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Sin la Biblioteca y los demás Institutos Galácticos, las razas que respiran oxígeno, predominantes en las Cinco Galaxias, hubieran caído en la confusión mucho tiempo atrás y terminado probablemente en una guerra salvaje y total.

Era cierto; la mayoría de clanes viajeros del espacio tenía una fe ciega en la Biblioteca. Y los Institutos sólo moderaban los altercados entre las líneas de tutores más mezquinos y vituperadores. La crisis actual era sólo la última en una serie que se remontaba a antes de que existiese ninguna de las actuales razas vivas.

Y, sin embargo, este planeta era un ejemplo de lo que podría pasar cuando fallara el control de la Tradición. Athaclena escuchaba los sonidos del bosque. Protegiéndose los ojos de la luz, observó una multitud de pequeñas criaturas peludas que saltaban de rama en rama en dirección al sol de la tarde.

—Si lo miras de un modo superficial, puedes no darte cuenta siquiera de que éste fue un mundo que sufrió un holocausto —dijo en voz baja.

Robert había colocado las mochilas a la sombra de una piedra-aguijón y había empezado a cortar lonchas de salchichón de soja y pan para la merienda.

—Han pasado cincuenta mil años desde que los bururalli destrozaron Garth, Athaclena. Ése es un período de tiempo suficiente para que muchas especies animales supervivientes se hayan multiplicado y hayan podido adaptarse al medio ambiente. Supongo que habría que ser zoólogo para darse cuenta de lo limitada que es la lista de especies.

La corona de Athaclena había adquirido su máxima extensión, captando los débiles rastros de emoción del bosque que la rodeaba.

—Me he dado cuenta, Robert —dijo—. Puedo sentirlo, Esta vertiente está viva, pero está solitaria. No tiene nada de la complejidad vital que un mundo en estado salvaje debe tener. Y tampoco hay ninguna huella de Potencial.

Robert asintió, pero ella notó lo distante que estaba de todo desde el punto de vista humano, el holocausto bururalli había sucedido hacía mucho tiempo, En aquel entonces los bururalli también habían sido nuevos liberados del contrato que los ataba a los nahalli, la raza tutora que los había elevado a la sensitividad. Fue un tiempo especial para los bururalli ya que sólo cuando el nudo de obligaciones por fin se aflojó, pudo esa raza pupila establecer por sí misma colonias no supervisadas Cuando llegó esa época, el Instituto Galáctico de Migración acababa de decidir que Garth, un planeta en barbecho, estaba preparado de nuevo para una ocupación limitada. Como siempre, el Instituto esperaba que las formas de vida locales, en especial aquellas que algún día podrían desarrollar un Potencial de Elevación, fueran protegidas por los nuevos inquilinos.

Los nahalli se jactaban de haber convertido a los bururalli, un grupo de carnívoros presensitivos, en un clan de ciudadanos galácticos perfectos, responsables y merecedores de toda confianza.

Pero quedó claro que los nahalli se habían equivocado por completo.

—Bueno, ¿y qué puedes esperar de una raza que se vuelve totalmente loca y se dedica a aniquilar todo lo que se le pone por delante? —preguntó Robert—. Algo salió mal y los bururalli se convirtieron en feroces guerreros y destrozaron el mundo que se suponía que debían cuidar. No es extraño que no detectes ningún Potencial en un bosque garthiano, Athaclena. Sólo las pequeñas criaturas que pudieron hacer madrigueras y esconderse sobrevivieron a la locura de los bururalli. Los animales más grandes y más brillantes han desaparecido como las nieves del año pasado.

Athaclena parpadeó. Justo cuando creía tener ya un buen dominio del ánglico, Robert le salía otra vez con esa afición humana a las metáforas. A diferencia de los símiles, que comparan dos objetos, las metáforas parecen afirmar, contra toda lógica, que dos cosas distintas ¡son iguales! Ningún otro lenguaje galáctico permitía tales absurdos.

Por lo general, solía apañárselas con aquellas extrañas yuxtaposiciones lingüísticas, pero ésta la había dejado confundida. Sobre su ondulante corona se formó brevemente el glifo teev’nus, que simboliza lo confuso de la comunicación.

—Sólo he oído breves relatos de esa era. ¿Qué les ocurrió después a los asesinos bururalli?

—Ah. —Robert se encogió de hombros—. Un siglo o más después de iniciado el holocausto se dejaron caer por aquí los agentes de los Institutos de Elevación y Migración Naturalmente, los inspectores quedaron horrorizados.

«Encontraron a los bururalli pervertidos casi hasta el limite de lo irreconocible, vagabundeando por el planeta y cazando todo lo que se les ponía a tiro. Por aquel entonces habían abandonado las horribles armas tecnológicas con las que habían empezado y estaban utilizando de nuevo los dientes y las garras. Supongo que por eso sobrevivieron algunos de los animales más pequeños.

«Los desastres ecológicos no son tan infrecuentes como el Instituto quiere hacer creer, pero éste fue un escándalo de gran magnitud. Se produjo una conmoción a lo largo y ancho de toda la galaxia. Los clanes más importantes enviaron naves de guerra bajo un mando unificado y pronto los bururalli dejaron de existir.

—Supongo que sus tutores, los nahalli, fueron castigados —comentó Athaclena después de un leve asentimiento.

—Claro. Perdieron su estatus y ahora son pupilos de otra raza; fue el precio de su negligencia. Nos han contado esta historia en la escuela muchas veces.

Cuando Robert volvió a ofrecerle salchichón, ella negó con la cabeza. Su apetito se había desvanecido.

—Así que los humanos habéis heredado otro mundo en recuperación.

—Sí —dijo Robert guardando la merienda—. Como somos tutores de dos pupilos, se nos ha de permitir el derecho a las colonias, pero los Institutos nos dan más que nada los despojos de los desastres de otras gentes. Tenemos que trabajar muy duro para que el ecosistema de Garth se restablezca pero, en realidad, Garth es muy bonito comparado con otros lugares. Tendrías que ver Deemi y Horst, en el cúmulo globular de Canaan. —He oído hablar de ello —comentó Athaclena temblando—. Me parece que no me gustaría ver nunca… Se detuvo a media frase. Me parece que no… Sus párpados se agitaron al tiempo que miraba a su alredededor sintiéndose de repente confundida. ¡Thu’un dun! Su pelo se extendió hacia afuera. Athaclena se puso en pie muy deprisa y anduvo, en semitrance, hacia donde las altísimas piedras aguijón dominaban las brumosas cimas del espeso bosque.

¿Qué ocurre? —Robert se acercó por detrás.

—Siento algo —dijo ella en voz baja.

—Uf, no me extraña en absoluto. Con ese sistema nervioso que tenéis los tymbrimi, y en especial por el modo en que has estado alterando tu cuerpo para complacerme no es raro que captes la estática.

—¡No lo he hecho sólo para complacerte —Athaclena meneó la cabeza negativamente—, arrogante macho humano! Y ya te pedí antes con toda amabilidad que fueses más cuidadoso con tus horribles metáforas. ¡La corona de un tymbrimi no es una radio! —Hizo un gesto con la mano—. Y ahora, por favor, calla un momento.

Robert permaneció en silencio. Athaclena se concentró, intentando captar de nuevo.

Puede que una corona no recoja la estática como una radio, pero es susceptible de sufrir interferencias. Estuvo buscando el aura que había sentido durante un breve instante, pero fue imposible. El torpe e impaciente flujo de empatía de Robert lo había estropeado todo.