—Ni lo sueñes —le espetó ella.
—Bueno —rió—. Dejémoslo hasta el día de la ceremonia, si te gusta tener público. Entonces seremos tú y yo, muñeca, y las Cinco Galaxias observando.
Sonrió y flexionó sus poderosas manos. Los nudillos crujieron.
Gailet le dio la espalda y cerró los ojos. Tenía que concentrarse para impedir que le temblase el labio inferior. Rescátame, deseó contra toda razón o esperanza.
La lógica le reñía incluso por pensar en ello. Después de todo, su caballero blanco era sólo un simio, y lo más probable era que hubiese muerto.
Sin embargo, no pudo evitar un grito interior. Fiben, te necesito. Vuelve, Fiben.
80. ROBERT
Su sangre cantaba.
Tras meses en las montañas, viviendo de su propio ingenio y sudor tal como sus ancestros, con la piel curtida por el sol y por el roce punzante de las plantas nativas, Robert no se había dado cuenta de los cambios operados en él hasta que subió lleno de orgullo los últimos metros del estrecho y pedregoso camino y cruzó en diez largas zancadas de una vertiente a la otra.
La cima del paso Riwanda… He ascendido mil metros en dos horas y mi corazón apenas late más deprisa.
No sentía ninguna necesidad de descansar, pero, no obstante, se obligó a disminuir el ritmo hasta convertirlo en un paseo. Además, aquella vista merecía la pena contemplarse con un poco de calma.
Permaneció inmóvil en el mismo centro de la cordillera de Mulun. A sus espaldas, hacia el norte, las montañas se alejaban en dirección este formando una gruesa faja, y en dirección oeste, hacia el mar, donde resurgían en un archipiélago de fértiles e imponentes islas.
Había tardado un día y medio, corriendo, en llegar allí desde las cuevas, y ahora veía ante sí el terreno que aún le faltaba recorrer para llegar a su destino.
Ni siquiera estoy seguro de que encontraré lo que busco. Las instrucciones de Athaclena habían sido tan vagas como sus propias impresiones acerca de hacia dónde enviarlo.
Ante él se extendían más montañas que descendían, de una en una, hacia una estepa grisácea, parcialmente oculta por la bruma. Antes de llegar a esos llanos tendría que subir y bajar todavía más por estrechos caminos que apenas habían sido pisados ni aun en tiempos de paz. Él era, a buen seguro, el primero que tomaba aquella dirección desde el inicio de la guerra.
Pero lo peor ya había pasado No le gustaba correr montaña abajo, pero sabía cómo avanzar dando saltos sin que las rodillas se resintiesen. Y abajo pronto encontraría agua.
Agitó su cantimplora de cuero y tomó un pequeño trago. Sólo quedaban unos pocos decilitros, aunque estaba seguro de que le bastarían.
Se protegió los ojos con la mano para mirar más allá de los picos de color púrpura, hacia las altas y empinadas colinas donde tendría que acampar aquella noche. Encontraría arroyos, pero no exuberantes junglas tropicales como en la húmeda vertiente norte de la cordillera de Mulun. Y tendría que pensar también en cazar algo para comer antes de adentrarse en la seca sabana.
Los guerreros apaches podían recorrer desde Taos al Pacífico en pocos días y no comían más que un puñado de trigo tostado durante todo el camino.
Él, por supuesto, no era un guerrero apache. No llevaba consigo más que unos cuantos gramos de concentrado de vitaminas pues, para lograr una buena velocidad de marcha, había decidido viajar con poco equipaje. En aquel momento, la rapidez tenía más importancia que los gruñidos de su estómago.
Un reciente corrimiento de tierra había bloqueado el camino y se vio obligado a desviarse ligeramente. Luego apretó un poco más el paso mientras el sendero descendía en cerrados zigzags.
Esa noche, Robert durmió en un desfiladero cubierto de musgo, cerca de una goteante fuente y envuelto en una delgada sábana de seda. Sus sueños fueron tan tranquilos como él imaginaba que debía de ser el espacio si uno conseguía mantenerse alejado del constante zumbido de las máquinas.
Fue en especial la quietud en la red de empatía, después de los meses de alboroto de la jungla tropical, la que dotó a su sueño de una amable soledad. En unas tierras vacías como aquéllas, uno podía captar a más distancia, incluso con unos sentidos tan rudimentarios como los suyos.
Y, por primera vez, no existía el indicio áspero y casi metálico, metafóricamente hablando, de las mentes alienígenas que normalmente se captaban hacia el noroeste. Estaba protegido de los gubru, y también de los humanos y los chimps. La soledad era una sensación extraña.
Tal sensación de extrañeza no desapareció con la luz del alba. Llenó la cantimplora en la fuente y bebió en abundancia para engañar un poco el hambre. Entonces empezó de nuevo la carrera.
En aquella empinada colina el descenso era fatigante, pero los kilómetros pasaban deprisa. Antes de que el sol recorriera la mitad de su camino hacia el cénit, apareció la alta estepa. Corrió atravesando sinuosas colinas, dejando los kilómetros a su espalda como ideas apenas pensadas y rápidamente olvidadas. Mientras corría, Robert sondeó el paisaje. En seguida tuvo la certeza de que en aquella extensión había entidades extrañas, en algún lugar más allá de las hierbas altas, o entre ellas.
¡Si la captación fuese un sentido más localizador! Tal vez había sido esa misma imprecisión lo que había evitado que los humanos desarrollasen sus toscas habilidades.
En cambio, nos hemos dedicado a otras cosas.
Había un juego que practicaban con frecuencia tanto los humanos como los galácticos que sentían un cierto interés por el asunto. Consistía en tratar de reconstruir a los legendarios «tutores perdidos de la Humanidad», los casi míticos viajeros del espacio que habían sido los supuestos iniciadores de la Elevación de los seres humanos hacía, tal vez, unos cincuenta mil años, y que luego desaparecieron misteriosamente con el trabajo «a medio hacer».
Había, por supuesto, unos cuantos intrépidos herejes, incluso entre los galácticos, que sostenían que las viejas teorías de los terrestres eran ciertas, que era en cierto modo posible para una raza elevarse por sí sola… desarrollar una inteligencia astronáutica y, mediante el propio esfuerzo, salir de la oscuridad y avanzar hacia el conocimiento y la madurez.
Pero, incluso en la Tierra, la mayoría consideraba que era una teoría pintoresca. Los tutores elevaban pupilos, y éstos asumían más tarde el papel de tutores y elevaban a nuevas especies presapientes. Ése era el sistema y había sido siempre así desde los días de los Progenitores, hacía mucho, mucho tiempo.
Había una real carencia de indicios. Fueran quienes fuesen los tutores del hombre, habían ocultado muy bien su rastro y por un motivo muy evidente: una raza tutora que abandonaba a sus pupilos resultaba por lo general proscrita.
No obstante, el juego de las adivinanzas continuaba.
Ciertos clanes tutores quedaban descartados porque nunca hubieran elegido una especie omnívora para elevarla. Otros no eran apropiados para vivir en la Tierra, ni siquiera para visitarla por un tiempo breve, debido a la gravedad, la atmósfera o un sinfín de razones más.
Muchos admitían que no podía tratarse tampoco de un clan que creyera en la especialización. Algunos clanes elevaban a sus pupilos con finalidades muy concretas en sus mentes. El Instituto de Elevación exigía que toda nueva raza sapiente pudiera pilotar naves espaciales, ejercitar el razonamiento y la lógica y llegar a ser capaz de alcanzar algún día, a su vez, la condición de raza tutora. Pero aparte de eso, el Instituto ponía pocas limitaciones a los tipos de cometidos para los que podía prepararse a las especies pupilas. Algunas eran destinadas a convertirse en hábiles artesanas, otras en filósofas y otras en poderosos clanes guerreros.