo. ¡Encuéntrenla!