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Por su tono, Sylvie comprendió que eso era todo lo que quería explicar sobre el asunto.

Siguieron allí sentados en silencio un rato más. Al menos, la breve aparición de Robert había brindado una agradable pausa en la tensión. Qué estupidez, pensó Fiben. Sylvie le gustaba, y mucho. Nunca habían tenido demasiadas oportunidades para hablar y aquélla tal vez sería la última.

—Nunca…, nunca me has contado nada de tu primer hijo —dijo apresuradamente, preguntándose, al tiempo que surgían las palabras, si aquello era asunto suyo.

Resultaba obvio que Sylvie había parido y había amamantado. Las estrías de su cuerpo eran un signo de atractivo en una raza en la que la cuarta parte de sus hembras nunca tenía hijos. Pero también produce dolor, pensó Fiben.

—Fue hace cinco años. Yo era muy joven. —Su voz era seria, controlada—. Se llamaba…, lo llamábamos Sachi. Fue examinado por el Cuadro, como de costumbre, y encontraron que era… «anómalo».

—¿Anómalo?

—Sí, ésa es la palabra que emplearon. En algunos aspectos lo consideraron superior…, en otros «raro». No tenía defectos aparentes, aunque sí unas cualidades «extrañas», dijeron. Un grupo de oficiales se interesó por el caso. El Cuadro de Elevación decidió que tenían que enviarlo a la Tierra para unas evaluaciones más amplias. Se portaron muy bien —admitió—. Hasta me ofrecieron la posibilidad de ir con él.

—Sin embargo, no fuiste. —Fiben parpadeó.

—Sé lo que estás pensando —Sylvie lo miraba—, que soy infame. Por eso nunca te lo conté. No hubieras aceptado mi proposición. Pensarás que soy una mala madre.

—No, yo…

—En aquella época, lo veía de otra forma. Mi madre estaba enferma. No teníamos un clan familiar y yo no soportaba la idea de dejarla al cuidado de unos extraños, para no volver a verla.

»Yo sólo era entonces carnet amarillo. Sabía que mi hijo tendría un buen hogar en la Tierra o… podía ser que le diesen un tratamiento adecuado y fuese criado en una familia de neochimps de clase alta, pero también podía ser que encontrase un destino que yo no quería ni conocer. Me preocupaba sobre todo la posibilidad de hacer todo ese viaje juntos y que luego, a pesar de eso, le separaran de mí. Creo que también temía la vergüenza de que lo declarasen marginal.

»No podía decidirme —se miraba las manos—, así que pedí consejo. A ese asesor de Puerto Helenia, ese humano del Cuadro de Elevación. Me dijo que él creía que había dado a luz a un margi.

»Cuando se llevaron a Sachi yo me quedé. Seis… seis meses más tarde, mi madre murió.

»Y luego, tres años después —miró a Fiben—, llegaron noticias de la Tierra. Mi hijo era un niño feliz y bien adaptado, con carnet azul y lo educaba una encantadora familia de carnets azules. Ah, y yo era ascendida a verde.

»¡Cómo odié ese maldito carnet! —apretó los puños—. Anularon la obligación que tenía de tomar anticonceptivos una vez al año y, de este modo, ya no tenía que pedir permiso para concebir de nuevo. Me confiaron el control de mi propia fertilidad. Como a una adulta —se burló—. ¿Como una adulta? ¿Una chima que abandona a su propio hijo? Eso no lo tuvieron en cuenta. Me ascendieron porque él había superado unos puñeteros exámenes.

Con que era eso, pensó Fiben. Ésa era la razón de su amargura y de su anterior colaboración con los gubru. Así se explicaban muchas cosas.

—¿Te uniste a la banda de Puño de Hierro por resentimiento contra el sistema? ¿Porque esperabas que con los galácticos las cosas serían mejores?

—Algo así, tal vez. O quizá sólo estaba enojada. —Sylvie se encogió de hombros—. De todos modos, después de un tiempo, me di cuenta de una cosa.

—¿De qué?

—Advertí que por malo que fuera el sistema bajo el dominio humano, con los galácticos sólo podría ser mucho peor. Los humanos son arrogantes, de acuerdo. Pero al menos, muchos de ellos se sienten culpables de su arrogancia. Intentan controlarla. Su horrible historia les ha enseñado a evitar la presun… presun…

—Presunción.

—Sí. Saben que puede ser una trampa actuar como si fueran dioses y creer que es verdad. Pero los galácticos están acostumbrados a esa impertinente actitud. Nunca se les ocurre dudar de sí mismos. ¡Son tan presumidos! ¡Cómo los odio!

Fiben pensó en todo aquello. Había aprendido mucho durante los últimos meses y creía que Sylvie recargaba un poco las tintas al exponer su caso. En aquellos momentos se parecía un poco al mayor Prathachulthorn, aunque Fiben reconocía que muy pocas razas tutoras galácticas tenían fama de ser benevolentes y honradas.

Sin embargo, no era el momento de juzgar su amargura.

Ahora comprendía su casi obstinada determinación de tener un hijo que fuera, al menos, carnet verde desde el principio. No deseaba que hubiera problemas. Quería hacerse cargo de su hijo y tener la certeza de que sería abuela.

Sentado a su lado, Fiben notaba, con incomodidad, el estado actual de Sylvie. A diferencia de las hembras humanas, las chimas tenían unos ciclos de receptividad establecidos y les costaba bastante esfuerzo ocultarlos. Era una de las razones de las diferencias de orden familiar y social que existían entre las dos especies primas.

Se sentía culpable de que su estado lo excitase. En aquel momento, su relación estaba impregnada de una sensación dulce e intensa, y no estaba dispuesto a estropearla comportándose sin delicadeza. Le hubiera gustado poder consolarla de alguna forma. Y, sin embargo, no sabía que ofrecerle.

—Uf, oye Sylvie. —Se humedeció los labios.

—¿Sí, Fiben?

—Humm, de verdad deseo que consigas… quiero decir que espero haber dejado suficiente… —Sentía el rostro acalorado.

—La doctora Soo supone que hay bastante —sonrió—. Y si no, puede conseguirse más de donde salió.

—Aprecio tu confianza —agradeció Fiben—. Pero no estoy seguro de que pueda volver. —Desvió la mirada, hacia el oeste.

—Bueno. —Ella lo tomó de la mano—. No soy tan orgullosa como para no aceptar más seguridades si me las ofreces. Cualquier donación será bien aceptada, si lo deseas.

—Uf, ¿quieres decir ahora mismo? —Parpadeó y notó que el ritmo de su pulso se aceleraba.

—¿Cuándo si no? —asintió ella.

—Es lo que esperaba que dijeses. —Sonrió y extendió los brazos para abrazarla, pero ella alzó una mano para detenerlo.

—Un momento —dijo—. ¿Qué clase de chica crees que soy? Quizá aquí arriba escaseen las velas y el champán, pero a una fem siempre le gusta un poco de juego preliminar.

—Por mí, perfecto —comentó Fiben. Se volvió de espaldas para que lo rascara—. Ráscame tú primero y luego te lo haré yo.

—Ese tipo de juego no, Fiben —sacudió la cabeza—. Tengo en mente algo mucho más estimulante.

Buscó detrás del árbol y sacó un objeto cilíndrico hecho de madera tallada y con un extremo cubierto por una tensa piel.

—¿Un tambor? —Los ojos de Fiben se ensancharon.

—Es culpa tuya. —Se sentó con el artesanal objeto entre las rodillas—. Tú me enseñaste algo especial y desde ahora en adelante nunca estaré satisfecha con menos.

Sus hábiles dedos comenzaron a marcar un rápido ritmo.

—Baila —dijo—. Por favor.

Fiben suspiró. Era evidente que no bromeaba. Aquella chima coreomaníaca estaba loca, dijera lo que dijese el Cuadro de Elevación. Era del tipo de las que él solía enamorarse.