– El maldito Cranmer no se mostró tan escrupuloso cuando coronó a Ana reina de Inglaterra -comentó amargamente Elizabeth-. Me pregunto cómo responderá ante Dios por haber participado en esta terrible parodia. -La joven hizo una pausa y luego clavó los ojos en los de Flynn-: Está muerta, ¿verdad?
El escocés asintió con la cabeza.
– Cuando la encerraron en la Torre le concedieron cuatro asistentes, todos ellos hostiles a su persona. A Margaret Lee le permitieron alojarse allí, pero le prohibieron ver a la reina. Sin embargo, creo que William Kingston, el alguacil de la Torre, dejó que Ana y su amiga se encontrasen de tanto en tanto. A esa altura de los acontecimientos, la reina ya estaba medio loca. Temía por el destino de su hija y se disculpó ante lady María por cualquier desdicha que le hubiera causado. También le pidió que cuidara a su media hermana, lady Isabel. Por último se confesó, comulgó y se declaró inocente de todo cuanto se le imputaba. Incluso el sacerdote que la asistió afirmó en privado que la reina era una mujer inocente. El 19 de mayo a la mañana, la reina se puso un hermoso vestido de brocado gris y se recogió el cabello bajo una cofia de terciopelo negro ribeteada de perlas. Sir William la escoltó hasta el cadalso, donde se quitó la cofia y puso de inmediato la cabeza en el tocón. El lugar estaba repleto de cortesanos y de espectadores que llegaban de todas partes. Por orden del rey, no se permitió la presencia de extranjeros. El día era soleado y diáfano. Enrique no quiso que la quemaran e hizo venir a un verdugo de Calais -un consumado espadachín- para llevar a cabo la ejecución. Entre las cuatro mujeres que la habían escoltado hasta el cadalso se encontraba Margaret Lee, a quien Ana le había regalado su libro de oraciones. Dicen que al final habló con valentía. Yo no pude estar presente, pero me enteré de lo ocurrido por los secretarios de Cromwell, que lo acompañaron a la ejecución. El duque de Norfolk también estuvo allí.
– El muy maldito no se habría perdido el espectáculo por nada del mundo -dijo Elizabeth furiosa. En ese momento le resultaba imposible llorar. Lo haría más tarde, cuando estuviera sola.
– El rey se casó casi de inmediato con Jane Seymour, que es actualmente la nueva reina de Inglaterra -agregó Flynn.
– ¿Al menos la enterraron con honores?
– Lamentablemente, no. No habían preparado ningún ataúd. Las mujeres envolvieron la cabeza en un lienzo y la colocaron junto al cuerpo, en una vieja caja de madera destinada a guardar flechas. Está enterrada en la iglesia de san Pedro, en la Torre. Siento haber sido yo el portador de tan nefastas noticias, pero debías conocer la verdad, Elizabeth.
La joven se puso de pie y lo miró con tristeza.
– Gracias, Flynn Estuardo -le dijo con voz serena y luego abandonó el salón. Las lágrimas todavía no afloraban a sus ojos. Ana Bolena, esa ambiciosa y asustadiza muchacha, estaba muerta. Ana, su querida amiga. El corazón le pesaba como una piedra. Se prometió que jamás volvería al sur.
Al día siguiente, se despidió de Flynn Estuardo y le deseó buena suerte en su matrimonio. Luego envió un mensajero a Otterly rogándole a su tío que viniera lo antes posible.
Thomas Bolton no se hizo esperar. Cuando su sobrina concluyó el relato, meneó la cabeza, consternado.
– Me he vuelto demasiado viejo para comprender el comportamiento de los poderosos. O para excusar sus excesos. Que Dios acoja en su seno a la pobre reina Ana y le permita descansar en paz, querida muchacha. Como dijo tu amigo, muchos creen en su inocencia, y yo también. La conducta del rey fue vengativa y cruel. La única capaz de suavizar el temperamento salvaje de Enrique Tudor era la princesa de Aragón. En ese sentido, su influencia fue benéfica. ¿Todavía no has llorado, sobrina? Pues deberías llorar a moco tendido o acabarás por enfermarte.
– No puedo llorar, tío. Aún estoy atontada por el golpe.
Lord Cambridge permaneció varios días en Friarsgate. La mañana en que se disponía a regresar a Otterly, llegó un mensajero de parte de la condesa de Witton con una carta para Elizabeth. Luego de leerla, la joven se largó a llorar desconsoladamente. Los sollozos la estremecían de pies a cabeza, como si provinieran de las insondables profundidades de su corazón, de ese lugar del alma al que solo se accede a través del amor más sublime o del dolor más intenso. Asombrados, los tres hombres aguardaron a que se calmara.
El primero en romper el silencio fue Thomas Bolton.
– Querida mía, ¿qué te ha escrito tu hermana para ponerte en ese estado?
Elizabeth levantó los ojos del pergamino y dijo:
– Ana… Anita le dejó a Hughie su propio laúd, tío.
– Que nadie en esta familia hable mal de la infortunada reina. A despecho de cuanto se dijo de ella, era una buena mujer y nunca la olvidaremos. Si alguien puede vivir en un corazón ajeno, entonces Ana no ha muerto del todo. Oh, sobrina, ya has llorado a tu amiga y ahora debes seguir adelante. Sonríe, sonríele a tu viejo y estrafalario tío. Es lo que ella hubiera querido. Recuerda: Ana Bolena nunca vivió a medias sino que lo hizo con gusto, con estilo, con elegancia, y tú deberías seguir su ejemplo… bueno, tal vez no al pie de la letra -dijo Thomas Bolton besándola en la frente.
Elizabeth se echó a reír tan súbitamente como había empezado a llorar.
– Oh, Tom, no hay nadie en el mundo capaz de comprender la vida como tú lo haces. No cambies nunca, por favor.
– Querida, a mis años cambiar es una proeza, pero si no estamos dispuestos a aceptar lo nuevo, terminaremos por oxidarnos y nos crujirán las coyunturas. ¿Valdría la pena vivir si todo fuera siempre lo mismo? No. Yo nunca miro hacia atrás, Elizabeth, porque siento curiosidad por ver lo que me espera en el futuro. Por cierto, ese rasgo de mi carácter me ha acarreado algunas dificultades en otros tiempos, ¿no es cierto, querido Will?
– En efecto, milord -el tono de voz de William Smythe era seco, aunque la sonrisa lo delataba.
– Bueno, mi ángel, es hora de emprender el tedioso regreso a Otterly. Volveré en otra ocasión, pues pese al horror que me produce la vida rústica, adoro Friarsgate. -La besó una vez más-. ¡Adiós, adiós, preciosa! Cuídate y trata de hacer feliz a tu escocés, aunque veo que ya has hechizado por completo a ese delicioso muchacho.
Elizabeth y Baen salieron a despedir a lord Cambridge y a su fidelísimo Will. Y se quedaron mirando mientras los dos hombres trotaban, camino abajo, en sus cómodas cabalgaduras, ambas de color blanco amarillento y ambas igualmente castradas.
– Él tiene razón -dijo Baen con voz serena-. Es preciso seguir adelante con nuestra vida. Nunca te sentiste a gusto en la corte.
– No -admitió ella, y luego dijo-: Hoy es la noche de San Juan, Baen MacColl. ¿Recuerdas la primera noche de San Juan que pasamos juntos?
– Sí, mi amor, la recuerdo perfectamente. ¿Deseas volver a ese verano, Bessie? -le preguntó, el rostro iluminado por una inefable sonrisa.
– No. Quiero mirar al futuro y atesorar recuerdos nuevos, especialmente esta noche -repuso Elizabeth recogiéndose las faldas azules y echando a correr rumbo al lago. A mitad de camino, se detuvo un instante para darse vuelta-: ¡Y no me llames Bessie!
Bertrice Small
Nacida en Manhattan, Bertrice Small ha vivido al este de Long Island durante 31 años, lugar que le encanta. Sagitaria, casada con un piscis, sus grandes pasiones son la familia, sus mascotas, su jardín, su trabajo y la vida en general.
Es autora de 41 novelas, 36 de ellas históricas, 3 de fantasía y 2 de romance contemporáneo, además de 4 historias cortas de temática erótica. Los libros de Bertrice han figurado en lo más alto de las listas de ventas, siendo la autora una habitual del «New York Times», el «Publishers Weekly», el «USA Today», y el «L.A. Times».
Ha recibido numerosos premios entre los que destaca el Romantic Times por toda su carrera en 2004, un Silver Pen, un Golden Leaf y varios Romantic Times concedidos por los lectores. Bertrice Small es una autora muy involucrada con la comunidad literaria y es miembro, entre otros, de The Authors Guild, Romance Writers of America, PAN, y PASIC, una sección de RWA dedicada a ayudar a nuevos escritores.