Había, sin embargo, límites para lo que la siempre adaptable fisiología tymbrimi podía conseguir. Someterse a muchas alteraciones en un breve espacio de tiempo podía acarrear el riesgo de una combustión excesiva de enzimas.
De todos modos, resultaba halagador captar los conflictos que tomaban forma en la mente de Robert. ¿Se siente atraído por mí?, se preguntó Athaclena. Un año antes la misma idea le hubiera chocado. Incluso los chicos tymbrimi la ponían nerviosa, ¡y Robert era un alienígena!
Ahora, sin embargo, por alguna razón, sentía más curiosidad que repulsión.
Había algo casi hipnótico en el balanceo uniforme de la mochila que llevaba a la espalda, en el ritmo de sus suaves botas en el duro camino, y en el calentamiento de los músculos de las piernas, acostumbrados durante tanto tiempo a las calles de la ciudad. Aquí, en las altitudes medias, el aire era cálido y húmedo. Transportaba miles de preciosos aromas, oxígeno, humus en descomposición, y el olor rancio del sudor humano.
Mientras Athaclena iba en pos de su guía por un sendero con precipicios a ambos lados, se oyó en la distancia un sordo retumbo frente a ellos. Parecía el ruido de unos motores grandes, o tal vez el de una planta industrial. El ruido desaparecía y volvía a aparecer cada vez que doblaban un recodo del camino, más fuerte a medida que se acercaban a su misteriosa fuente de origen. Al parecer, Robert gozaba con la sorpresa y Athaclena se tragó su curiosidad y no hizo pregunta alguna.
Pero al fin, Robert se detuvo y esperó en una curva del sendero. Cerró los ojos, concentrándose, y Athaclena creyó percibir durante sólo un instante los centelleantes amagos de un glifo de emoción. En lugar de una verdadera acción de captar, lo que le llegó a la mente fue una imagen visual, una alta y ruidosa fuente pintada con unos chillones y desenfrenados verdes y azules.
En realidad está mejorando mucho, pensó Athaclena. Luego se reunió con él en el recodo del camino y suspiró por lo bajo, sorprendida.
Gotitas, trillones de pequeñas lentes líquidas, centelleaban a través de los rayos de sol que penetraban en el espeso bosque. El ruido sordo que los había acompañado durante una hora se había convertido en un estrépito atronador que hacía temblar las ramas de los árboles a izquierda y a derecha, retumbando a través de las piedras y de sus propios huesos. Allí delante, una gran catarata caía sobre piedras de lisa superficie, precipitándose en forma de espuma y salpicaduras en un cañón formado a lo largo de tenaces años.
La catarata era un derroche de naturaleza que saltaba de un modo más exuberante que el más atrevido equilibrista humano, más orgullosa que cualquier poeta sensitivo.
Era demasiado para ser absorbido sólo con los ojos y los oídos, y los zarcillos de Athaclena empezaron a ondularse buscando, captando, uno de esos momentos de los que hablaban los tymbrimi formadores de glifos… esos momentos en que un mundo parece entrar en la mezcla de empatía reservada sólo a los seres vivos. En un instante comprendió que el antiguo Garth, herido y maltratado, aún podía cantar.
Robert sonrió. Athaclena buscó sus ojos y le devolvió la sonrisa. Sus manos se encontraron y se unieron. Durante un largo y silencioso instante permanecieron juntos, contemplando el resplandor de los arco iris en el fluir percutiente de la naturaleza.
Por extraño que parezca, este espectáculo sólo consiguió entristecer a Athaclena y hacerla lamentarse de haber visitado ese mundo. No hubiera querido descubrir belleza en él. Eso le hacía parecer aún más trágico el destino del pequeño planeta.
¿Cuántas veces había deseado que Uthacalthing no aceptase ese puesto? Pero los deseos pocas veces se cumplen.
Por más que lo amase, a Athaclena su padre siempre le había parecido un ser impenetrable. Sus razonamientos eran a menudo demasiado complicados para que ella pudiera comprenderlos; sus acciones, demasiado imprevisibles. Como el hecho de haber aceptado ese puesto, cuando hubiese podido conseguir otro más prestigioso sólo con pedirlo.
Y mandarla a las montañas con Robert…, no era únicamente por «su seguridad», lo sabía bien. ¿Se trataba en realidad de que daba crédito a esos ridículos rumores sobre exóticas criaturas montañesas? Seguro que no. Probablemente Uthacalthing le había sugerido aquella idea para distraerla de sus preocupaciones.
Entonces pensó en otro posible motivo.
¿Creía su padre que ella podría establecer un vínculo amoroso con un humano? Sus fosas nasales adquirieron el doble de su tamaño habitual ante tal pensamiento. Con suavidad, ordenando su corona para que sus sentimientos permaneciesen ocultos, se desasió de la mano de Robert y se sintió aliviada cuando éste no hizo nada por retenerla.
Athaclena se cruzó de brazos y tembló.
En su hogar, había realizado unas pocas tentativas de relacionarse con los muchachos, pero en la mayoría de casos fueron deberes impuestos por su rango. Antes de la muerte de su madre, esto había ocasionado un buen número de disputas familiares. Mathicluanna se desesperaba ante la actitud extrañamente reservada y solitaria de su hija. Pero, al menos, el padre de Athaclena no la había molestado para que hiciera más de lo que en realidad estaba preparada para hacer.
¿Hasta ahora, quizás?
Robert era en verdad atractivo y encantador. Con sus altos pómulos y los ojos agradablemente separados, era todo lo guapo que un humano podía aspirar a ser. Y, sin embargo, el hecho de estar pensando en esos términos la dejaba asombrada.
Sus zarcillos se crisparon. Sacudió la cabeza y borró un glifo aun antes de poder percatarse de que se hubiera formado. Éste era un tema que no deseaba considerar por ahora, menos incluso que la posibilidad de una guerra.
—La cascada es hermosa, Robert —afirmó en un ánglico muy cuidado—. Pero si nos quedamos aquí más tiempo, pronto estaremos completamente empapados.
—Ah, sí. —Él parecía regresar de una contemplación distante—. Vámonos, Clennie. —Se adelantó con una breve sonrisa. Sus ondas de empatía humanas eran vagas y distantes.
El bosque pluvial se extendía en largos dedos entre las colinas, volviéndose más húmedo y denso a medida que ganaban altitud. Las pequeñas criaturas garthianas, tímidas y escasas en las tierras bajas, susurraban bromas entre la espesa vegetación, y a veces los desafiaban con chillidos descarados.
Pronto llegaron a la cima de una colina, en la que sobresalían unas piedras-aguijón, desnudas y grisáceas como las placas óseas de algunos de esos antiguos reptiles que Uthacalthing le había mostrado en un libro sobre la historia de la Tierra. Mientras se quitaban las mochilas para descansar, Robert dijo que nadie podía explicarse esas formaciones que coronaban muchas de las colinas que precedían a las Montañas de Mulun.
—Ni siquiera la sección de la Biblioteca en la Tierra tiene ninguna referencia —dijo mientras frotaba con la mano uno de los salientes monolitos—. Hemos solicitado una investigación de baja prioridad a la sección del distrito de Tanith. Quizá dentro de un siglo, o algo así, los ordenadores del Instituto de la Biblioteca puedan sacar a la luz un informe sobre una raza extinguida desde hace mucho tiempo que vivió aquí, y entonces tendremos la respuesta.
—Pero te gustaría que no fuera así —sugirió ella.
—Preferiría que siguiera siendo un misterio —dijo Robert encogiéndose de hombros—. Tal vez nosotros seamos los primeros en descubrirlo. —Miró las piedras con aire melancólico.
A muchos tymbrimi les ocurría lo mismo: preferían un buen misterio a cualquier hecho comprobado. No así Athaclena. Esa actitud, ese desdén hacia la Gran Biblioteca, le resultaban absurdos.