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A t’ith’tuanoo, Uthacalthing —jadeó. Luego añadió el nombre de su madre—. A t’ith’tuanine, Mathicluanna.

El zumbido aumentó. Parecía levantarle los brazos para poder resonar contra los latidos de su corazón. Los zarcillos respondían a las notas y Athaclena empezó a balancearse.

A t’ith’tuanoo, Uthacalthing…

* * *

—Es una maravilla, sí. Tal vez unas semanas más de trabajo podrían hacerlo más potente, pero este lote servirá y estará listo para cuando la hiedra se esparza.

La doctora de Shriver volvió a guardar el cultivo en la incubadora. Su improvisado laboratorio en la ladera de la montaña estaba protegido del viento, de modo que la tormenta no había interferido en los experimentos. El fruto de su labor parecía casi maduro.

—¿Para qué servirá? —gruñó su ayudante—. Los gubru tomarán medidas para contrarrestarlo. Y además, el mayor dice que el ataque tendrá lugar antes de que tengamos preparada la sustancia.

—La cuestión es que vamos a seguir trabajando hasta que la señorita Athaclena nos diga lo contrario—. La doctora de Shriver se quitó las gafas—. Yo soy una civil, lo mismo que tú. Fiben y Robert tienen que obedecer la cadena de mando aunque a veces no les guste, pero tú y yo podemos elegir.

Dejó interrumpida su frase cuando vio que Sammy ya no la escuchaba. Miraba algo detrás de la doctora. Ésta se volvió para ver qué ocurría.

Si aquella mañana, después de su terrible pesadilla, Athaclena tenía un aspecto extraño y misterioso, ahora sus rasgos hicieron que la doctora de Shriver ahogase un grito. La desmelenada muchacha alienígena tenía los ojos entrecerrados y muy juntos debido a la fatiga. Se agarraba al poste de la tienda, pero cuando los chimps intentaron conducirla hacia un catre, ella sacudió la cabeza.

—No —dijo simplemente—. Llevadme con Robert. Quiero que me llevéis con Robert ahora mismo.

Los gorilas cantaban de nuevo su grave música atonal. Sammy salió corriendo en busca de Benjamín mientras de Shriver sentaba a Athaclena en una silla. Sin saber qué hacer, se puso a quitar hojas secas y polvo de la corona de la joven tymbrimi. Sentía entre sus dedos el calor penetrante y aromático que desprendían los zarcillos.

Y sobre ellos, la cosa en que se había convertido el tutsunucann parecía agitar el aire incluso ante los ojos de la perpleja chima.

Athaclena permaneció allí sentada escuchando la canción de los gorilas, y por primera vez sintió que la comprendía.

Todo, todo jugaría su papel, ahora lo sabía. A los chimps no iba a gustarles mucho lo que iba a ocurrir, pero eso era su problema. Todo el mundo tenía los suyos.

—Llevadme con Robert —suspiró de nuevo.

73. UTHACALTHING

Estaba allí temblando, de espaldas al sol naciente, y sintiéndose tan seco como una vaina.

Nunca una metáfora le había parecido tan apropiada. Uthacalthing parpadeó, volviendo poco a poco al mundo…, a la seca estepa desde donde se divisaban las Montañas de Mulun. De repente se sintió viejo, y los años se le hicieron más pesados de lo que nunca habían sido.

En lo profundo de su ser, en el nivel nahakieri, se notaba un entumecimiento. Después de todo aquello, no había forma de saber siquiera si Athaclena había sobrevivido a la experiencia de penetrar tanto en sí misma.

Debe de haber sentido una gran necesidad, pensó. Por primera vez, su hija había intentado algo para lo que sus padres no habían podido prepararla. Algo que tampoco podía aprenderse en la escuela.

—Ha regresado usted —le dijo concisamente Kault. El thenanio, compañero de Uthacalthing desde hacía tantos meses, estaba apoyado en un sólido bastón y lo miraba desde unos metros de distancia. Se hallaban en medio de una sabana cubierta de hierbas de color marrón, y sus largas sombras se iban acortando gradualmente a medida que el sol se elevaba—. ¿Ha recibido algún tipo de mensaje? —preguntó. Tenía la misma curiosidad de todos los nopsíquicos por las cosas que consideraban anormales.

—Pues… —Uthacalthing se humedeció los labios.

Pero, ¿cómo podía explicarle que en realidad no había recibido nada en absoluto? No, lo que ocurría era que su hija había aceptado la oferta que él le había hecho, al dejar en sus manos tanto su hebra como el de su fallecida esposa. Athaclena había recurrido al deber que sus padres tenían para con ella, por haberla traído, sin preguntárselo, a un mundo extraño.

Nadie debería hacer una oferta sin saber exactamente lo que puede ocurrir si aquélla es aceptada.

En realidad, me ha dejado completamente seco. Se sentía como si no le quedase nada. Y además, no había ninguna garantía de que ella hubiese sobrevivido a la experiencia o de que no se hubiera vuelto loca.

¿Debo, pues, tumbarme y morir? Uthacalthing se estremeció.

No, me parece que aún no es el momento.

—He experimentado un cierto tipo de comunión —le dijo a Kault.

—¿Pueden los gubru detectar eso que usted ha hecho?

—Creo que no. Quizás. —Uthacalthing no tenía fuerzas ni para formar un palanq, el equivalente a encogerse de hombros. Tenía los zarcillos caídos, como el pelo humano—. No lo sé.

El thenanio suspiró y sus ranuras respiratorias aletearon.

—Me gustaría que fuera honesto conmigo, querido colega. Me duele sentirme obligado a creer que me está ocultando cosas.

¡Tantas veces había intentado Uthacalthing que Kault pronunciara aquellas palabras! Y ahora, la verdad es que no le importaba demasiado.

—¿Qué quiere decir? —le preguntó.

—Quiero decir —el thenanio resopló exasperado— que he empezado a sospechar que sabe usted más de lo que quiere admitir acerca de esa fascinante criatura de la que he encontrado huellas. Se lo advierto, Uthacalthing. Estoy construyendo un aparato que me ayudará a resolver este enigma. Sería mejor que me hablara con franqueza antes de que descubra la verdad por mí mismo.

—Comprendo su advertencia —asintió Uthacalthing—. De todas formas, ahora quizá sería mejor que continuásemos la marcha. Si los gubru han detectado lo ocurrido y vienen a investigar, es preferible que estemos lo más lejos posible de aquí antes de que lleguen.

Aún tenía obligaciones hacia Athaclena. No debía ser capturado antes de que ella pudiera utilizar lo que había tomado de él.

—Muy bien —dijo Kault—. Ya hablaremos de esto más tarde.

Sin ningún interés especial, más por costumbre que por otra cosa, Uthacalthing llevó a su compañero hacia las montañas, en una dirección elegida, también siguiendo la costumbre, gracias al débil centelleo azul que sólo sus ojos podían ver.

74. GAILET

La nueva sección de la Biblioteca Planetaria era una maravilla. Sus paredes pintadas de marrón claro brillaban en un lugar recientemente desbrozado en lo alto del Parque del Farallón, un kilómetro al sur de la embajada tymbrimi.