—¿Qué era, Clennie? —le preguntó con suavidad.
—No lo sé, algo no muy distante, hacia el sudeste. Parecían hombres y neochimpancés, pero también había algo más.
—Bueno —Robert frunció el ceño—, supongo que debía de ser una de las estaciones de control ecológico. Y además, en toda esta zona existen feudos francos, sobre todo en lo alto, donde abundan los latifundios.
—¡Robert, siento el Potencial! —Ella se volvió bruscamente—. ¡En el momento de claridad más breve, he tocado las emociones de un ser presensitivo!
—¿Qué quieres decir? —Los sentimientos de Robert se tornaron de repente oscuros y turbulentos, pero su cara estaba impasible.
—Antes de que tú y yo saliéramos hacia las montañas, mi padre me contó algo. En aquel momento le presté muy poca atención. Parecía imposible, como esos cuentos para niños que los autores humanos escriben para que los tymbrimi tengamos extraños sueños.
—La gente de tu raza los compra en cantidad —interpuso Robert—. Novelas, películas viejas, seriales, poemas…
—Uthacalthing mencionó historias —prosiguió Athaclena ignorando el comentario— de una criatura de este planeta, un nativo con un alto Potencial… que se supone que ha sobrevivido al holocausto bururalli. —La corona de Athaclena se rizó en un glifo extraño para ella… syullf-tha, la alegría del misterio resuelto—. Me pregunto ¿pueden ser verdad tales leyendas?
¿Centelleó en el humor de Robert un amago de alivio? Athaclena sintió que su tosco pero efectivo escudo emocional se volvía opaco.
—Hummm, sí, existe una leyenda —dijo—. Una simple historia contada por lobeznos. Apenas podría ser de interés para un refinado galáctico, supongo.
Athaclena lo miró con atención y tocó su brazo, acariciándolo con suavidad.
—¿Vas a hacerme esperar mientras tú retrasas la explicación de este misterio con impresionantes pausas? ¿O quieres ahorrarte unos cuantos golpes y contármelo de inmediato?
—Bueno, ya que eres tan persuasiva. —Robert rió—. Es posible que hayas captado la emisión de empatía de un garthiano.
—¡Ése es el nombre que mi padre utilizó! —Los inmensos ojos moteados de oro de Athaclena parpadearon.
—Ah, entonces es que Uthacalthing ha oído las viejas historias de los cazadores de los feudos… Imagina cómo son esos cuentos cien años después de la llegada de los terrestres. Además, se dice que un gran animal se las apañó para escapar de los bururalli gracias a su fiereza, su ingenio y una gran cantidad de Potencial. Los hombres de las montañas y los chimps cuentan que se producen robos en las trampas y en la colada de los tendederos, y que hay extrañas marcas en acantilados inaccesibles. Seguro que son tonterías —Robert sonrió—, pero recuerdo que mi madre me contó esas leyendas cuando fui destinado a venir aquí. Así que pensé que merecería la pena traer conmigo a una tymbrimi para ver si ella podía detectar a un garthiano con su red de empatía.
Athaclena entendía algunas metáforas muy deprisa.
Clavo sus uñas en el brazo de Robert y le preguntó: —¿Y entonces? ¿Es éste el verdadero motivo por el que estoy aquí? ¿Debo husmear señales de humo y leyendas para ti?
—Claro —bromeó Robert—. ¿Por qué otra cosa hubiese venido solo aquí, a estas montañas, en compañía de una alienígena del espacio exterior?
Athaclena silbó entre dientes. Pero en el fondo no podía evitar sentirse halagada. Este cinismo humano no era distinto de las bromas de «te lo digo al revés para que lo entiendas» que su propio pueblo solía hacer. Y cuando Robert soltó una carcajada, sintió que tenía que imitarlo. Por unos instantes se habían desvanecido todos los peligros y las preocupaciones de la guerra. Fue un alivio que ambos agradecieron.
—Si existe tal criatura, tú y yo debemos encontrarla —dijo ella por fin.
—Sí, Clennie. La encontraremos juntos.
8. FIBEN
Después de todo, la patrullera TAASF Procónsul no sobreviviría a su piloto. Había visto su última misión. La vieja nave había muerto en el espacio, pero dentro de su bóveda acristalada aún existía vida.
Suficiente vida, al menos, para inhalar el horrible olor de un simio que llevaba seis días sin lavarse, y para exhalar una, al parecer, incesante sarta de maldiciones llenas de imaginación.
Fiben se quedó sin cuerda cuando advirtió que empezaba a repetirse. Había agotado mucho tiempo atrás toda permutación, combinación y yuxtaposición de los atributos corporales, espirituales y hereditarios, reales o imaginarios, que el enemigo pudiera posiblemente poseer. Ese ejercicio lo había tenido ocupado durante su breve papel en la batalla espacial, mientras disparaba con su armamento de juguete y evadía contraataques como un mosquito que esquivara mandarrias, a través de las sacudidas de los golpes que fallaban por muy poco y el lamento del metal torturado, para caer en las secuelas de un confuso y asombrado ensimismamiento que no le parecía la muerte. Al menos, de momento.
Cuando estuvo seguro de que la cápsula vital todavía funcionaba y de que no estaba a punto de salir echando chispas con el resto de la patrullera, Fiben se quitó finalmente el traje y suspiró ante su primera oportunidad de rascarse en muchos días. Lo hizo con todas sus ganas, utilizando no sólo las manos sino también el dedo gordo del pie izquierdo.
Su tarea principal había consistido en pasar lo bastante cerca como para recoger datos para el resto de las fuerzas de defensa. Fue Fiben quien sintió ese zumbido en mitad de la flota invasora, probablemente cualificada. Lo de provocar al enemigo lo había hecho gratis.
Parecía que los intrusos no eran capaces de oír su comunicación abierta cuando la Procónsul se les metía en medio. Perdió la cuenta de las veces en que las explosiones cercanas estuvieron a punto de cocerlo vivo. Cuando hubo pasado por detrás y junto a la armada que lo atacaba, todo el extremo de la popa de la Procónsul se había convertido en un montón de escoria vidriosa.
El sistema principal de propulsión había desaparecido, naturalmente. No había camino de regreso ni modo de ayudar a sus desesperados camaradas en la inútil batalla que se produjo a continuación. Derivando sin esperanza cada vez más lejos de la desigual batalla, lo único que podía hacer Fiben era escuchar.
Ni siquiera fue una contienda. La lucha duró algo menos de un día.
Recordó la última carga de la corbeta Darwin, acompañada de dos cargueros reconvertidos y de un pequeño grupo de patrulleras supervivientes. Se movieron a toda prisa, abriéndose camino al tiempo que disparaban contra el flanco de los invasores, hasta alcanzar el ala de una de las naves de guerra y sumirla en confusión bajo nubes de humo y oleadas de ruidosas ondas de probabilidad.
Ni una sola nave terrestre salió de ese torbellino. Fiben supo entonces que TAASF Bonobo y su amigo Simón ya no existían.
En aquellos momentos, el enemigo parecía perseguir, nacía Ifni sabía dónde, a unos cuantos fugitivos. Se estaban tomando su tiempo, haciendo una limpieza general antes de proceder a la sumisión de Garth.
Fiben reanudó sus maldiciones pero dándoles otra orientación. Siempre con un espíritu crítico y constructivo, analizó minuciosamente los fallos en el carácter de la especie que su raza tenía la desgracia de tener como tutora.