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—Ésas son los palabras que iba a emplear yo ahora mismo —la interrumpió.

—¿Qué? —Gailet parpadeó.

—Iba a informarte de que el Suzerano me ha dicho que viniera y estudiara contigo. Además, es mejor que los compañeros se conozcan bien uno al otro, en especial antes de que sean nombrados representantes de su raza.

—¿Tú…? —La respiración de Gailet se aceleró audiblemente. Sacudió la cabeza—. ¡No te creo!

—No necesitas hacerte la sorprendida. —Puño de Hierro se encogió de hombros—. Mi puntuación genética alcanza los noventa en casi todo el Cuadro… excepto en dos o tres pequeños apartados que no deberían estar incluidos.

Eso no le costó demasiado creerlo. Resultaba obvio que Puño de Hierro era inteligente e ingenioso, y que su aberrante fuerza sólo podía ser considerada por el Cuadro de Elevación como una ventaja. Pero el precio que había que pagar por ello era a veces demasiado elevado.

—Lo cual debe querer decir que tus repulsivas cualidades son incluso peores de lo que yo había imaginado.

—Oh, eso según las normas humanas. —El chimp se echó hacia atrás y rió—. Sí, supongo que tienes razón —asintió—. Según esos criterios, a la mayoría de marginales no se les debe permitir acercarse a las chimas y a los niños. Pero los criterios cambian. Y ahora tengo la oportunidad de instaurar un nuevo estilo.

Gailet sintió escalofríos por lo que Puño de Hierro le estaba diciendo.

—¡Eres un mentiroso!

—Admitido, mea culpa —fingió que se golpeaba el pecho—. Pero no miento cuando afirmo que voy a estar entre el grupo que será examinado, junto con unos cuantos de mis compañeros más eruditos. Se han producido algunos cambios ¿sabes?, desde que ese pequeño hijo de mamá y perrito faldero de su maestra se escapó con nuestra Sylvie.

—Fiben es diez veces mejor chimp que tú. —Gailet deseaba escupir—. Tú eres un error atávico. El Suzerano de la Idoneidad nunca te elegiría como su sustituto.

—Aja. —Puño de Hierro sonrió y levantó un dedo—. En eso no nos hemos entendido. Mira, tú y yo estamos hablando de pájaros distintos.

—Distintos… —Gailet ahogó un grito. Con la mano se cubrió el escote abierto de su camisa—. ¡Oh, Goodall!

—Veo que lo has comprendido —dijo, asintiendo—. Eres una mónita muy lista y divertida.

Gailet se hundió en su asiento. Lo que más le sorprendía era la profundidad de su tristeza. En aquel momento sentía su corazón desgarrado.

Nos están utilizando como instrumentos, pensó. ¡Oh, pobre Fiben!

Eso explicaba por qué no habían llevado de nuevo a Fiben la noche en que se escapó con Sylvie. O al día siguiente, o al otro. Gailet había estado segura de que la fuga no era más que una nueva prueba de inteligencia e idoneidad.

Pero estaba claro que no lo fue. Debía de haber sido preparado por uno, o por los dos, mandatarios gubru restantes, tal vez para debilitar al Suzerano de la Idoneidad. ¿Y qué mejor manera de hacerlo que secuestrando a uno de los chimps que más cuidadosamente había elegido como representante de la raza? Nadie cargaría con la culpa del secuestro porque nunca lo encontrarían.

Los gubru tenían que seguir adelante con la ceremonia, por supuesto. Era demasiado tarde para cancelar las invitaciones, pero cada uno de los tres Suzeranos podía preferir que se produjeran resultados distintos.

Fiben

—Bueno, profesora, ¿por dónde empezamos? Podía ser enseñándome a comportarme como un auténtico carnet blanco.

—Vete. —Ella cerró los ojos y sacudió la cabeza—. Vete ahora mismo.

Hubo más palabras y más comentarios sarcásticos por parte de él. Pero Gailet se parapetó tras la cortina de dolor que la atontaba. Al menos consiguió contener las lágrimas hasta que notó que él se había marchado. Entonces se hundió en su asiento como si fuera en los brazos de su madre, y lloró.

75. GALÁCTICOS

Los otros dos bailaban en torno al pedestal, ahuecando las plumas y gorjeando. Juntos cantaban en perfecta armonía.

¡Baja, baja, desciende, baja! Baja de la percha.
¡Únete a nosotros, únete a nosotros únete a nosotros en el consenso!

El Suzerano de la Idoneidad temblaba y se debatía contra los cambios. Ahora los otros estaban completamente unidos en su contra. El Suzerano de Costes y Prevención había abandonado toda esperanza de alcanzar una posición privilegiada, y ahora se dedicaba a apoyar al Suzerano de Rayo y Garra en sus esfuerzos para conseguir el dominio. El objetivo de la prevención estaba ahora en segundo lugar: el estatus de macho en la Muda.

De los tres, dos estaban de acuerdo. Pero para conseguir sus objetivos, tanto en lo sexual como en lo político, tenían que conseguir que el Suzerano de la Idoneidad bajara de su percha. Tenían que obligarlo a poner los pies en el suelo de Garth.

El Suzerano de la Idoneidad se enfrentaba a ellos, gritando unos contrapuntos bien sincronizados para desorganizarles el ritmo e insertando manifiestos lógicos que frustraran sus argumentos.

Una Muda apropiada no tenía que desarrollarse de esa forma. Aquello era coerción y no verdadero consenso. Aquello era un ultraje.

Los Maestros de la Percha no habían puesto tantas esperanzas en el Triunvirato para esto. Necesitaban una nueva política. Sabiduría. Los otros dos parecían haberlo olvidado. Querían seguir el camino más fácil con la Ceremonia de Elevación. Querían hacer una terrible apuesta desafiando a los códigos.

¡Si el primer Suzerano de Costes y Prevención no hubiese muerto!, se lamentó el sacerdote. A veces sólo se reconoce la valía de una persona cuando ya ha muerto.

Baja, baja, baja de la percha.

Por supuesto, no podría mantenerse mucho tiempo en contra de sus voces unidas. Su unísono atravesaba las paredes de honor y firmeza que el sacerdote había construido a su alrededor, y penetraba en la esfera de las hormonas y el instinto. La Muda estaba en suspenso, retrasada por la oposición de uno de los miembros, pero no podía ser demorada eternamente.

Baja y únete, únete a nosotros en el consenso.

El Suzerano de la Idoneidad se estremeció y se agarró con fuerza a la percha. Por cuánto tiempo más podría hacerlo, eso no lo sabía.

76. LAS CUEVAS

—¡Clennie! —gritó Robert lleno de alegría. Cuando vio las figuras montadas a caballo que doblaban un recodo del camino, casi dejó caer al suelo el extremo del misil que él y uno de los chimps estaban sacando de las cuevas.

—¡Mira lo que haces tú… capitán! —Uno de los cabos del mayor Prathachulthorn se corrigió a tiempo. En las últimas semanas habían empezado a tratar a Robert con más respeto (se lo había ganado, claro), pero en ciertas ocasiones los suboficiales mostraban su clásico desdén por cualquiera que no fuera del cuerpo.

Otro trabajador chimp se apresuró a levantar el misil, quitándoselo a Robert de las manos. Su rostro reflejaba disgusto, pues a su juicio un humano no tenía siquiera que intentar levantar nada.