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—¡Esto… esto es inaudito!

—Sin embargo es mi precio. Tómelo o déjelo.

Durante un instante, Uthacalthing sintió la emocionante sospecha de que iba a presenciar algo inesperado. Parecía como si Kault fuese a perder el control…, como si fuera a sufrir un ataque de violencia. Al ver aquellos enormes puños que se crispaban, Uthacalthing notó que su sangre se transformaba con las hormonas de cambio. Una oleada de temor nervioso lo hizo sentirse más vivo de lo que se había sentido en los últimos días.

—Será… será como usted quiere —gruñó Kault al fin.

—Bien. —Uthacalthing suspiró y se relajó. Sacó su ordenador—. Vamos a trabajar juntos en la redacción de este acuerdo.

Les costó más de una hora redactarlo. Cuando estuvo terminado, con la firma de ambos en cada una de las copias, Uthacalthing le dio a Kault una de las grabaciones y se quedó con la otra.

Sorprendente, pensó. Lo había planeado todo para que llegara ese día. Ésta era la segunda parte de su gran broma, finalmente lograda. Haber engañado a los gubru había sido maravilloso. Esto era sencillamente increíble.

Y, sin embargo, en aquellos momentos, Uthacalthing se sentía más aturdido que triunfante. No le atraía la ascensión que tenían por delante: una accidentada vereda hacia las empinadas cimas del macizo de Mulun, seguida de un desesperado intento que terminaría, sin duda, con la muerte de ambos.

—Usted sabe, Uthacalthing, que mi pueblo no aceptara este trato si resulta que yo estoy equivocado. Si los garthianos no existen, los thenanios me repudiarán. Utilizarán todos los recursos diplomáticos para anular este contrato, y yo estaré acabado.

Uthacalthing no miró a Kault. Eso constituía otro motivo más para su sensación de deprimido distanciamiento. Se supone que un gran bromista no ha de sentirse culpable, se dijo. Tal vez he pasado demasiado tiempo entre los humanos.

El silencio se prolongó un rato más, mientras ambos seguían sumidos en sus propias meditaciones.

Naturalmente, Kault sería repudiado. Naturalmente, los thenanios no se dejarían arrastrar a formar una alianza, ni siquiera a firmar la paz con la entente Tierra-Tymbrimi. Lo único que siempre había deseado Uthacalthing era sembrar confusión entre sus enemigos. Si Kault conseguía, por algún milagro, enviar su mensaje y lograba que vinieran los ejércitos thenanios a este planeta distante, entonces los dos grandes enemigos de su pueblo estarían enfrentándose en una gran batalla que los arruinaría… Una batalla por la conquista de nada. De una especie que no existía. Por los fantasmas de unas criaturas asesinadas hacía cincuenta mil años.

¡Qué broma tan maravillosa! Tendría que sentirme feliz. Emocionado.

Con tristeza, reconoció que ni siquiera podía culpar al s’ustru’thoon de su incapacidad para disfrutar con aquello. No podía culpar a Athaclena por el sentimiento que lo embargaba…, el sentimiento de que acababa de traicionar a un amigo.

Oh, bueno, se consoló Uthacalthing. Seguramente todo esto es una entelequia. Para que Kault llegue a un lugar desde donde pueda enviar el mensaje, se necesitarán muchos milagros, cada uno más grande que el anterior.

Todo parecía indicar que morirían inútilmente los dos juntos en el intento.

En su tristeza, Uthacalthing encontró la energía suficiente para extender un poco sus zarcillos. Formaron un sencillo glifo de pena al tiempo que volvía la mirada hacia Kault.

Éste estaba a punto de hablar cuando, de repente, sucedió algo inusitado. Uthacalthing sintió una presencia volar en la noche. Pero desapareció con la misma rapidez que había llegado.

¿Lo he imaginado? ¿Estoy en completa decadencia?

Pero regresó de nuevo. Ahogó un grito de sorpresa al captar cómo rodeaba la tienda en una espiral cada vez más estrecha, rozando finalmente los bordes de su replegada aura. Alzó la vista, intentando distinguir lo que se arremolinaba tras su refugio.

¿Qué estoy haciendo? ¿Tratando de ver un glifo?

Cerró los ojos y dejó que la no-cosa se aproximase. Se abrió a la captación.

¡Puyr’itiirumbul! —gritó.

—¿Qué pasa, amigo? —Kault se volvió bruscamente—. ¿Qué…?

Pero Uthacalthing se había puesto de pie y salía a la oscura noche como si un hilo tirase de él.

Mientras husmeaba y utilizaba todos sus sentidos para buscar en la tenebrosa oscuridad, percibió de pronto un olor transportado por la brisa.

—¿Quién anda ahí? —gritó Uthacalthing—. ¿Quién es?

Vislumbró dos figuras bajo la pálida luz de la luna. ¡Entonces es cierto!, pensó Uthacalthing. Un humano lo había buscado con su sentido de empatía, un sentido tan diestro que bien podría haber pertenecido a un joven tymbrimi.

Y ahí no se acabaron las sorpresas. Miró estupefacto al alto, bronceado y barbudo guerrero, que semejaba el héroe de uno de esos bárbaros cuentos épicos terrestres anteriores al Contacto, y soltó un grito de asombro cuando, de pronto, reconoció a Robert Oneagle, el hijo playboy de la Coordinadora Planetaria.

—Buenas noches, señor —dijo Robert al tiempo que se detenía a unos metros de distancia y se inclinaba ante él.

A poca distancia tras de Robert, el neochimpancé Jo-Jo se retorcía las manos con nerviosismo. Aquello no concordaba con el plan original y temía enfrentarse a la mirada de Uthacalthing.

¿Vhooman’ph? ¡Idatess! —exclamó Kault en galáctico-Seis—. Uthacalthing, ¿qué está haciendo aquí un humano?

Robert hizo una nueva reverencia. Con una cuidadosa pronunciación saludó formalmente a ambos, incluyendo el nombre completo de sus especies respectivas. Luego continuó en galáctico-Siete.

—Honorables caballeros, he recorrido un largo camino para invitarlos a una fiesta.

83. FIBEN

—¡Tranquilo, Tyco, tranquilo!

El animal, normalmente plácido, daba sacudidas y tiraba de las riendas. Fiben, que nunca había sido un buen jinete, se vio obligado a desmontar a toda prisa y agarrar el ronzal del animal.

—Calma, relájate —lo tranquilizó—. Es sólo otra nave de transporte. Las hemos estado oyendo todo el día. Pronto se habrá ido.

Tal como le había prometido, el sonido chirriante se fue apagando apenas la nave pasó sobre ellos y desapareció tras unos árboles cercanos, en dirección a Puerto Helenia.

Muchas cosas habían cambiado desde que Fiben recorriera por primera vez aquel camino, pocas semanas después del inicio de la invasión. En aquel entonces, había seguido una concurrida carretera rodeada de primaverales tonos verdes. En esta ocasión, mientras cruzaba un valle que mostraba los primeros signos de un crudo invierno, sentía las ráfagas de viento a sus espaldas. La mitad de los árboles ya habían perdido sus hojas y éstas volaban arremolinadas por los senderos y praderas. Las huertas no tenían frutos y en los caminos vecinales no había tráfico.