Pero los misteriosos tutores de la Humanidad tenían que haber sido generalistas, ya que el hombre, el animal, era una bestia muy flexible.
Sí, y a pesar de la manifiesta flexibilidad de los tymbrimi, había cosas que ni siquiera esos maestros de la adaptabilidad podían soñar hacer.
Como ésta, pensó Robert.
Una bandada de pájaros nativos irrumpió en el aire batiendo las alas mientras Robert corría sobre los terrenos que utilizaban para procurarse alimentos. Unos seres pequeños y espantadizos oyeron el ruido que hacía al acercarse y se pusieron a cubierto.
Una manada de animales, de patas largas y rápidas, parecidos a pequeños venados, salieron corriendo ante él, aumentando la distancia que los separaba sin esfuerzo. Como corrían hacia el sur, en su misma dirección, decidió seguirlos. Pronto se acercó al lugar donde se habían detenido a comer.
Una vez más salieron huyendo, volvieron a aventajarlo y pararon a comer de nuevo.
El sol estaba ya alto y era la hora del día en que los animales del llano, tanto los cazadores como sus presas solían buscar dónde guarecerse del calor. Cuando no había árboles, excavaban en el suelo cerca de los arroyuelos para encontrar capas más frescas, y se tumbaban en la escasa sombra existente a la espera de que declinara el ardiente sol.
Pero aquel día, una de las criaturas no se detuvo: siguió acercándose. Los pseudovenados parpadearon consternados al ver que Robert se aproximaba una vez más. Tras esto, pusieron un poco más de distancia entre ellos y el muchacho. Se detuvieron en lo alto de una pequeña loma, jadeando y con un hambre terrible.
¡La cosa de dos piernas seguía acercándose!
Una inusitada excitación se extendió por la manada, la premonición de que aquello podía ir en serio.
Todavía jadeando, huyeron una vez más.
El sudor brillaba como aceite sobre la aceitunada piel de Robert. Centelleaba bajo los rayos del sol, temblando en pequeñas gotas que a veces se desprendían debido a su carrera.
Pero en su mayor parte, el sudor se extendía por su cuerpo y cubría su piel, evaporándose con el roce del viento que generaba su propio paso. Una seca brisa del sudeste le ayudaba a cambiar de estado y convertirse en vapor. Robert mantuvo un paso firme y uniforme, sin intentar competir con los pseudovenados. De vez en cuando se detenía, tomaba pequeños sorbos de su cantimplora y reemprendía la persecución.
Llevaba el arco sujeto a la espalda. Pero, por alguna razón, ni siquiera pensó en utilizarlo. Corría y corría bajo el sol, que se hallaba en su punto más alto. Sólo los perros locos y los ingleses…, pensó.
Y los apaches… y bantúes… y tantos otros…
Los humanos estaban acostumbrados a pensar que era su cerebro lo que los hacía tan distintos de los otros miembros del reino animal de la Tierra. Y era cierto que las herramientas, el fuego y el lenguaje los habían convertido en los señores de su planeta, mucho antes de haber oído hablar de ecología o del deber de las especies de más rango de preocuparse por aquellas menos dotadas de entendimiento. Durante esos oscuros milenios, hombres y mujeres inteligentes, aunque ignorantes, habían utilizado el fuego para hacer que se despeñaran manadas enteras de osos o mamuts, causando la muerte de cientos de ellos por la carne de uno o dos. Mataron a millones de pájaros para que sus mujeres se adornasen con las plumas. Cortaron bosques enteros para cultivar opio.
Sí, la inteligencia en manos de niños ignorantes era un arma peligrosa. Pero Robert sabía un secreto.
En realidad no necesitamos todos esos talentos para gobernar nuestro mundo.
Se aproximó de nuevo a la manada y, aunque el hambre lo acuciaba, se detuvo a contemplar la belleza de las criaturas nativas. No había duda de que en cada generación aumentaba su tamaño. Ya eran mucho mayores que sus ancestros de la época en que los bururalli habían exterminado a todos los grandes ungulados que solían habitar en aquellos llanos. Algún día llegarían a ocupar el vacío ecológico reinante. Ya ahora eran mucho más veloces que un hombre.
La velocidad era una cosa, pero la resistencia otra totalmente distinta. Cuando se volvieron para alejarse de él otra vez, Robert vio que algunos de los miembros de la manada empezaban a parecer algo asustados Los pseudovenados tenían ahora salpicaduras de espuma alrededor de la boca, llevaban la lengua fuera y sus cajas torácicas se movían a un ritmo muy rápido.
El sol abrasaba. La transpiración cubría su cuerpo con una fina película y lo refrescaba al evaporarse. Robert controló su paso.
Las herramientas, el juego y el lenguaje nos dieron ciertas ventajas. Nos dieron lo que necesitábamos para iniciar una cultura. Pero ¿eran lo único que teníamos?
Una canción había empezado a sonar detrás de sus ojos, en la red de pequeñas cavidades, en el suave fluido que humedecía su cerebro para defenderlo de su dura y acelerada marcha. Los latidos de su corazón le acompañaban como el auténtico ritmo de un contrabajo. Los tendones de sus piernas eran como tensos y zumbadores arcos…, como las cuerdas de un violín.
Ahora podía oler a los venados, y su hambre acentuaba aquella atávica emoción. Se identificaba con su presunta presa. De un modo extraño, Robert experimentaba una plenitud que nunca antes había sentido. Estaba vivo.
Apenas se dio cuenta de que se aproximaba a unos venados que habían caído. Las madres y sus crías parpadearon sorprendidas al verlo pasar junto a ellas sin siquiera mirarlas. Robert había localizado su objetivo y proyectó un sencillo glifo para decirles a los demás que se relajasen y se apartasen mientras él cazaba un gran macho que corría al frente de la manada.
Tu eres el que busco, pensó. Has vivido bien y has transmitido tus genes. Tu especie ya no te necesita tanto como yo.
Tal vez sus ancestros utilizaban el sentido de empatía más que el hombre moderno. Ahora entendía su función. Pudo captar el creciente terror del macho mientras sus compañeros, uno a uno, se apartaban hacia un lado El macho se lanzó a una desenfrenada carrera, saltando hacia adelante. Pero al cabo de un rato tuvo que detenerse a descansar. Jadeaba terriblemente, tratando de tomar aliento, con los flancos palpitantes al ver acercarse a Robert.
Con la boca cubierta de espuma, se volvió para seguir huyendo.
Ahora la cuestión estaba entre ellos dos.
Gimelhai abrasaba. Robert lo siguió.
Un instante después, mientras seguía corriendo, se llevó la mano al cinturón para desenfundar su cuchillo. Escogió aquella arma con cierta repugnancia. Lo que lo decidió a usarla, en lugar de emplear las manos, fue la empatía con su presa y un sentimiento de piedad.
Unas horas más tarde, cuando su estómago ya no gruñía de hambre, tuvo el primer atisbo de una pista. Había empezado a dirigirse hacia el sudoeste, en la dirección que Athaclena esperaba que lo llevase a su objetivo. Mientras el día se aproximaba a su fin, Robert se protegió los ojos contra el sol de última hora de la tarde. Luego los cerró y exploró con sus otros sentidos.