5. FIBEN
—Patrullera TAASF Bonobo llamando a patrullera Procónsul… Fiben, estás de nuevo fuera de sincronización. Vamos, viejo chimp, intenta arreglarlo, ¿quieres?
Fiben luchaba con los controles de su vieja nave espacial de fabricación alienígena. Sólo el micrófono abierto le impedía expresar su frustración de un modo irreverente. Finalmente, golpeó desesperado el panel de mandos provisional que los técnicos habían instalado en Garth.
¡Funcionó! Una luz roja se apagó al tiempo que los nonios de antigravedad se liberaron. Fiben suspiró. ¡Por fin!
Por supuesto, su placa de protección visual, con todo aquel esfuerzo, se había empañado.
—Después de todo ese tiempo, uno pensaría que podrían crear un traje de mono decente —gruñó mientras ponía en marcha el desempañado. No había pasado más de un minuto antes de que las estrellas reaparecieran.
—¿Qué es eso, Fiben? ¿Qué has dicho?
—He dicho que tendré este trasto en línea a tiempo. Los ETs no se decepcionarán.
El argot popular para designar a los alienígenas galácticos tenía su raíz en la abreviación de la palabra «extraterrestres». Pero a Fiben también le hacía pensar en la comida.[1] Había subsistido con la pasta de la nave durante días. ¡Hubiera dado cualquier cosa por un buen pollo fresco y un bocadillo de hojas de palmito!
Los especialistas en nutrición estaban siempre pendientes de controlar el apetito de los chimps. Decían que comer demasiado era malo para la presión sanguínea. Fiben suspiró.
Heck, me conformaría con un bote de mostaza y la última edición del Times de Puerto Helenia, pensó.
—Dime, Fiben, tú estás siempre al día de los últimos rumores. ¿Hay alguien que sepa ya quién nos está invadiendo ?
—Bueno, conozco una chima en la oficina de la Coordinadora que me ha dicho que tiene una amiga en el Servicio de Inteligencia que piensa que son los bastardos de los soro o tal vez los tandu.
—¡Tandu! Espero que estés bromeando. —Simón parecía estupefacto y Fiben tuvo que darle la razón. Hay cosas que no debían ni siquiera pensarse.
—Bueno, supongo que sólo se trata de un grupo de jardineros Unten que viene a visitarnos para ver si tratamos a las plantas adecuadamente.
Simón rió y Fiben se sintió contento. Tener un piloto de flanco alegre era mejor que cobrar la mitad de la paga de un oficial de la reserva.
Encaminó su pequeño esquife espacial hacia la trayectoria asignada. La patrullera, que había sido adquirida a un chatarrero xatinni que estaba de paso, era en realidad algo más vieja que su propia raza sapiente. Mientras sus ancestros estaban todavía acosando mandriles en los árboles africanos, esta nave guerrera había contemplado acciones bajo distantes soles, pilotada por manos, garras o tentáculos de otras pobres criaturas igualmente predestinadas a las escaramuzas y muertas en inútiles batallas interestelares.
A Fiben se le habían concedido sólo dos semanas para estudiar los gráficos y recordar la suficiente escritura galáctica para leer los instrumentos. Por fortuna, los diseños habían cambiado lentamente en la eónica cultura galáctica y había elementos básicos que muchas naves espaciales tenían en común.
Una cosa era cierta, la tecnología galáctica era impresionante. Las mejores naves de la Humanidad todavía se compraban, no eran de fabricación terrestre. Y a pesar de que este viejo cacharro era defectuoso y decrépito, probablemente seguiría existiendo después de que él muriera.
Alrededor de Fiben centelleaban brillantes campos estelares, salvo en el punto en que la negrura de la nébula Spoon oscurecía la gruesa banda del disco galáctico. En esa dirección se encontraba la Tierra, el hogar que Fiben no había visto nunca y que ahora, probablemente, nunca vería.
En el otro lado, Garth era un brillante resplandor verde sólo a tres millones de kilómetros a sus espaldas. La pequeña flota de este planeta era demasiado diminuta para cubrir los distantes puntos de transferencia hiperespaciales, o incluso el sistema interno. Su grupo de patrulleras destartaladas, los minadores de meteoritos Y sus cargueros, más tres modernas corbetas, difícilmente eran adecuados para cubrir el propio planeta.
Por suerte Fiben no estaba al mando de ella, de modo que no tenía que ocupar su mente en lo desesperanzado de sus expectativas. Lo único que debía hacer era cumplir su misión y esperar. No planeaba dedicar su tiempo a contemplar la aniquilación.
Intentó distraerse pensando en la familia Throop, el pequeño clan de participación de la isla Quintana que lo había invitado hacía poco a que se uniese a ellos en sus grupos de matrimonio. Para un chimp moderno, era una decisión muy seria, lo mismo que cuando dos o tres seres humanos decidían casarse y formar una familia. Había estado sopesando la posibilidad durante semanas.
El Clan Throop tenía una casa hermosa y cómoda, buenas costumbres en cuanto a limpieza y unas profesiones respetables. Los adultos eran unos chimps atractivos e interesantes, todos ellos con certificado genético de color verde. Socialmente, sería un buen avance.
Pero también tenía sus inconvenientes. Primero, tendría que dejar Puerto Helenia y regresar a las islas, en las que aún vivían la mayoría de colonos humanos y chimps. Fiben no estaba seguro de estar dispuesto a ello. Le gustaban los espacios abiertos del continente, la libertad de las montañas y la salvaje campiña de Garth.
Y había otra consideración importante. Fiben se preguntaba si los Throop lo querían de verdad o era porque el Cuadro de Elevación de Neochimpancés le había concedido el carnet azul, un certificado para poder reproducirse libremente.
Sólo el carnet blanco era superior. El estatus azul significaba que podía unirse a cualquier grupo de matrimonio y engendrar hijos con sólo un mínimo asesoramiento genético. Era algo que inevitablemente había influido en la decisión del Clan Throop.
—Oh, deja ya de divagar —murmuró para sí mismo. De todas formas, la cuestión era discutible. Y en aquellos momentos no apostaría demasiado a favor de sus posibilidades de volver de nuevo a casa sano y salvo.
—Fiben. ¿Estás aún ahí, muchacho? —Sí, Simón. ¿Qué sucede?
Hubo una pausa. —Acabo de recibir una llamada del mayor Forthness.
Dice que esa abertura en el cuarto dodecanato lo llena de intranquilidad.
—Los humanos siempre están intranquilos. —Fiben bostezó—. Siempre preocupándose. Eso les pasa por ser tutores modelo.
Su compañero estalló en risas. En Garth estaban de moda, incluso entre los chimps bien educados, las tomaduras de pelo. La mayor parte de los mejores humanos se tomaban las burlas con buen humor, y los que no, hacían oídos sordos.
—Te diré una cosa —continuó—. Iré hacia el cuarto dodecanato y le echaré un vistazo para el mayor.
—Se supone que no deberíamos separarnos. —La voz protestó débilmente por los auriculares. Y sin embargo, ambos sabían que aquello apenas iba a marcar diferencia en el vuelo a que se iban a enfrentar.
—Volveré en un santiamén —aseguró Fiben a su amigo—. Guárdame algunos plátanos.
Ajustó el estasis y los campos de gravedad de un modo gradual como si la vieja máquina fuera una chima virgen en su primer encuentro amoroso. Suavemente, la patrullera fue adquiriendo aceleración.