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Robert ignoró ambas actitudes. Corrió por el sendero al encuentro de los viajeros, detuvo con una mano el caballo de Athaclena y le extendió la otra.

—Clennie. ¡Cómo me alegra que…! —La voz se le quebró. Mientras ella le estrechaba la mano, él parpadeó y trató de disimular su desconcierto—. Hum, me alegro de que hayas podido venir.

La sonrisa de Athaclena no parecía la misma de siempre, y en su aura había una tristeza que él nunca había captado antes.

—Claro que he venido, Robert. ¿Cómo podías dudar de que lo hiciera?

Le ayudó a desmontar. Bajo su aparente tranquilidad, él pudo notar que la muchacha estaba temblando. Amor, te has sometido a más cambios. Corno si ella hubiera leído su pensamiento, extendió la mano y le tocó la mejilla.

—Hay unas pocas ideas que la sociedad galáctica y la tuya comparten, Robert. En ambas culturas, los sabios han comparado la vida con una rueda.

—¿Una rueda?

—Sí. —Los ojos le brillaban—. Gira, se mueve hacia adelante, y sin embargo todo queda igual.

Con un sentimiento de alivio, volvió a sentirla de nuevo. A pesar de los cambios, seguía siendo Athaclena.

—Te he echado de menos —le dijo.

—Y yo a ti —ella sonrió—. Ahora cuéntame qué pasa con ese mayor y los planes que tiene.

Robert paseaba nervioso por la pequeña habitación que utilizaban como almacén, llena de provisiones hasta las estalactitas del techo.

—Puedo discutir con él, puedo intentar persuadirlo. Maldita sea, ni siquiera le importa que le chille siempre que sea en privado y siempre que, al terminar el debate yo dé un brinco de dos metros cuando él diga «salte». —Robert hizo un gesto de impotencia—. Pero no puedo actuar contra él, Clennie. No me pidas que viole mi juramento.

Era obvio que Robert se sentía atrapado entre dos lealtades en conflicto. Athaclena podía notar su tensión.

Con el brazo todavía en cabestrillo, Fiben los observaba discutir y guardaba silencio.

—Robert, ya te he explicado que los planes del mayor Prathachulthorn pueden resultar desastrosos —le recordó Athaclena.

—¡Pues díselo a él!

Naturalmente lo intentó, aquella misma noche durante la cena. Prathachulthorn escuchó con cortesía su detallada explicación de las posibles consecuencias de atacar el emplazamiento ceremonial de los gubru. Su expresión fue indulgente, pero cuando terminó le hizo una única pregunta: ¿Se consideraría que el asalto era contra los enemigos legítimos de los terrestres o contra el Instituto de Elevación?

—Después de que llegue la delegación del Instituto, aquel lugar será propiedad suya —dijo ella—. Un ataque en aquellos momentos sería catastrófico para la Humanidad.

—¿Y si fuera antes? —le preguntó taimadamente.

—Hasta entonces, los propietarios del lugar son los gubru. —Athaclena sacudió la cabeza, irritada—. ¡Pero no es un enclave militar! Ha sido construido para lo que podríamos llamar un fin sagrado. La idoneidad del acto, si no se procede correctamente…

Continuaron así un buen rato, hasta que quedó claro que cualquier argumento resultaba inútil. Prathachulthorn prometió tener en cuenta sus opiniones, y así terminó la cuestión. Todos sabían lo que un oficial del ejército pensaba acerca de seguir los consejos de las «niñas ETs».

—Deberíamos enviar un mensaje a Megan —sugirió Robert.

—Creía que ya lo habías hecho —apuntó Athaclena.

Él frunció el ceño, confirmando las sospechas de ella. Pasar por encima de la cabeza de Prathachulthorn significaba violar todo el protocolo. Como mínimo, quedaría como un niño mimado que llama a su mamá. Podía ser tal vez un delito por el que tuviera que responder ante un tribunal militar.

El que hubiera hecho eso probaba que no era el miedo lo que impulsaba a Robert a mostrarse reticente respecto a un enfrentamiento directo con su comandante, sino la lealtad a su juramento.

De hecho, tenía razón. Athaclena respetaba su honor.

Pero yo estoy obligada por los mismos deberes, pensó Athaclena. Fiben, que hasta entonces había permanecido en silencio, la miró y puso los ojos en blanco expresivamente. Estaban de acuerdo en lo que a Robert hacía referencia.

—Yo ya he sugerido al mayor que atacar el enclave ceremonial sería como hacer un favor al enemigo. Además, lo construyeron para utilizarlo con los garthianos. La idea que ahora tienen de utilizarlo con los chimps puede ser un último esfuerzo para resarcirse de sus gastos. Pero ¿y si el lugar está asegurado? Nosotros lo volamos, ellos nos inculpan, y después cobran. El mayor Prathachulthorn mencionó tu idea sobre eso —agregó Athaclena, dirigiéndose a Fiben—. Yo la encontré muy aguda, pero me temo que él no le dio crédito.

—Quiere decir que piensa que son chifladuras de simio…

Se interrumpió al oír pasos en la fría piedra de afuera.

—¿Puedo pasar? —preguntó una voz femenina detrás de la cortina.

—Por supuesto, teniente McCue —respondió Athaclena—. De todas formas, ya casi habíamos terminado.

La humana de piel oscura entró y se sentó en una caja al lado de Robert. Éste le dispensó una leve sonrisa pero en seguida volvió a mirarse las manos. Los músculos de sus brazos se destacaban al tiempo que abría y cerraba los puños.

Athaclena sintió una punzada cuando McCue puso la mano sobre la rodilla de Robert y le habló.

—Su señoría quiere que nos reunamos otra vez para planificar la batalla antes de que nos retiremos a dormir —se volvió para mirar a Athaclena y sonrió—. Estás invitada a asistir, si quieres. Eres nuestra honorable invitada, Athaclena.

Athaclena recordó que había sido dueña y señora de aquellas cuevas y que había dirigido un ejército. No tengo que dejar que eso me influya, se dijo. Lo único que importaba ahora era intentar que aquellas criaturas se dañasen a sí mismas lo mínimo posible en los días por venir.

Y, si se terciaba, estaba dispuesta a planear cierta broma. Una que antes apenas entendía, pero que últimamente había empezado a apreciar.

—No, gracias, teniente. Creo que debo ir a saludar a unos cuantos chimps amigos míos y luego retirarme. El viaje hasta aquí ha sido muy largo.

Robert le lanzó una mirada antes de alejarse con su amante humana. Sobre su cabeza parecía flotar una nube metafórica, que relampagueaba de forma intermitente, No sabía que pudieras hacer eso con los glifos, se maravilló Athaclena. Cada día, al parecer, se aprendía algo nuevo.

La sonrisa de Fiben, su gesto, fue como un apoyo cuando se levantó para ir tras los humanos. ¿Había captado algo? ¿Un guiño de conspiración, quizás?

Cuando se quedó sola, Athaclena empezó a revolver en su equipaje. Yo no estoy obligada por sus deberes, se dijo. Ni por sus leyes.

Las cuevas podían ser muy oscuras, en especial si se apagaba la solitaria lámpara incandescente que iluminaba un sector del pasillo. En esas circunstancias, la visión humana no otorgaba ninguna ventaja; una corona tymbrimi era, desde luego, bastante mejor.

Athaclena formó un pequeño escuadrón de glifos sencillos pero especiales. El primero de ellos tenía como única misión avanzar por delante de ella y hacia los lados, abriéndole camino en la oscuridad. Cuando la materia dura y fría era chamuscada por lo inmaterial, resultaba fácil saber dónde estaban las paredes y demás obstáculos. El pequeño fuego fatuo los evitaba con destreza.