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Durante la cena, Flynn observó, divertido, a los dos varones de Elizabeth, que tomaban cerezas y luego escupían los carozos para ver cuál de los dos los arrojaba más lejos. También le presentaron a la pequeña Ana Hay con sus negros rizos, muy parecida a su padre, aunque ya mostraba la vivaz personalidad de la madre.

Cuando los niños se fueron a la cama, Elizabeth, Baen y él abandonaron el salón y se sentaron en el jardín. Era una noche de principios de verano y todo estaba en calma, excepto Flynn Estuardo, el encargado de darle la funesta noticia.

– ¿Tu hermana, la condesa, te escribe a menudo? -le preguntó en un tono casual-. No me agradaría repetir lo que ya sabes.

– No. Philippa concurre muy poco a la corte y prácticamente se ha convertido en una mujer de campo, como yo. Recibí una carta suya antes de que Ana naciera. Ella y Crispin viajaron a Gales el verano pasado acompañando al rey y a la reina. Philippa quería visitar el lugar donde nació nuestro padre. Según ella, era bastante desolado y no tan bello como Friarsgate.

– Entonces me veré obligado a contártelo yo. Después de tu partida, las cosas fueron de mal en peor. Las mujeres que rodeaban a la reina eran unas arpías. Su madre, su hermana, Jane Rochford, Mary Howard y otras brujas. Ninguna la quería, salvo Margaret Lee. Cuando te fuiste, fue la única capaz de comprender la soledad de la reina y se hicieron amigas.

– ¡Me alegro tanto! -repuso Elizabeth-. He pensado a menudo en Su Alteza, pero no tuve más remedio que abandonarla y volver a casa.

– Margaret Lee era su único consuelo -continuó Flynn-. La pasión del rey por Ana Bolena se había desvanecido por completo. Peleaban todo el tiempo, incluso en público. Además, Enrique coqueteaba abiertamente con otras mujeres; entre ellas la prima de la reina, Margaret Shelton. Y cuanto más flirteaba el rey, más se enfurecía Ana.

– Tenía miedo -dijo Elizabeth-. La pobre Ana siempre ha tenido miedo.

– Sí -admitió Flynn-. Hubo dos intentos de confinarla, pero no prosperaron. Luego, las alianzas propuestas por el rey, primero con Francia y después con el emperador Carlos, comenzaron a resquebrajarse. El Papa lo había excomulgado por negarse a aceptar nuevamente a la princesa de Aragón y a devolver a lady María el título que le corresponde como hija legítima. Durante el último verano, el rey se mostró descorazonado. Según él, todos sus esfuerzos por poner a Inglaterra a la cabeza del mundo habían sido en vano. No obstante, la estrella de la reina brilló una vez más cuando partieron juntos de vacaciones. Quienes los acompañaron, aseguran que se veían muy felices, salvo por la presencia de lady Seymour. En otoño, anunciaron que la reina estaba embarazada otra vez. El niño nacería en julio. La princesa de Aragón murió al día siguiente de la Epifanía. Enrique Tudor se negó a llevar luto y amenazó con castigar a quien lo hiciera. En cambio, dio banquetes y organizó torneos para celebrar el infausto acontecimiento. A fines de enero, un rival lo tiró del caballo por primera vez en su vida.

– Ya es demasiado viejo para dedicarse a esos juegos -comentó Elizabeth-. ¿Se lastimó mucho?

– No por la caída sino por el caballo, que se le cayó encima.

– ¡Dios santo! -exclamó Baen-. Supongo que no murió aplastado bajo el peso del animal.

– No murió, pero estuvo inconsciente durante dos horas, y ese maldito entrometido de Norfolk salió corriendo a decirle a la reina que el rey probablemente estaba muerto.

– Y ella perdió la criatura -concluyó Elizabeth.

– Sí. Y ese fue el principio del fin. El rey dejó de visitarla y se dedicó a cortejar a la señorita Seymour delante de todos. La reina estaba destrozada por la pérdida del bebé -un varón, por cierto- y, salvo unos pocos, no había nadie que la consolara. La corte se apresuró a alinearse con lo que iba a ser el nuevo régimen, mientras el rey buscaba una manera de liberarse de la reina, por las buenas o por las malas.

Elizabeth meneó la cabeza.

– No entiendo cómo la Seymour pudo sorberle el seso a Enrique Tudor. Ya ha pasado los treinta, tiene una barbilla huidiza, doble mentón y una cabellera del color del estiércol. No es bella en absoluto, ni joven. ¡Y esa boquita tan fruncida! ¡Si dan ganas de partirte un palo por la cabeza!

– Pero es dócil y obediente -acotó Flynn-. Jamás levanta la voz y se ha aliado con lady María.

– Es ladina y astuta -dijo Elizabeth, sin andarse con vueltas.

– Así es -coincidió él-. Pero déjame continuar con el relato. La señorita Seymour, como la reina, coqueteaba con el rey al tiempo que lo mantenía a distancia. Enrique le hizo muchos regalos. Según dicen, en Pascua le dio una bolsa repleta de monedas de oro que ella se negó a aceptar, alegando que ese tipo de obsequios no era el adecuado en ese momento. El rey no veía la hora de librarse de la reina y reclutó a Cromwell para llevar a cabo su pérfido designio. Elizabeth se estremeció.

– O sea que le metieron un zorro en el gallinero y la desollaron viva. Ese hombre es un malvado.

– Cromwell forjó una alianza. Y de pronto, la pobre Ana Bolena fue acusada públicamente de conducta inmoral. Henry Norris y William Brereton, dos ancianos caballeros a su servicio, fueron arrestados y llevados a la Torre junto con Francis Weston, lord Rochford y un joven músico también perteneciente a su séquito, un tal Mark Smeaton.

– Pero Norris y Weston han servido a los Tudor desde tiempos inmemoriales. Norris ya no tiene edad para enredarse en amoríos y, por otra parte, es demasiado caballero para hacer una cosa semejante -protestó Elizabeth.

– Norris negó haber cometido cualquier acto deshonroso, pero lo torturaron cruelmente hasta que confesó todo cuanto deseaban escuchar: que había cometido adulterio con la reina. Pero todos saben que es mentira. George Bolena, lord Rochford, fue sometido a juicio por mantener relaciones incestuosas con su hermana. Todos, sin excepción, fueron condenados.

– ¡Dios misericordioso! -exclamó Elizabeth, consternada-. ¿Y la reina?

– La arrestaron el 2 de mayo y la encerraron en la Torre. Fue juzgada el 15 de ese mes y la encontraron culpable de infidelidad y adulterio. También la acusaron de haber tramado la muerte del rey valiéndose de la brujería, de sabotear la sucesión, de cometer pecados demasiado abyectos para mencionarlos y de deshonrar a su esposo, Enrique Tudor, a su hija lady Isabel, e incluso al reino mismo.

– Querrá usted decir la princesa Isabel -acotó Baen, fascinado y a la vez horrorizado por lo que Flynn Estuardo estaba contando. Ese asunto no podía tener un final feliz y su esposa se iba a sentir devastada. Alargando el brazo, tomó la mano de ella entre las suyas.

– No, lady Isabel -continuó el escocés-. Se convocó a un nuevo parlamento para legislar el cambio en la línea sucesoria. Encontraron testigos corruptos dispuestos a proporcionar pruebas falsas que corroborasen las acusaciones contra Ana. Fue condenada y sentenciada a morir en la hoguera o decapitada, según lo que decidiera el rey.

Elizabeth gritó como si un cuchillo le hubiera atravesado las entrañas.

– ¡Por el amor de Dios! ¿No le bastaba con anular el matrimonio y permitir que Ana se exiliara en Francia? ¿Era necesario condenarla a muerte? -exclamó la joven comenzando a sollozar.

Flynn Estuardo miró fijamente a Baen, como si le preguntase si debía continuar o no con el espantoso relato. Baen asintió en silencio y el escocés retomó la palabra.

– El 17 de mayo los cinco hombres fueron decapitados en la Torre Verde. A Smeaton y a Brereton los descuartizaron después de muertos y obligaron a Ana a contemplar el espectáculo. El día que la condenaron, el arzobispo Cranmer declaró nulo el matrimonio del rey y la reina por razones de consanguinidad, dada la relación previa de Enrique con la hermana de la reina. En consecuencia, la hija de Ana Bolena y Enrique Tudor fue declarada ilegítima.