Colgada de la rama de un árbol encontró una de las vainas de esporas en forma de paracaídas, llevada seguramente por el viento desde algún campo de hiedra en placas. La dispersión otoñal ya estaba en marcha. Por fortuna había empezado hacía dos días, antes de que los gubru anunciasen la tregua. Ese hecho podía llegar a ser muy importante.
Era un día extraño, mucho más que cualquier otro desde la noche de los terribles sueños, poco antes de que ascendiera a la montaña para enfrentarse con el cruel legado de sus padres.
Tal vez los gubru están probando de nuevo su derivación hiperespacial.
Había sabido que el ataque de sueños de aquella fatídica noche había coincidido con las primeras pruebas de la nueva instalación de los invasores. Sus experimentos habían provocado la expansión de oleadas de probabilidad incontrolada en todas direcciones, y los psíquicamente sensibles habían experimentado extrañas combinaciones de terror mortal e hilaridad.
Ese tipo de error no parecía propio de los siempre meticulosos gubru, y podía ser, en cambio, la confirmación del informe de Fiben Bolger acerca de los serios problemas de liderazgo en el enemigo.
¿Había sido ésa la causa de que tutsunucann cayera aquella noche de una forma tan repentina y violenta? ¿Había sido toda esa energía suelta la responsable del terrorífico poder de su relación s’ustru’thoon con Uthacalthing?
¿Podía aquello y las siguientes pruebas de esos grandes motores explicar por qué los gorilas habían empezado a comportarse de un modo tan extraño?
De lo único que Athaclena estaba segura era de que se sentía nerviosa y asustada. Pronto, pensó. Pronto llegará el clímax.
Había recorrido ya la mitad del camino de descenso hacia su tienda cuando un par de chimps sin aliento surgieron de la jungla y se dirigieron a toda prisa montaña arriba hacia ella.
—Señorita…, señorita —jadeaba uno de ellos. El otro permanecía a su lado resollando audiblemente.
La lectura inicial de su pánico le provocó una afluencia hormonal, que sólo decreció ligeramente cuando sondeó el miedo de los chimps y captó que no era debido a un ataque enemigo. Era otra cosa lo que los aterrorizaba y parecía haberles hecho perder el juicio.
—Señorita Ath-Athaclena —dijo el primer chimp con voz entrecortada—. Tiene que venir en seguida.
—¿Por qué, Petri? ¿Qué ocurre?
—Los ’rilas —tragó saliva—. ¡No podemos controlarlos!
Con que era eso, pensó. Hacía más de una semana que la grave y átona música de los gorilas estaba causando ataques de nervios a sus vigilantes chimps.
—¿Qué hacen?
—¡Se marchan! —gimió el segundo mensajero.
—¿Qué has dicho? —Athaclena estaba asombrada.
—Se van. —Los ojos castaños de Petri estaban llenos de estupefacción—. ¡Se han levantado y se han ido! ¡Van hacia el Sind y no parece haber nada capaz de detenerlos!
82. UTHACALTHING
Su avance hacia las montañas se había hecho considerablemente más lento en los últimos días. Kault dedicaba casi todo su tiempo a trabajar con sus improvisados instrumentos… y a discutir con su compañero tymbrimi.
Con qué rapidez cambian las cosas, pensó Uthacalthing. Se había esforzado mucho para inducir en Kault aquella fiebre de sospechas y excitación. Y ahora descubría que añoraba su anterior y apacible camaradería, los largos y perezosos días de charlas, recuerdos y exilio común, por más frustrante que entonces pareciese.
Eso había sido, por supuesto, cuando Uthacalthing estaba entero, cuando era capaz de observar el mundo con ojos de tymbrimi y a través del suavizante velo del capricho.
¿Y ahora? Uthacalthing sabía que otros individuos de su raza lo habían considerado serio y duro. Ahora, en cambio, lo considerarían incapacitado. Quizá sería mejor morir.
Me ha sido arrebatado mucho, pensó mientras Kault murmuraba entre dientes en un rincón de su refugio. Fuera soplaban fuertes ráfagas de viento entre la vegetación de la estepa. La luna iluminaba unas largas crestas de colinas que parecían perezosas olas del océano, bloqueadas por una violenta tormenta.
¿Tenía ella que despojarme de tanto?, se preguntó sin ser realmente capaz de sentirlo o preocuparse demasiado.
Athaclena, desde luego, apenas sabía lo que hacía cuando aquella noche decidió que necesitaba invocar la promesa que sus padres habían hecho. S’ustru’thoon no era una cosa para la que alguien pudiera entrenarse. Un recurso tan drástico y que se usaba tan raramente no podía ser bien descrito por la ciencia. Y, por su propia naturaleza, s’ustru’thoon era algo que uno sólo podía hacer una vez en la vida.
Además, ahora que lo consideraba retrospectivamente, recordó algo que en su momento no había notado.
Fue una noche de gran tensión. En las horas anteriores había sentido unas perturbadoras oleadas de energía, como si unos semiglifos fantasmagóricos de gran poder vibraran contra las montañas. Quizás eso explicara por qué la llamada de su hija había tenido tanta fuerza. Había utilizado alguna fuente de energía externa.
Y recordó algo más. En la tormenta s’ustru’thoon que Athaclena había desencadenado, no todo lo que le había sido arrebatado había ido a parar a ella.
Era extraño que no lo hubiese pensado antes; pero ahora, Uthacalthing recordaba que algunas de aquellas esencias habían volado más allá de ella. Aunque no podía ni imaginar dónde habían ido. Tal vez al origen de esas energías que había notado antes. Tal vez…
Uthacalthing estaba demasiado cansado para encontrar teorías racionales. ¿Quién sabe? Tal vez esas energías fueron a parar a los «garthianos». ¡Qué chiste tan malo! No merecía siquiera una leve sonrisa. Y sin embargo, la ironía resultaba alentadora. Demostraba que no lo había perdido todo.
—Ahora ya estoy seguro de ello, Uthacalthing. —La voz de Kault era grave y confiada mientras se volvía para dirigirse a él. Dejó a un lado el instrumento que había construido con viejos objetos recuperados de la colisión.
—¿Seguro de qué, colega?
—Seguro de que nuestras sospechas individuales se concentran en un hecho probable. Mire esto. Los datos que usted me mostró, sus investigaciones privadas con respecto a esas criaturas «garthianas», me han permitido sincronizar mi receptor, y ahora estoy seguro de haber encontrado la resonancia que andaba buscando.
—¿La ha encontrado? —Uthacalthing no sabía qué pensar de ello. Nunca había creído que Kault pudiera encontrar una auténtica confirmación de esas míticas bestias.
—Sé lo que le preocupa, amigo mío —dijo Kault alzando una de sus macizas y correosas manos—. El miedo de que mis experimentos hagan caer sobre nosotros la atención de los gubru. Pero tranquilícese. Estoy usando una banda muy estrecha y reflectando mi rayo en la luna más cercana. Es muy poco probable que lleguen a localizar la fuente de mi pequeña e insignificante sonda.
—Pero… —Uthacalthing sacudió la cabeza—. ¿Qué es lo que busca?