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¿Por qué?, preguntó al universo. ¿Por qué esos humanos, desgraciados, miserables y lobeznos sin pelo, han tenido el terrible mal gusto de haber elevado a los neochimpancés en una galaxia tan obviamente dirigida por idiotas?

Al final, se durmió.

Sus sueños fueron inquietos. Fiben seguía imaginando que intentaba hablar, pero su voz no articulaba las frases; una pesadilla posible para alguien cuyo bisabuelo hablaba sólo de forma tosca, con ayuda de aparatos, y cuyos ancestros apenas un poco más lejanos se enfrentaban con el mundo sin necesidad de palabras.

Fiben sudaba. No había vergüenza más grande que ésta: estar buscando en su sueño el lenguaje como si fuera un objeto, una cosa que de alguna manera puede traspapelarse.

Al mirar hacia abajo, vio una gema que brillaba caída en el suelo. Tal vez eso era el don de la palabra, pensó Fiben, y se agachó para cogerla. ¡Pero se sentía tan torpe! El pulgar se negaba a cooperar con el dedo índice y no fue capaz de recoger la chuchería del suelo. De hecho, parecía que todos sus esfuerzos sirviesen sólo para hundirla más en la tierra.

Finalmente, y desesperado, se vio obligado a tumbarse y a cogerla entre sus labios.

¡Quemaba! En su sueño, gritó al sentir el terrible ardor que le bajaba por la garganta como si fuera fuego líquido.

Y, sin embargo, supo que se trataba de una de esas extrañas pesadillas, ésas en la que uno puede ser objetivo y estar aterrorizado al mismo tiempo. Mientras una parte del yo soñante se debatía en agonía, otra parte de Fiben lo presenciaba todo en un estado de interesada indiferencia.

De súbito, la escena cambió. Fiben se encontraba en medio de una reunión de hombres barbudos que llevaban abrigos negros y sombreros flexibles. La mayoría eran ancianos y hojeaban unos textos llenos de polvo mientras discutían entre sí. Un cónclave talmúdico de los viejos tiempos, reconoció de repente, como los que había estudiado en las clases de religiones comparadas de su época universitaria. Los rabinos estaban sentados en círculo, discutiendo sobre simbolismo e interpretación bíblica. Uno de ellos levantó su vieja mano para señalar a Fiben.

—Él, que viste como un animal, Gideon, no debe tomaros…

—¿Es eso lo que significa? —preguntó Fiben. Ya no sentía dolor. Ahora estaba más aturdido que asustado. Su compañero, Simón, había sido judío. Sin duda eso explicaba en parte ese loco simbolismo. Lo que estaba ocurriendo allí era obvio. Esos hombres ilustrados, esos sabios humanos, estaban intentando iluminarlo sobre la terrorífica primera parte de su sueño.

—No, no —contestó otro sabio—. El símbolo se refiere a la prueba que sufrió Moisés de niño. Un ángel, como recordarás, fue quien guió sus manos a los carbones que centelleaban y no a las brillantes joyas, y se quemó la boca…

—Pero no veo que eso me diga nada —protestó Fiben.

El rabino más viejo alzó la mano y los demás callaron.

—El sueño no significa ninguna de esas cosas. El simbolismo ha de ser evidente —dijo—. Procede del libro más antiguo… —Las espesas cejas del sabio se fruncieron con preocupación—. …Y también Adán comió de la fruta del Árbol de la Ciencia…

—Uf —gruñó Fiben en voz alta al despertar bañado en sudor.

La chirriante y maloliente cápsula lo rodeaba de nuevo, pero lo vivido del sueño persistía, haciendo que se Preguntase qué era, después de todo, lo real. Finalmente le restó importancia al asunto. La vieja Procónsul debe haber derivado a través de la estela de alguna sonda de probabilidad de los ETs mientras dormía. Sí, debe ser eso. Nunca volveré a dudar de las historias que cuentan los espacionautas en los bares.

Al verificar sus castigados instrumentos advirtió que la batalla se había trasladado alrededor del sol. Su destrozada nave estaba entretanto en una órbita de intersección casi perfecta con un planeta.

—Uf —gruñó mientras accionaba el ordenador. Lo que éste le dijo parecía irónico. Es Garth, de verdad.

Todavía le quedaba un poco de potencia de maniobra en los sistemas de gravedad. Tal vez la suficiente, sólo tal vez, para poder hacerlo pasar por el nivel de la ranura de escape.

Y ¡oh, maravilla de las maravillas!, si sus efemérides estaban en lo cierto, podía llegar a la zona del Mar Occidental… un poco al este de Puerto Helenia. Se preguntó qué probabilidades tenía de que ocurriese así. ¿Un millón contra una? Seguramente un trillón.

¿O es que el universo lo estaba engañando con un poco de esperanza antes de jugarle otra mala pasada?

Fuera lo que fuese, decidió, era un consuelo pensar que, bajo todas esas estrellas, alguien todavía pensaba personalmente en él.

Sacó su equipo de herramientas y se dispuso a hacer las reparaciones necesarias.

9. UTHACALTHING

Uthacalthing sabía que no era inteligente esperar más tiempo. Sin embargo, allí seguía, con los bibliotecarios, viendo cómo trataban de engatusarlo con otro valioso detalle más, hasta que llegara el tiempo de marcharse.

Observó a los técnicos humanos y neochimpancés apresurarse bajo el alto techo abovedado de la sección de la Biblioteca Planetaria. Todos ellos tenían tareas que realizar y lo hacían con eficiencia y resolución. Y, sin embargo, bajo la superficie podía notarse un fermento, un fermento de miedo apenas contenido.

De un modo espontáneo se formó un rittitis en la parte inferior de su brillante corona. Ése era un glifo que solían usar los padres tymbrimi para tranquilizar a sus hijos cuando estaban asustados.

—No pueden detectarte —le dijo Uthacalthing al rittitis. Y no obstante, éste seguía revoloteando con obstinación, intentando calmar a los jóvenes angustiados.

De todas formas, aquellas personas no eran niños. Hacía sólo dos siglos terrestres que los humanos conocían la Gran Biblioteca. Pero antes de eso habían tenido un proceso histórico de miles de años. Tal vez carecían aún del refinamiento de los galácticos, pero eso a veces les daba ventaja.

Extrañamente. El rittitis estaba indeciso. Uthacalthing puso término al asunto volviendo a introducir el glifo en el lugar que le correspondía, en su propio receptáculo de existencia.

Bajo el abovedado techo de piedra se levantaba un monolito gris de cinco metros, grabado con un sello que representaba una espiral radiada, el símbolo de la Biblioteca desde hacía tres mil millones de años. Junto a él, cargadores de datos llenaban unos cubos cristalinos de memoria. Las impresoras zumbaban y escupían informes encuadernados que rápidamente eran anotados y retirados.

Esta agencia de la Biblioteca, una sucursal de tipo K, era en realidad muy pequeña. Contenía sólo el equivalente a una milésima parte de los libros que los humanos habían escrito antes del Contacto, una miseria en comparación con la sucursal de la Biblioteca en la Tierra o en el sector general de Tanith.

Y, sin embargo, cuando Garth fuera tomado, también esta sala caería en manos del invasor.

Tradicionalmente, eso no significaba nada. Se suponía que la Biblioteca tenía que permanecer abierta a todos, incluso a los grupos que luchaban por el territorio donde ésta se hallaba. Pero en tiempos como aquellos, era una estupidez contar con tales sutilezas. Las fuerzas coloniales de resistencia planeaban llevarse todo lo que pudieran para poder utilizarlo de alguna forma más adelante.