El humano respiraba con dificultad. Oyó sonidos de esfuerzo y luego un golpe, como si el catre se hubiera volcado. Una jarra de agua se cayó, y produjo un ruido semejante al de un ordenador al romperse.
Athaclena notó algo bajo la mano. La ampolla, advirtió. Pero ¿qué le había ocurrido a Prathachulthorn?
Luchando contra el agotamiento enzimático, Athaclena se arrastró en una dirección azarosa hasta que su mano encontró el ordenador destrozado. Por casualidad sus dedos pulsaron el interruptor y la pantalla del resistente aparato se llenó de una tenue luminiscencia.
Bajo aquel resplandor, Athaclena vio una desolada escena… el mase humano se debatía, con todos sus vigorosos músculos marcándose bajo la piel, entre dos largos brazos marrones que lo sujetaban por detrás.
Prathachulthorn se revolvía y susurraba. Forzaba todo su peso a derecha y a izquierda. Pero sus intentos de soltarse no le servían de nada. Athaclena vio un par de ojos castaños más arriba de los hombros del humano. Dudó sólo unos instantes y en seguida se lanzó hacia adelante con el pequeño cilindro y lo rompió bajo la nariz del hombre.
—Está conteniendo la respiración —murmuró el neo-chimpancé.
La nube de vapor quedó suspendida alrededor de las fosas nasales del mayor, y luego, poco a poco, descendió.
—No importa —respondió Athaclena, al tiempo que sacaba diez ampollas más del bolsillo.
Cuando Prathachulthorn las vio, soltó un débil suspiro. Redobló sus esfuerzos para alejarse de ellas, pero sólo logró acelerar el momento en que tendría que respirar. Era obstinado. Aguantó casi cinco minutos y, aun así, Athaclena sospechó que había preferido desmayarse de anoxemia antes de respirar la droga.
—Vaya tipo —dijo Fiben cuando por fin cedió—. Por Goodall, hacen fuertes a los infantes de marina. —Se estremeció y cayó junto al humano inconsciente.
Athaclena se sentó con gesto desmayado frente a él.
—Gracias, Fiben —dijo en voz baja.
—¡Demonios! —se encogió de hombros—. Una traición y un asalto a un tutor. Y todo en el mismo día.
Ella señaló el cabestrillo, donde había reposado su brazo desde la noche en que había escapado de Puerto Helenia.
—Oh, ¿esto? —Fiben sonrió—. Creo que lo he hecho para atraer simpatías. Pero no se lo diga a nadie, ¿de acuerdo? —Y luego, con una expresión más seria, miró a Prathachulthorn—. Quizá yo no sea un experto, pero me parece que no he ganado muchos puntos en el Cuadro de Elevación, esta noche.
Miró a Athaclena y sonrió levemente. A pesar de todo lo sucedido, ella no pudo evitar encontrarlo de pronto divertidísimo.
Comenzó a reír en voz baja, pero con los ricos matices de su padre. En cierto modo, aquello no la sorprendió en absoluto.
El trabajo aún no había terminado. Fatigada, Athaclena tuvo que seguir a Fiben mientras éste arrastraba al hombre inconsciente por los lóbregos pasadizos. Cuando pasaron junto al asistente de Prathachulthorn que dormitaba, Athaclena desplegó sus tiernos y casi lánguidos zarcillos y tranquilizó el sueño del soldado. Éste masculló alguna cosa y se volvió en su catre. Con especial cautela, Athaclena se aseguró de que la coraza psi del hombre no fuera una trampa, de que en realidad estuviera durmiendo.
Fiben resoplaba, con los labios curvados en una mueca, mientras ella lo conducía por una pendiente llena de cascotes procedentes de un antiguo corrimiento de tierras y se metían por un pasadizo que era, a buen seguro, desconocido para los militares. Al menos, no constaba en el mapa de la cueva que ella había visto en el centro de datos de los rebeldes.
El aura de Fiben se volvía mordaz cada vez que tropezaba en la oscura y serpenteante pendiente. Sin duda quería formular imprecaciones sobre lo que pesaba Prathachulthorn, pero se guardó los comentarios para sí hasta que por fin salieron a la húmeda y silenciosa noche.
—¡Entrenamientos y mutaciones! —suspiró al tiempo que dejaba su carga en el suelo—. Al menos, Prathachulthorn no es de los más altos. No hubiera podido apañármelas si sus brazos y sus piernas hubieran ido arrastrándose en el polvo todo el camino.
Husmeó el aire. No había luna pero la niebla se derramaba sobre las cercanas montañas rocosas como un fluido vaporoso y desprendía una débil luminiscencia. Fiben miró a Athaclena.
—¿Y ahora, qué, jefe? Dentro de pocas horas, y sobre todo cuando Robert y la teniente McCue regresen, aquí habrá un jaleo de mil diablos. ¿Quiere que vaya a buscar a Tyco y me lleve de aquí a este mal ejemplo para los pupilos terrestres? Eso equivaldría a una deserción pero, qué diablos, me parece que nunca fui muy buen soldado.
Athaclena sacudió la cabeza. Buscó con la corona y encontró indicios de lo que estaba buscando.
—No, Fiben, no puedo pedirte eso. Además, tienes otro deber. Te escapaste de Puerto Helenia para informarnos de la oferta de los gubru. Ahora tienes que regresar allí y afrontar tu destino.
—¿Está segura? —Fiben frunció el ceño—. ¿No va a necesitarme?
Athaclena se puso las manos sobre la boca e imitó el suave grito de un pájaro nocturno. Desde la oscuridad, le llegó una débil respuesta. Se volvió hacia Fiben.
—Claro que te necesito. Todos te necesitamos. Pero donde puedes desarrollar una labor más importante es allí abajo, junto al mar. Y además intuyo que tú también quieres volver.
—Tendría que estar loco, supongo. —Fiben se tiraba de los pulgares.
—No. Es un indicador más de que el Suzerano de la Idoneidad sabía lo que estaba haciendo cuando te eligió. —La muchacha sonrió—. Aunque tal vez sería preferible que mostrases un poco más de respeto por tus tutores.
Fiben se puso en tensión. Luego pareció captar en parte su ironía y sonrió. Se oía el suave traqueteo de las pezuñas de los caballos en el sendero que subía a las cuevas.
—Muy bien —dijo mientras se agachaba para coger el cuerpo inerte del mayor Prathachulthorn—. Vamos, papá. Esta vez voy a ser tan amable contigo como con mi tía solterona. —Chasqueó los labios contra la mejilla del mayor y miró a Athaclena—. ¿Mejor así, señora?
Algo que había tomado prestado de su padre hizo que sus cansados zarcillos chisporrotearan.
—Sí, Fiben —rió—. Así está mucho mejor.
Cuando regresaron con la luz del alba y encontraron que su comandante había desaparecido, Lydia y Robert sospecharon lo sucedido. Los restantes militares de Terragens miraban a Athaclena con franca desconfianza. Un pequeño grupo de chimps había entrado en la habitación de Prathachulthorn para borrar toda señal de lucha antes de que llegaran los humanos, pero no pudieron ocultar el hecho de que el mayor se hubiera ido sin dejar nota o rastro alguno.
Robert llegó incluso a ordenar a Athaclena que permaneciese en su habitación, con un soldado en la puerta, mientras investigaban. Su alivio por el posible retraso del ataque planeado fue momentáneamente anulado por un excesivo sentido del deber. En comparación, la teniente McCue era un remanso de tranquilidad. Externamente parecía no estar preocupada, como si el mayor hubiese salido sólo a dar una vuelta. Pero Athaclena pudo notar la confusión y el conflicto interno de la mujer terrestre.
En cualquier caso, no podían hacer nada al respecto. Los equipos de búsqueda que salieron, se encontraron con un grupo de los chimps de Athaclena que regresaban a caballo al refugio de los gorilas. Pero Prathachulthorn ya no estaba con ellos. Estaba en lo alto de los árboles, transportado de un gigante de la selva a otro, ya consciente y echando chispas, pero impotente y amordazado como una momia.