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– ¿Usted sabe leer?

– Por supuesto que sé leer -respondió indignada-. ¿Y usted?

– Sí, yo también. -Metió un trozo de pan en el potaje de avena y se lo llevó a la boca. Volvía a tener hambre.

– Ayer era demasiado tarde para leer su mensaje -dijo Elizabeth-. ¿Usted sabe qué dice?

– Sí -dijo mientras tomaba un trozo de pan y mantequilla-. ¿Esto es mermelada? -preguntó señalando un cuenco.

– Sí. Es mermelada de fresas.

Baen tomó el cuenco, hundió la cuchara y esparció el dulce en el pan enmantecado. Una sonrisa de satisfacción iluminaba su rostro mientras comía.

– ¿Y entonces? -insistió Elizabeth.

– ¿Y entonces qué? -el joven había terminado con su tazón de cereales y continuaba devorando pan con mermelada.

– ¿Qué dice la carta dirigida a la dama de Friarsgate?

– Me pareció oír que usted sabía leer -le dijo mientras comía el último trozo de pan.

– Ya le dije que sé hacerlo. Pero le agradecería que pudiera saciar mi curiosidad antes de leerla detalladamente. No puedo creer que sea tan maleducado, señor.

El joven lanzó una carcajada que retumbó en toda la casa, asustando a la servidumbre que estaba limpiando.

– Mi padre quiere comprar algunas de sus ovejas Shropshire, si es que desea venderlas.

– No son animales para comer -respondió Elizabeth con rigidez-. Según tengo entendido, a ustedes los escoceses les gusta comer oveja. Y yo crío Shropshire para comerciar su lana.

Baen rió.

– Mi padre también vende lana.

– Nosotros hacemos nuestros propios tejidos aquí en Friarsgate.

– ¿No les vende la lana a los holandeses? -el joven estaba sorprendido.

– Enviamos tejidos a Holanda. Nuestras telas de lana azul son muy codiciadas. Exportamos el producto en nuestro propio barco.

– Esto es muy interesante -dijo Baen seriamente-. ¿Y quién teje la lana?

– Lo hacen mis propios campesinos durante el invierno, cuando no tienen otro trabajo que hacer. Mantenerlos ocupados tiene sus ventajas: ganan un poco de dinero y, además, no se vuelven holgazanes. Así, cuando llega la primavera están listos para volver al campo. Antes, no tenían nada que hacer durante los oscuros días y las largas noches de invierno. Entonces, los hombres bebían demasiado, se irritaban por nada y golpeaban a sus esposas y a sus hijos. Solían pelearse entre compañeros y a veces se lastimaban con violencia.

– ¿Y de quién fue la idea del barco?

– Mi madre y mi tío decidieron que debíamos tener nuestro propio barco y de inmediato ordenaron que se construyera.

– ¿Desde cuándo está usted a cargo de administrar Friarsgate?

– Desde los catorce años. Cumpliré veintidós a fines de mayo.

– Tesoro, una dama nunca revela su edad -dijo Thomas Bolton, que acababa de entrar en el salón-. Me comentaron que el escocés había vuelto -sus ojos ámbar se dirigieron a Baen MacColl y suspiró profundamente.

– Supongo que ya has desayunado -le dijo Elizabeth-. Si no es así, te advierto que no queda más mermelada. Se la han comido toda.

– Will y yo nos levantamos hace más de dos horas, corazón. Hemos pasado la mañana discutiendo sobre tu cabello y el estado de tus manos.

– ¿Qué tiene de malo mi cabello?

– Lo llevas suelto. Necesitamos encontrar un estilo más elegante y luego enseñárselo a Nancy para que pueda peinarte como corresponde. Y, a partir de ahora, deberás dormir con las manos bien untadas de crema y envueltas en tejido de algodón.

– ¿Por qué?

– Mi querida, tus manos parecen las de una lechera. Una dama debe lucir manos suaves y delicadas. La crema logrará ese efecto. Y debes dejar de hacer trabajos manuales, cachorrita.

– Tío, yo soy así -respondió Elizabeth exasperada.

– ¡Esta muchacha puede ser tan difícil! -dijo Thomas Bolton dirigiéndose a Baen MacColl-. Debe ir al palacio dentro de un par de semanas. Cuando acompañé a la corte a sus hermanas mayores, estaban encantadas con la idea, pero con mi adorada Elizabeth no ocurre lo mismo. -Se volvió hacia su sobrina-: Y también debes practicar cómo caminar, querida mía.

– He caminado desde que tengo un año, tío. ¿Qué tiene de malo mi manera de caminar?

– Es muy tosca, corazón. Las damas se deslizan como cisnes en el agua.

– ¡Tío! -Elizabeth estaba muy irritada.

– Tendrás que deshacerte de tus malos hábitos -dijo Thomas Bolton sin inmutarse.

Baen MacColl rió por lo bajo. Elizabeth lo miró furiosa.

– Para lucir tus nuevos vestidos, tendrás que caminar como corresponde. Y se te ve tan hermosa con esas prendas, cachorrita. -Se volvió hacia Baen MacColl-: Elizabeth es la más bella de las tres hijas de Rosamund, muchacho. Ahora, cambiando de tema, cuéntame qué te hizo regresar a Friarsgate. Pensé que te dirigías hacia Claven's Carn.

Baen repitió la historia y luego Elizabeth le contó a su tío lo que decía la misiva del amo de Grayhaven.

– ¿Usted es su hijo? -le preguntó Thomas Bolton.

– Sí, el mayor, pero soy el hijo bastardo -dijo Baen con candidez-. Hace casi veinte años que vivo en casa de mi padre. Me eduqué junto con mis medio hermanos y mi media hermana, Margaret, que ahora es monja.

– En mi opinión, un hombre puede dar rienda suelta a sus pasiones siempre y cuando se haga responsable de sus actos -respondió lord Cambridge-. Dos de los hijos de Bolton que pertenecían a Friarsgate eran bastardos: Edmund, el administrador de la finca, y Richard, el prior de St. Cuthbert. Guy era el heredero y Henry, el hijo menor. Los dos hijos legítimos de Bolton ahora están muertos y enterrados.

– ¿Y usted dónde se coloca en el árbol familiar? -le preguntó Baen con audacia.

– Hace varias generaciones hubo unos primos hermanos. Uno de ellos fue enviado a Londres para desposar a la hija de un mercader y hacer fortuna en la ciudad. Su esposa se acostó con el rey Eduardo y luego, mortificada por los remordimientos, se suicidó. El rey se sintió culpable dado que la familia de la joven lo había apoyado durante la guerra. Entonces, le regaló a mi abuelo un título de nobleza.

– Sin embargo, usted vive cerca de aquí, si es que entendí bien a la señorita Meredith -acotó Baen.

– Sí. Vendí todas mis propiedades en el sur con excepción de dos casas. Así pude volver al norte, cerca de mi familia. Es una decisión de la que nunca me arrepentí. De tanto en tanto, voy a la corte por unos pocos meses y luego ansío regresar a Cumbria.

– Y jura que nunca más volverá al palacio -rió Elizabeth-, pero siempre regresa.

– Sólo para anoticiarme de los últimos rumores y hacerme confeccionar un nuevo guardarropa en Londres -Thomas Bolton le confesó al escocés-. La gente de Otterly se desilusionaría mucho si yo abandonara mi hábito de lucir espléndido.

– Y tú nunca los desilusionas, tío -dijo Elizabeth con malicia.

– Qué maligna eres. Y no creas que olvidé el tema de las lecciones de etiqueta para que puedas desenvolverte en la corte. Sal de inmediato de la mesa y atraviesa el salón caminando. Quiero estudiar tus movimientos.

La joven rezongó, pero obedeció. Afuera nevaba sin cesar, así que no tenía ninguna posibilidad de escaparse. Sabía que esta vez la tenían atrapada. Se apartó de la mesa y cruzó la habitación. El pesar que se reflejaba en la cara de lord Cambridge hizo reír al apuesto Baen MacColl quien, sin embargo, permaneció en silencio. El joven se deleitaba ante ese inesperado entretenimiento. La diversión recién acababa de comenzar.

Thomas Bolton suspiró profundamente.

– ¡No, no, no! -dijo el tío-. ¿Qué tipo de calzado llevas en este momento? Tal vez sea ese el problema.

Elizabeth se levantó las faldas y mostró unas viejas botas de cuero marrón y punta cuadrada.

– Ah, quizá sean las botas -opinó lord Cambridge-. Es muy difícil deslizarse con semejante calzado, querida. ¡Albert! Por favor, vaya a los aposentos de la señorita Elizabeth y pídale a Nancy que traiga un par de zapatillas apropiadas para la corte.