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Sonrió ante la ironía. Está empelando a saber quién es y qué es, y eso lo aterroriza. Athaclena sintió simpatía hacia él. Una persona cuerda desea paz y serenidad, y no ser el mortero en el que se trituran los ingredientes del destino.

Tenía en la mano el cofrecillo con la hebra que le había legado su madre, a la que ella había unido la de su padre. Al menos de momento, el tutsunucann parecía bajo control. Pero Athaclena sabía, en cierto modo, que el glifo había regresado para bien. Ya no podría dormir, no conseguiría descansar hasta que tutsunucann se convirtiera en algo distinto. Aquel glifo era una de las más grandes manifestaciones que se conocían de la mecánica quántica, una amplitud de probabilidad que zumbaba y vibraba en una nube de incerteza, preñada con mil millones de posibilidades. Una vez que la función de la onda se colapsara, todo lo que quedaría sería el destino.

delicadas maniobras políticas a muy distintos niveles: entre los líderes locales de la fuerza invasora, entre distintas facciones en el planeta natal de los gubru, entre éstos y sus enemigos y posibles aliados, entre los gubru y la Tierra, y entre los diversos Institutos Galácticos.

La muchacha acarició el cofrecillo. Captaba la esencia de Fiben.

Todo aquello era demasiado complejo. ¿Qué creía Robert que podría conseguir enviándole la grabación? ¿Se suponía que ella debía profundizar en algún vasto almacén de sabiduría galáctica, o ejecutar algún exorcismo, para ofrecerles, de algún modo, un plan que les sirviera de guía en todo aquello? ¿En todo aquello?

Suspiró. ¡Oh, padre, cómo debo de estar decepcionan’ dote!

.El cofrecillo parecía vibrar entre sus temblorosos dedos. Durante unos momentos le pareció que iba a caer en otro trance que la hundiría en la desesperación.

…¡Por Darwin, Goodall y la Armonía!

La voz del mayor Prathachulthorn la apartó de sus pensamientos, sobresaltándola. Siguió escuchando un poco más.

. ¡Un objetivo!…

Athaclena se estremeció. Las cosas, en verdad, estaban muy mal. Eso lo explicaba todo, en especial la repentina y grávida insistencia de un glifo impaciente. Cuando la grabación terminó, se volvió hacia sus ayudantes: Elayne Soo, Sammy y la doctora de Shriver. Los chimps la observaban, esperando.

—Tengo que ir a las tierras altas —les dijo.

—Pe… pero la tormenta, señora. No sabemos con seguridad si se ha alejado. Y además, está el volcán. Hemos pensado incluso en una evacuación.

—No estaré fuera mucho tiempo. —Athaclena se puso de pie—. Por favor, no mandéis a nadie para que me escolte o vigile. Eso sólo dificultaría lo que tengo que hacer.

Se detuvo a la entrada de la tienda y notó que el viento empujaba la lona como si buscase alguna abertura para penetrar en ella. Ten paciencia, ya voy.

—Por favor, preparad los caballos para cuando yo regrese —les dijo a los chimps en voz baja.

Abrió la tienda y salió. Los chimps se quedaron mirándose unos a otros y luego empezaron a prepararse silenciosamente para el día que estaba a punto de llegar.

El monte Fossey humeaba en lugares donde el vapor no podía ser atribuido del todo a la evaporación. De las hojas de los árboles que temblaban con el viento caían pequeñas gotas, y aunque éste iba amainando, de vez en cuando cobraba fuerzas de nuevo en violentas y repentinas ráfagas.

Athaclena ascendía tenazmente por un pequeño sendero. Sus deseos habían sido respetados. Los chimps no la habían seguido.

Empezaba a amanecer mientras unas nubes bajas atravesaban los picos de las montañas como si fueran la vanguardia de una invasión aérea. Entre ellas podía ver retazos de un cielo azul intenso. Un ojo humano hubiera captado incluso unas cuantas estrellas obstinadas.

Athaclena buscaba las alturas, pero aún más la soledad. En aquellas zonas, la vida animal de la jungla escaseaba. Ella iba al encuentro del vacío.

En un punto, el camino estaba obstruido con desechos arrastrados por la tormenta: láminas de un material parecido a la tela, que ella reconoció en el acto. Paracaídas de hiedra en placas.

Le recordaron muchas cosas. En el campamento, los técnicos chimp habían estado esforzándose por encontrar un itinerario adecuado y habían desarrollado variaciones en las bacterias intestinales de los gorilas, en un intento de aprovechar el plazo que les brindaba la naturaleza. Pero, al parecer, entre los planes de Prathachulthorn no estaba el incluir la idea de Robert.

Qué estupidez, pensó Athaclena. Me pregunto cómo los humanos han durado tanto tiempo.

Tal vez porque tenían suerte. Había leído historias del siglo veinte, cuando la intervención de Ifni pareció impedir que fueran aplastados por la fatalidad…, una fatalidad no sólo para ellos sino también para todas las futuras razas sapientes que podían nacer en su mundo rico y fecundo. El que se hubieran librado de ella por escaso margen era una de las razones de por qué tantos temían u odiaban a los k’chu’non, los lobeznos. Era algo sobrenatural y que aún resultaba inexplicable.

Los terrestres solían decir: «Voy a hacer esto o lo otro, si Dios quiere». La doliente y maltratada escasez de Garth era benigna comparada con lo que ellos habrían hecho de la Tierra.

¿Cuántos de nosotros hubiéramos actuado mejor bajo tales circunstancias? Era una cuestión que subyacía en todas las presunciones, posturas de superioridad y desdén que rezumaban los grandes clanes. Éstos nunca habían pasado la prueba de épocas de ignorancia que había sufrido la Humanidad. ¿Cómo se habrían sentido sin tutores, ni Biblioteca, ni sabiduría heredada, sólo con la brillante llama de su mente, sin canalizar ni dirigir, libre para retar al universo o para devorar el mundo? Era una pregunta que muy pocos clanes se atrevían a plantearse.

Apartó a un lado los pequeños paracaídas. Rodeó el grupo de transportadores de esporas y prosiguió su ascenso, pensando en los caprichos del destino.

La creciente luz diurna no detuvo lo que había empezado a formarse entre sus ondulantes zarcillos. Esa vez Athaclena ni siquiera intentó impedirlo. Simplemente lo ignoró. Era lo mejor que podía hacerse cuando aún no se deseaba hacer caer la probabilidad en el interior de la realidad.

Finalmente llegó a una rocosa pendiente desde la cual, mirando hacia el sur, podían divisarse más montañas y, a lo lejos, los rasgos difusamente coloreados de una estepa inclinada. Respiró profundamente y sacó el cofrecillo que su padre le había dado.

Sus dedos tocaron el broche, el cofrecillo se abrió y ella retiró la tapa.

Vuestro matrimonio fue auténtico, dijo pensando en sus padres, porque en el lugar donde antes hubo dos hebras, ahora no había más que una sola, más larga, que brillaba sobre el forro de terciopelo.

Uno de los extremos se enroscó alrededor de sus dedos. El cofrecillo cayó al rocoso suelo y allí quedó olvidado, cuando ella sacó el otro extremo. Al extenderlo el zarcillo zumbó, débilmente al principio. Pero Athaclena lo sostenía estirado frente a ella, dejando que el viento lo acariciase, y entonces empezó a oír una melodía.

Si hubiera comido, tal vez habría acumulado fuerzas para lo que estaba a punto de intentar. Era algo que pocos miembros de su raza hacían ni siquiera una vez en la vida. En ocasiones, los tymbrimi habían muerto…