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Sí, algo estaba lo bastante cerca para ser captado. Si pensaba en ello metafóricamente, era como si le llegase un aroma familiar.

Siguió adelante a buen paso, siguiendo huellas que iban y venían, a veces tranquilas y sensibles, a veces tan salvajes como el venado que acababa de morir para que viviera Robert.

Cuando las huellas se hicieron más frecuentes, Robert se encontró ante un vasto soto lleno de feos matorrales espinosos. Pronto se pondría el sol y le sería imposible perseguir al ser que emitía tales vibraciones en aquella espesa y dañosa maleza. Por otro lado, no quería «cazar» a esa criatura, sólo hablar con ella.

Estaba seguro de que el ser ya se había dado cuenta de su presencia. Robert hizo un alto. Cerró los ojos y proyectó un sencillo glifo. Se movió a izquierda y a derecha y luego se precipitó entre las matas. Oyó movimientos.

Cuando abrió los ojos vio dos estanques oscuros y brillantes que parpadeaban ante él.

—Muy bien —dijo con suavidad—. Sal, por favor, es mejor que hablemos.

Hubo otro momento de indecisión. Entonces apareció, arrastrando los pies, un chimp de largos brazos, más peludo de lo normal, con espesas cejas y una ancha mandíbula. Iba sucio y totalmente desnudo.

Tenía varias manchas que Robert atribuyó a sangre coagulada, y no precisamente proveniente de sus pequeños rasguños. Bueno, después de todo, somos primos. Y los vegetarianos no sobreviven mucho tiempo en las estepas.

Al notar que el peludo chimp no quería mirarle a los ojos, Robert no insistió.

—Hola, Jo-jo —le dijo suavemente, con verdadera dulzura—. He recorrido un largo camino para traer un mensaje para tu jefe.

81. ATHACLENA

La jaula estaba construida con gruesos tablones de madera unidos con alambre. Colgaba de un árbol en un resguardado valle, en la vertiente de sotavento de un humeante volcán. Los cables que la sujetaban en su sitio temblaban bajo ocasionales ráfagas de viento y hacían que la jaula se moviera.

Su ocupante, desnudo, sin afeitar y con auténtico aspecto de lobezno, miraba a Athaclena con una expresión que hubiera quemado incluso sin la aversión que irradiaba. Athaclena sintió que el pequeño claro del valle estaba saturado del odio del hombre. Había planeado que su visita fuera lo más corta posible.

—Pensé que le gustaría saber que el Triunvirato gubru ha decretado una tregua de protocolo bajo las Normas de Guerra —le dijo al mayor Prathachulthorn—. El monte ceremonial es ahora sacrosanto y ninguna fuerza armada de Garth puede actuar, excepto en autodefensa, mientras dure dicha tregua.

—Si hubiéramos atacado cuando yo lo planeé, no se hubiera producido esta tregua. —Prathachulthorn escupió entre los barrotes.

—Me parece dudoso. Ni siquiera los planes mejor trazados se ejecutan siempre a la perfección. Y si nos hubiéramos visto obligados a suspender la misión en el último momento, habríamos revelado todos nuestros secretos a cambio de nada.

—Ésa es tu opinión —bufó Prathachulthorn.

—Pero ése no es el único motivo ni el más importante. —Athaclena sacudió la cabeza. Estaba cansada de explicar inútilmente los matices del puntillo galáctico al oficial de los terrestres, pero encontró fuerzas para hacerlo una vez más—. Ya se lo he dicho antes, mayor. Es sabido que las guerras traen consigo ciclos de lo que ustedes, los humanos, llaman «devolver la pelota», cuando uno de los bandos castiga al otro por su último insulto y el otro bando a su vez toma represalias. Si eso no se limita, puede convertirse en una escalada que dure siempre. Desde las épocas de los Progenitores se han establecido unas normas para evitar que esos intercambios crezcan fuera de toda proporción.

—¡Demonios, admites que nuestra incursión habría sido legal si la hubiéramos hecho a tiempo! —renegó Prathachulthorn.

—Legal quizá sí —asintió ella—. Pero también habría servido a los propósitos del enemigo, porque hubiera sido : la última acción antes de la tregua.

—¿Y qué diferencia hay?

—Los gubru —intentó explicar ella con paciencia— han declarado la tregua mientras todavía ostentan una posición de dominio. Eso está considerado como algo honorable. Se puede decir que «ganan puntos» al hacerlo. Pero su ganancia se multiplica si lo hacen inmediatamente después de ser golpeados. Si se controlan y no toman represalias, los gubru muestran una actitud de indulgencia y eso les hace ganar la confianza de…

—¡Ja! —rió Prathachulthorn—. ¿Y de qué les serviría con todo el monte ceremonial en ruinas?

Athaclena inclinó la cabeza. No tenía tiempo de discutir. Si se quedaba allí demasiado rato, la teniente McCue podría sospechar que su comandante estaba escondido en ese lugar. Los infantes de marina habían peinado ya varios posibles lugares escondite.

—Eso daría como resultado que la Tierra tuviera que financiar un nuevo enclave ceremonial.

—Pero… pero ¡si estamos en guerra! —Prathachulthorn la miraba con fijeza.

—Exactamente —asintió ella interpretando mal sus palabras—. No se puede permitir una guerra sin reglamento, sin que los poderosos clanes neutrales vigilen esa regulación. La alternativa sería la barbarie. —La mirada amarga del hombre fue su única respuesta—. Además, la destrucción del enclave hubiera significado que los humanos no quieren que sus pupilos sean examinados y juzgados para posteriores promociones. Pero ahora son los gubru los que deben rendir honor a esta regla. El clan de los humanos ha ganado una superioridad parcial por ser la parte agraviada, no vengada. Esta brizna de idoneidad puede convertirse en algo crucial en los días por venir.

Prathachulthorn frunció el ceño. Durante unos instantes pareció concentrarse, como si un hilo de la lógica de la muchacha quedase fuera de su alcance. Athaclena vio que su atención brillaba tenuemente mientras lo intentaba, para desaparecer luego. El mayor hizo una mueca y escupió otra vez.

—Vaya montón de disparates. Muéstrame pájaros muertos. Ésa es la única moneda que soy capaz de contar. Amontónalos hasta que lleguen a la altura de esta jaula, señorita hija del embajador, y tal vez, sólo tal vez, te deje seguir con vida cuando por fin salga de aquí.

Athaclena se estremeció. Sabía lo inútil que resultaba mantener prisionero a un hombre como aquél. Tendría que haberlo drogado. O tendría que haberlo matado. Pero ella no podía decidirse a hacer ninguna de ambas cosas, y menos aún a perjudicar más el destino de los chimps comprometiéndolos en tales delitos.

—Que tenga un buen día, mayor. —Se volvió dispuesta a marcharse.

Él no gritó al ver que se alejaba. En cierto modo, la parsimoniosa manera con que había formulado sus amenazas las hacían mucho más creíbles y peligrosas.

Ella tomó un camino escondido que salía del valle secreto por la ladera de la montaña y pasó junto a manantiales calientes que silbaban y humeaban de un modo intermitente. En la cima, Athaclena tuvo que replegar su corona para que no la golpearan los vientos otoñales. El cielo mostraba algunas nubes, pero el aire estaba lleno de bruma debido al polvo que llegaba de los distantes desiertos.