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En muchos aspectos, nunca seremos como los humanos, pensó mientras cogía una rama y la sacudía para comprobar su resistencia. La dejó caer y escogió otra. Se sentía inflamado y lleno de energía.

Sylvie golpeaba el tambor, con un rápido y estimulante ritmo que le aceleraba la respiración. El brillo de sus ojos calentaba la sangre de Fiben.

Así es cómo debe ser. Somos nuestra propia jungla.

Fiben agarró la rama con ambas manos y golpeó con ella un tronco cercano provocando una lluvia de hojas.

—Uk —dijo.

El segundo golpe fue todavía más fuerte. A medida que el ritmo aumentaba, sus gritos surgían con más entusiasmo.

La bruma matinal se había evaporado. No había truenos. El universo, poco cooperativo, no había dispuesto ni una nube siquiera en el cielo. Pero Fiben calculó que aquella vez podría ingeniárselas sin relámpagos.

78. GALÁCTICOS

En el decimosexto campamento militar de los gubru, el caos en la cúspide había empezado a afectar a los rangos inferiores. Se producían disputas sobre las asignaciones y los suministros y hasta sobre el comportamiento de los soldados rasos, cuyo desdén hacia el personal de mantenimiento alcanzaba niveles peligrosos.

Durante la plegaria de la tarde, muchos de los soldados de Garra se ponían los tradicionales crespones de luto por los Progenitores Perdidos y se unían al capellán castrense para cantar al unísono. La mayoría menos devota, que solía guardar siempre un respetuoso silencio durante tales servicios, aprovechaba ahora la ocasión para hacer apuestas y alborotar. Los centinelas se arreglaban las plumas y dejaban caer intencionadamente algunas de ellas para que el viento se las llevara y distraer de este modo a los creyentes.

Durante el trabajo, durante las labores de limpieza y durante los ejercicios de entrenamiento podían oírse ruidos discordantes.

El coronel encargado de los campamentos orientales, que estaba efectuando visitas de inspección, fue testigo de aquella desarmonía y no perdió tiempo con indecisiones. Ordenó que todo el personal del decimosexto campamento se reuniese de inmediato. Entonces, el oficial llamó al administrador en jefe y al capellán para que ocupasen sendos lugares a su lado en la plataforma, y se dirigió a los congregados.

—No permitamos que se diga, se rumoree, se pregone que los soldados gubru han perdido su visión.

¿Estamos acaso huérfanos? ¿Perdidos? ¿Abandonados?

¿O somos miembros de un gran clan?

»¿Qué hemos sido, somos, seremos?

Guerreros, constructores, pero sobre todo… correctos transmisores de la tradición.

Durante un buen rato, el coronel les habló en este tono, apoyado por el cántico persuasivo del administrador del campamento y su consejero espiritual, hasta que, por fin, los avergonzados soldados y demás personal empezaron a cantar en un creciente coro de armonía.

Un pequeño y unido regimiento de militares, burócratas y sacerdotes, dedicaron su tiempo a esforzarse en superar sus dudas, como si todos fuesen uno.

Entonces, durante un breve momento, el consenso adquirió forma.

79. GAILET

Incluso entre los casos trágicos y raros, como las especies lobeznas, han existido toscas versiones de estas técnicas. Si bien primitivos, sus métodos incluían también rituales de «combate de honor»; y con tales métodos, se mantenía la agresividad y las luchas bajo cierto grado de control.

Tomen, por ejemplo, el clan más reciente de lobeznos: los «humanos» de Sol III. Antes de ser descubiertos por la cultura galáctica, sus «tribus» primitivas utilizaban a menudo el ritual de mantener bajo control los ciclos de violencia que normalmente pueden esperarse de esas especies sin guía. (No hay duda de que estas tradiciones derivan de deformados recuerdos de su raza tutora desaparecida hace mucho tiempo).

Entre los métodos más simples pero efectivos utilizados por los humanos del Precontacto, se hallan el pacto de honor entre los «indios americanos», el juicio de Dios entre los «europeos medievales» y la disuasión por amenaza de destrucción mutua entre los «estados tribales continentales».

Estas técnicas carecían, desde luego, de la sutileza, el delicado equilibrio y la homeostasis de las normas de comportamiento modernas elaboradas por el Instituto para la Guerra Civilizada.

—Muy bien. Ahora un poco de descanso. Ya tengo bastante.

Gailet parpadeó, con los ojos desenfocados, cuando aquella ruda voz la sacó de su trance de lectura. El dispositivo de la biblioteca lo notó y congeló el texto ante ella.

Miró hacia la izquierda. Estirado en su asiento, su nuevo «compañero» apartó a un lado su ordenador y bostezó, estirando sus largos y fuertes miembros.

—Es hora de beber algo —dijo perezosamente.

—Pero si ni siquiera has leído entero el primer resumen —protestó Gailet.

—Buf —sonrió—. No sé por qué tenemos que estudiar esa mierda. Los ETs ya se sorprenderán si nos acordamos de hacerles la reverencia y pronunciar el nombre de nuestra especie. No esperan que los neochimps sean unos genios ¿sabes?

—Al parecer no. Y tu capacidad de comprensión reforzará aún más esa idea.

Aquello le hizo fruncir el ceño momentáneamente. Pero de nuevo inició una sonrisa.

—Tú, en cambio, te estás esforzando todo lo que puedes. Estoy seguro de que a los ETs les va a parecer encantador.

Touché, pensó Gailet. No les había llevado demasiado tiempo a ambos aprender a pincharse donde más podía dolerles.

Tal vez esto sea otra prueba. Quieren ver hasta dónde llega mi paciencia antes de que explote.

Tal vez… pero no muy probable. Hacía más de una semana que no veía al Suzerano de la Idoneidad. Había tratado, en cambio, con un comité de tres gubru teñidos, cada uno con el color de una de las facciones. Y era el soldado de Garra teñido de azul el que más se pavoneaba en aquellos encuentros.

El día anterior habían ido todos al montículo ceremonial para un «ensayo». Aunque todavía no había decidido si cooperaría en el acontecimiento final, Gailet comprendió que tal vez era demasiado tarde para cambiar de opinión.

La parte de la colina que limitaba con el mar, había sido decorada y modificada con jardines para que las enormes plantas de energía no fuesen visibles. Las distintas terrazas se sucedían elegantemente hacia arriba, una tras otra, sin más mancha que los fragmentos arrastrados por los constantes vientos otoñales. En las terrazas orientales ondeaban ya brillantes estandartes indicando los lugares donde los representantes de los neochimps debían recitar, o contestar preguntas, o someterse a un minucioso escrutinio.

Allí, in situ, con los gubru en las proximidades, Puño de Hierro había guardado las apariencias como un estudiante modelo. Y quizá por algo más importante que congraciarse con ellos, puesto que aquello podía incidir directamente en sus ambiciones. En esta ocasión, su rápida inteligencia había brillado.

Pero luego, una vez juntos y solos nuevamente bajo la amplia bóveda de la Nueva Biblioteca, habían salido al exterior otros aspectos de su naturaleza.

—¿Qué te parece? —dijo Puño de Hierro inclinándose sobre la chima y mirándola de un modo lujurioso—. ¿No quieres salir fuera a tomar el aire? Podemos meternos en el bosquecillo de eucaliptus y…