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Por supuesto, la mayoría eran cuentos. Habladurías y exageraciones. El tipo de cosas que pueden esperarse de los lobeznos que viven al borde de las tierras baldías. Y, sin embargo, habían hecho brotar en él una idea.

Uthacalthing escuchó con atención a los oficiales que informaron por turno. Pero al final se produjo una larga pausa: el silencio de unas personas valientes que compartían el sentido común de su destino. Sólo entonces se aventuró a hablar con voz pausada:

—Coronel Maiven ¿está seguro de que lo que el enemigo persigue es aislar a Garth?

—Señor embajador —el canciller de defensa hizo una reverencia ante Uthalcalthing—, sabemos que el hiperespacio está siendo minado por cruceros enemigos a una proximidad de seis millones de pseudometros y al menos en cuatro de los niveles principales.

—¿Incluido el nivel-D?

—Sí, ser. Eso, por supuesto, significa que no nos atrevemos a mandar ninguna de nuestras naves de armamento ligero a cualquiera de los pocos hipercaminos disponibles, aun en el caso de que pudiéramos prescindir de alguna de ellas para la batalla. Y eso también significa que quien intente entrar en el sistema de Garth ha de estar muy decidido a ello.

Uthacalthing estaba impresionado. Han minado el nivel-D. No creía que se molestasen en hacerlo. En verdad no quieren que nadie interfiera en esta operación.

Esto suponía un coste y unos esfuerzos sustanciales. Alguien estaba dilapidando en esta operación.

—La cuestión es discutible. —La Coordinadora Planetaria miraba por la ventana hacia las ondulantes praderas, sus granjas y estaciones de estudio del medio ambiente. Justo debajo de la ventana, un chimp jardinero montado en un tractor cuidaba del amplio campo de césped importado de la Tierra, que rodeaba la residencia del gobierno—. La última nave correo —dijo dirigiéndose a los demás— trajo órdenes del Concejo de Terragens. Tenemos que defendernos lo mejor que podamos, por nuestro honor y por la Historia. Pero, además de todo ello, lo único que podemos esperar es mantener algún tipo de resistencia clandestina hasta que nos llegue ayuda del exterior.

El yo profundo de Uthacalthing casi rió en voz alta ya que, en aquel momento, todos los humanos de la habitación intentaban con todas sus fuerzas no mirarlo. El coronel Maiven se aclaró la garganta y examinó su informe. Sus oficiales contemplaban las brillantes y floridas plantas. Y sin embargo, lo que estaban pensando resultaba obvio.

De los pocos clanes galácticos con los que la Tierra podía contar como amigos, sólo los tymbrimi tenían el potencial militar para prestar ayuda en la crisis. Los humanos tenían confianza en que los tymbrimi no abandonarían a los hombres y a sus pupilos.

Y eso era bien cierto. Uthacalthing sabía que los aliados iban a afrontar juntos esta crisis.

Pero también resultaba claro que el pequeño Garth estaba muy alejado y, en aquellos momentos, los mundos nativos tenían la máxima prioridad.

No importa, pensó Uthacalthing. Los mejores medios para lograr un fin no son siempre los más directos.

Uthacalthing no rió en voz alta a pesar de las ganas que tenía de hacerlo, ya que eso desanimaría a esa pobre y apenada gente. En el transcurso de su vida diplomática había conocido a algunos terrestres que poseían un don natural para el mejor tipo de bromas; algunos incluso podían equipararse a los tymbrimi. Y sin embargo, la mayoría de ellos eran tipos terriblemente sobrios, austeros. Muchos intentaban con todas sus fuerzas permanecer serios en momentos en los que sólo el humor podía ayudarles a superar sus problemas.

Uthacalthing se preguntó:

Como diplomático, me han enseñado a controlar cada palabra, para que la inclinación de nuestro clan a las bromas no nos costase serios incidentes. Pero ¿ha sido esto inteligente? Mi propia hija ha heredado esta costumbre mía… esta máscara de seriedad. Tal vez sea por eso que se ha convertido en una criatura tan seria y extraña.

Pensar en Athaclena le hizo desear no tomarse la situación en serio. De otro modo, podía tomárselo a la manera humana y considerar el peligro en que ella se encontraba. Sabía que Megan se preocupaba por su hijo. Subestima a Robert, pensó Uthacalthing. Tendría que conocer mejor el potencial del muchacho.

—Estimadas damas y caballeros —dijo, saboreando los arcaísmos. Divertido, sus ojos se separaron un poco—. Podemos esperar que los fanáticos lleguen dentro de pocos días. Ya han trazado planes para ofrecer toda la resistencia que sus escasos recursos les permitan. Esos planes cumplirán su función.

—¿Y sin embargo? —Fue Megan Oneagle quien hizo la pregunta, con una ceja arqueada sobre sus ojos castaños, situados a suficiente distancia como para resultar atractivos en el sentido tymbrimi clásico.

Ella sabe igual que yo que se necesita mucho más. Si Robert tiene la mitad de inteligencia que su madre, no me preocuparé por Athaclena, mientras vaga en los oscuros bosques de este triste y baldío mundo.

—Sin embargo —repitió, haciendo temblar su corona—, se me ocurre que ahora sería un buen momento para consultar la sección de la Biblioteca.

Uthacalthing notó que los había decepcionado. ¡Criaturas asombrosas! El escepticismo tymbrimi hacia la cultura galáctica moderna nunca había llegado tan lejos como el sincero desdén que muchos humanos sentían por la Gran Biblioteca.

Lobeznos. Uthacalthing suspiró para sus adentros. En el espacio superior de su cabeza formó el glifo llamado syullf-tha, la anticipación de un misterio casi demasiado complicado para ser resuelto. El espectro se revolvió, expectante, invisible para los humanos, aunque por. un momento la atención de Megan se dirigió hacia él como si estuviese a punto de notar alguna cosa.

¡Pobres Lobeznos! A pesar de todos sus fallos, es en la Biblioteca donde comienzan y terminan todas las cosas. Siempre, en algún lugar de ese tesoro de conocimientos, puede hallarse una piedra preciosa de sabiduría y una solución. Hasta que no aprendáis esto, amigos míos, un inconveniente tan pequeño como unas flotas enemigas seguirá arruinando maravillosas mañanas de primavera como ésta.

7. ATHACLENA

Robert se abría camino unos pocos metros delante de ella, utilizando un machete para cortar las ramas que, de vez en cuando, obstruían el estrecho sendero. Los brillantes rayos del sol, Gimelhai, se filtraban a través del follaje del bosque, y el aire primaveral era cálido.

Athaclena se sentía a gusto por el paso tranquilo que llevaban. Habiendo distribuido su peso de una forma distinta de la acostumbrada, caminar era ya de por sí una aventura. Athaclena se preguntaba cómo podían soportar las mujeres humanas tener la mayor parte de su vida unas caderas tan anchas. Tal vez era el sacrificio que debían pagar por tener niños de cabeza grande, en lugar de dar a luz un tiempo antes y, de un modo sensato, guardar al niño en una bolsa postparto.

Este experimento, cambiar sutilmente la forma de su cuerpo para parecerse más a una humana, era uno de los aspectos más fascinantes de su visita a una colonia de la Tierra. En verdad no hubiese podido pasar tan inadvertida entre los habitantes de un mundo de reptiloides, como los soro, o de criaturas anulares, como los jofur. Y con este proceso había aprendido mucho más sobre control fisiológico de lo que los profesores habían podido enseñarle en sus años de escuela.

No obstante, los inconvenientes eran considerables, y pensó dar por finalizado el experimento.

Oh, Ifni. En los extremos de sus zarcillos danzó un glifo de frustración. Llegado este punto, volver atrás no compensaría tal esfuerzo.