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Otro glifo giraba sobre su cabeza, moviéndose hacia delante para asegurarse de que nadie había notado la presencia de un intruso en aquellos niveles inferiores. En aquella parte del pasillo no había chimps durmiendo porque era un área reservada a los oficiales humanos.

Lydia y Robert habían salido de ronda. Así que, sin contar la suya, en aquella parte de las cuevas sólo había un aura. Athaclena se dirigió hacia ella con cautela.

El tercer glifo iba acumulando fuerzas y esperaba su turno.

Lenta y silenciosamente, caminó sobre la alfombra de estiércol hecha por mil generaciones de insectívoros voladores que habían morado allí antes de ser desalojados por los terrestres y sus ruidos. Respiraba con calma, contando en silencio, a la manera humana, a fin de mantener disciplinados sus pensamientos.

El tener en acción tres glifos de vigilancia al mismo tiempo era algo que no hubiera intentado unos días atrás. Pero ahora le parecía fácil y natural, como si lo hubiera hecho cientos de veces.

Estas y otras habilidades se las había robado a Uthacalthing, utilizando una técnica de la que se hablaba muy poco entre los tymbrimi y que se empleaba mucho menos.

Me he convertido en una guerrillera de la jungla, he coqueteado con un humano y, ahora, esto. Oh, mis compañeros de clase se quedarían pasmados.

Se preguntó si su padre retenía aún parte de la habilidad que ella tan rudamente le había arrebatado.

Padre, madre y tú dispusisteis esto hace mucho tiempo. Me preparasteis para ello sin que yo siquiera lo supiese. ¿Sabías ya entonces que algún día me sería necesario?

Con tristeza, sospechó que le había quitado a Uthacalthing más de lo que éste estaba en condiciones de cederle. Y, sin embargo, no era suficiente. Había grandes lagunas. En su corazón, tenía la seguridad de que esa cosa que circundaba mundos y especies no podría alcanzar su plenitud sin su propio padre.

El glifo que abría la marcha se detuvo ante un pedazo de tela que colgaba del techo. Athaclena se acercó, incapaz de ver el tejido incluso después de haberlo tocado con los dedos. El glifo se desmoronó y volvió a su lugar entre los zarcillos ondulantes de su corona.

Apartó la tela hacia un lado con deliberada lentitud y entró en la pequeña cámara lateral. El glifo de vigilancia no notó ninguna señal de que allí hubiera alguien despierto. Ella sólo captó los ritmos uniformes del sueño humano.

El mayor Prathachulthorn no roncaba, por supuesto. Y su sueño era ligero, vigilante. Ella acarició los bordes de la siempre presente coraza psi del mayor, la cual guardaba sus pensamientos, sus sueños y su conocimiento militar.

Sus soldados son buenos y van a mejor, pensó ella. A través de los años, los consejeros tymbrimi habían trabajado duramente para enseñar a sus aliados lobeznos a convertirse en valientes guerreros galácticos. Y los tymbrimi, a su vez, habían aprendido algunos fascinantes trucos, ideas que nunca hubiera podido imaginar ninguna raza desarrollada bajo la civilización galáctica.

Pero el único servicio de la Tierra que no usaba consejeros alienígenas era la infantería de marina de Terragens. Sus componentes eran anacrónicos, verdaderos lobeznos.

El glifo z’schutan se aproximó con cautela al hombre dormido. Descendió sobre él y Athaclena lo vio metafóricamente como un globo de metal líquido. Tocó la coraza psi de Prathachulthorn y se deslizó en forma de arroyos dorados sobre ella, cubriéndola rápidamente con una fina capa de resplandor.

Athaclena respiró un poco más tranquila. Metió la mano en el bolsillo y sacó una ampolla de cristal. Se acercó más y se arrodilló con precaución junto al catre.

Mientras aproximaba el frasco de gas anestésico a la cara del hombre dormido, sus dedos se tensaron.

—Yo no lo haría —dijo él, con voz tranquila.

Athaclena ahogó un grito. Antes de que pudiera moverse, las manos del mayor la agarraron por las muñecas. En la penumbra, lo único que podía ver era el blanco de sus ojos. A pesar de que estaba despierto, su escudo psi permanecía inalterado, emitiendo ondas de sueño. Entonces ella se dio cuenta de que todo había sido fingido, una trampa cuidadosamente planeada.

—Los ETs todavía continuáis infravalorándonos. Incluso vosotros, los sabihondos tymbrimi, no parecéis entendernos.

Las hormonas gheer entraron en acción. Athaclena hizo un esfuerzo e intentó soltarse, pero era como tratar de escapar de una abrazadera de metal. Intentó arañarle con sus afiladas uñas, pero el hombre, con agilidad, quitó las callosas manos de su alcance. Cuando ella intentó rodar hacia un lado y patearlo, él aumentó la presión en sus muñecas, utilizándolas como palancas para mantenerla de rodillas. La presión hizo que ella gimiera audiblemente y dejara caer la ampolla de gas de su debilitada mano.

—¿Ves? —dijo Prathachulthorn con voz amable—, hay algunos de nosotros que piensan que comprometerse es un error. ¿Qué conseguiremos intentando convertirnos en buenos ciudadanos galácticos? —se mofó—. Si lo lográramos, nos convertiríamos en algo horrible, espantoso, totalmente disociado de lo que significa ser humano. Y además, la opción no está ni siquiera a nuestro alcance. No nos dejarían convertirnos en ciudadanos. Las cartas estarán trucadas. Los dados están cargados. Ambos lo sabemos ¿no? —La respiración de Athaclena era entrecortada. Aunque estaba clara su inutilidad, el fluido gheer seguía haciéndola luchar y debatirse contra la increíble fuerza del humano. La agilidad y la rapidez no servían de nada ante sus reflejos y preparación—. Nosotros tenemos nuestros secretos ¿sabes? —le confió Prathachulthorn—. Cosas que no contamos a nuestros amigos tymbrimi, ni a muchos de los nuestros. ¿Te gustaría saber cuáles son? ¿Te gustaría? —Athaclena no tenía fuerzas para contestar. Los ojos de Prathachulthorn tenían algo fiero, casi animal—. Bueno, si te contara alguno de ellos, sería tu sentencia de muerte —dijo—. Y aún no estoy preparado para decidir sobre eso. Así que te diré una cosa que tu gente ya sabe. —En un instante había cogido ambas muñecas con una sola mano. Con la otra le agarró la garganta—. Como ves, a los infantes de marina nos enseñan a incapacitar y hasta incluso a matar a miembros de una raza aliada de ETs. ¿Te gustaría saber cuánto tiempo necesito para dejarte inconsciente, señorita? ¿Por qué no empiezas a contar?

Athaclena se retorcía y ofrecía resistencia, pero todo era inútil Alrededor de su garganta se cernía una dolorosa presión. El aire empezó a volverse denso. En la distancia todavía oyó a Prathachulthorn murmurar entre dientes:

—El universo es un lugar terriblemente espantoso.

Ella no habría imaginado que su entorno pudiera ennegrecerse más, pero una oscuridad más intensa empezaba a rodearla. Athaclena se preguntó si volvería a recobrar la conciencia alguna vez. Perdóname, padre. Supuso que aquéllos serían sus últimos pensamientos.

Continuar consciente fue casi una sorpresa. La presión en su garganta disminuyó, aunque muy ligeramente. Aspiró un mínimo sorbo de aire y trató de entender qué estaba ocurriendo. Los brazos de Prathachulthorn se estremecieron. Pensó que él estaba acumulando fuerza, pero que ésta, por alguna razón, no llegaba.

Su corona excesivamente calentada no le servía de ayuda. Estaba sumida en la más completa ignorancia y asombro, cuando el agarro de Prathachulthorn se aflojó. Athaclena cayó desmayadamente al suelo.