Y en su mente se arremolinaron mil imágenes. Muchas de ellas representaban a su antigua ama y amiga.
—¡No! —Max se debatía en la búsqueda de una idea. Lo que tenía que hacer no era intentar no pensar en algo, sino encontrar otra cosa en que pensar. Tenía que encontrar algo nuevo en que centrar su atención durante los segundos que le quedaban antes de verse vencido.
¡Claro! Dejó que el enemigo lo guiase. Lo interrogaron durante semanas, preguntándole sólo por los garthianos. Garthianos, sólo garthianos. Se había convertido en una salmodia, y ahora era para él como un refugio.
¿Dónde están los presensitivos?, habían insistido una y otra vez. Max se concentró y consiguió reírse a pesar del dolor.
—Qué estúpidos… idiotas… imbéciles…
Se sintió invadido de desprecio por los galácticos.
¿Querían una proyección suya? Muy bien, pues que amplificasen aquélla.
Fuera, en los bosques y montañas sabía que estaba amaneciendo. Imaginó aquellos bosques y la forma más parecida a lo que supuso que debía de ser un garthiano, y se rió a grandes carcajadas.
Sus últimos momentos los pasó riéndose de la idiotez de la vida.
72. ATHACLENA
Las tormentas de otoño habían regresado una vez más, pero ahora en forma de gran frente ciclónico que azotaba el Valle del Sind. En Tas montañas, los rápidos vientos se convertían en salvajes rachas que arrancaban las hojas de los árboles y las hacían volar en densos remolinos. Los fragmentos adoptaban formas diabólicas en el cielo gris.
Y, como contrapunto, el volcán había empezado también a gruñir. Su retumbante queja era más baja y lenta que la del viento, pero sus temblores ponían más nerviosas a las criaturas del bosque que se agazapaban en sus espesuras o se agarraban a los bamboleantes troncos de los árboles.
La sapiencia no era una verdadera protección contra el abatimiento. En el interior de sus tiendas, en las laderas cubiertas de nubes, los chimps se apretaban unos contra otros y escuchaban los gimientes céfiros. De vez en cuando, uno de ellos cedía a la tensión y desaparecía chillando en la jungla, para regresar una hora más tarde desgreñado y avergonzado, con una estela de restos de follaje en sus espaldas.
También los gorilas estaban influenciados, pero lo demostraban de otro modo. Por la noche contemplaban las ondulantes nubes con una silenciosa y concentrada atención, husmeando el aire como si buscasen algo. Athaclena no podía precisar qué le recordaban; pero aquella noche, en su tienda, bajo la densa bóveda de la jungla, pudo oír su grave y átono cántico como respuesta a la tormenta.
Era una canción de cuna que la incitaba a dormir, pero haciendo que pagara un precio.
Expectativa… una canción así podría, evidentemente, hacer que regresara algo que nunca se había ido del todo.
La cabeza de Athaclena se movía inquieta en la almohada. Sus zarcillos se ondulaban… buscando, y eran repelidos, comprobaban y eran compelidos. Gradualmente, como si no existiera la urgencia, una esencia familiar se concentró.
—Tutsunucann… —jadeó, incapaz de despertarse o de evitar lo inevitable. Se formó sobre su cabeza, a partir de lo que no existía.
—Tutsunucann, s’ah brannitsun. A’lwillittit…
Los tymbrimi tenían soluciones mejores que la de pedir clemencia, en especial al universo de Ifni. Pero Athaclena se había convertido en algo que era a la vez más y menos que un mero tymbrimi. Tutsunucann tenía sus aliados. Estaba acompañado de imágenes visuales, de metáforas. Su aura de amenaza estaba amplificada; era casi palpable, llena de la sustancia de las pesadillas humanas.
—…s’ah brannitsun… —suspiró implorando en su sueño.
Los vientos de la noche movían la lona de su tienda de campaña y los sueños de su mente formaban las alas de unos enormes pájaros. Volaban malévolos sobre las copas de los árboles, y sus ojos fulgurantes no cesaban de buscar y buscar…
Un débil temblor volcánico sacudió la tierra bajo su lecho y Athaclena se estremeció, imaginando criaturas agazapadas: el Potencial muerto, desperdiciado y sin vengar de este mundo destruido por los bururalli tanto tiempo atrás… Serpenteaban bajo el suelo que se movía, buscando…
—S’ah brannitsun, íutsunucann.
El penacho de sus ondulantes zarcillos captaba algo semejante a telas y patas de arañas diminutas. El fluido gheer enviaba pequeños gnomos que se agitaban bajo su piel, preparando con presteza los indeseados cambios.
Athaclena gimió cuando el glifo de terrible risa expectante se acercó y la miró, se inclinó sobre ella y la tocó…
—¿General? ¿Señorita Athaclena? Discúlpeme, ¿está despierta? Siento mucho molestarla pero…
El chimp se interrumpió. Había apartado la lona de la tienda para entrar pero retrocedió consternado al ver que Athaclena se sentaba de repente, con los ojos totalmente separados, las pupilas dilatadas como un gato y los labios fruncidos en un rictus de terror soñoliento.
No parecía advertir la presencia del chimp. Éste parpadeó al ver las pulsaciones que avanzaban con lentitud, como olas inconexas, por su garganta y sus hombros. Encima de sus agitados zarcillos vislumbró por un instante algo terrible.
Estuvo a punto de salir huyendo, y necesitó un gran esfuerzo de voluntad para tragar saliva, calmarse y pronunciar unas entrecortadas palabras.
—Se… señora, p… por favor, soy yo, Sa… Sammy.
Muy despacio, como extraída por una gran fuerza de voluntad, la luz de la conciencia regresó a aquellos ojos moteados de oro. Con un suspiro tembloroso, Athaclena se estremeció y luego cayó hacia delante.
Sammy permaneció allí, sujetándola, mientras ella sollozaba. En aquel momento, asustado, sorprendido y atónito, lo único que podía pensar era en lo frágil y ligera que la sentía en sus brazos.
… entonces fue cuando Gailet se convenció de que cualquier treta, si es que la ceremonia era una treta, tenía que ser una treta sutil.
»El Suzerano de la Idoneidad parece haber cambiado totalmente de opinión con respecto a la Elevación de los chimps. Empezó convencido de que encontraría pruebas de la existencia de errores en el proceso y de que tal vez hasta podría conseguir que los neochimps fueran separados de los humanos. Pero ahora, el Suzerano parece buscar con ahínco a unos representantes adecuados de la raza…
La voz de Fiben Bolger procedía de un pequeño magnetófono que estaba sobre la tosca mesa de troncos de Athaclena. Ésta escuchaba la grabación que Robert le había enviado. El informe que el chimp había ofrecido en las cuevas tenía sus momentos divertidos. El buen humor de Fiben, junto con su penetrante ingenio, ayudaron a Athaclena a superar su depresión. Pero mientras explicaba las ideas de la doctora Gailet Jones acerca de las intenciones de los gubru, su voz se hizo más grave y el chimp pareció volverse más reticente, casi turbado.
Athaclena pudo sentir la incomodidad de Fiben a través de las vibraciones del aire. A veces no era necesaria la presencia física de otra persona para captar su esencia.