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Parecía que todos los chimps de la ciudad se habían congregado allí. Se apiñaban principalmente al borde del agua: una masa móvil de cuerpos marrones vestidos con trajes invernales cuyas cabezas se movían al ritmo de las aguas de la bahía. Otros chimps se asomaban peligrosamente por las azoteas, y algunos hasta se colgaban de los caños de desagüe.

Resultó providencial que Fiben no fuera a pie. Tyco resultó realmente muy útil para abrirse camino con sus bufidos y golpes de hocico entre los asombrados chimps. Desde su posición privilegiada a lomos del caballo, Fiben pronto pudo enterarse de cuál era el motivo de aquella conmoción.

Como a medio kilómetro en el interior de la bahía se hallaban una docena de barcas de pesca tripuladas por chimps. Algunas de ellas se balanceaban y chocaban entre sí alrededor de una bruñida y blanca nave que brillaba ofreciendo un increíble contraste con las desvencijadas traineras.

La nave gubru estaba inmóvil en el agua. Dos de los pajaroides miembros de la tripulación permanecían en la popa, moviendo los brazos y gorjeando instrucciones que los marinos chimps ignoraban cortésmente, mientras ataban cuerdas a la nave averiada y empezaban a remolcarla poco a poco hacia la orilla.

¿Y qué? Un buen asunto, pensó Fiben. Una patrullera gubru había sufrido una avería. ¿Y eso había sacado a la calle a todos los chimps de la ciudad? Los habitantes de Puerto Helenia debían de andar muy escasos de diversiones.

Entonces se dio cuenta de que sólo unos pocos chimps estaban contemplando aquel rescate sin importancia en las aguas del puerto. La inmensa mayoría miraba hacia el sur, al otro lado de la bahía.

¡Oh! Fiben dejó escapar un suspiro y, también él, se quedó momentáneamente sin habla.

Sobre la distante meseta que ocupaba el cosmodromo colonial se alzaban unas nuevas y brillantes torres. Los radiantes monolitos no se parecían en absoluto a los vehículos de transporte gubru y tampoco a sus inmensas y globulares naves de guerra. Por el contrario, parecían brillantes campanarios…, agujas que se levantaban altas y confiadas y representaban una fe y tradición más antiguas que la vida en la Tierra.

De las elevadas naves espaciales, que transportaban a los dignatarios galácticos, tal como comprendió Fiben, surgían unos diminutos destellos de luz a medida que cruzaban el cielo hacia el oeste y se acercaban al contorno de la bahía. Finalmente, las naves se reunieron en una espiral de tráfico que comenzó a descender sobre la Punta Sur. Era ahí donde todo el mundo en Puerto Helenia parecía sentir que estaba ocurriendo algo especial.

Inconscientemente, Fiben guió al Tyco a través de la multitud y llegó al extremo del muelle principal. Una cadena de chimps, que llevaban unos distintivos ovalados, impedían que la multitud avanzase. Así que fuerzas de seguridad de nuevo, advirtió Fiben. Los marginales resultaron indignos de confianza, y los gubru han tenido que reinstaurar la autoridad civil.

Un chimp que llevaba el brazal de cabo de las fuerzas de seguridad agarró el ronzal de Tyco y empezó a hablar.

—¡Eh, amiguito! No se puede… —parpadeó—. ¡Ifni! ¡Pero si es Fiben…!

Fiben reconoció a Barnaby Fulton, uno de los chimps que habían estado comprometidos en el movimiento urbano clandestino de Gailet. Sonrió, aunque sus pensamientos estaban mucho más allá de las picadas aguas.

—Hola, Barnaby. No te había visto desde la insurrección del valle. Me alegra saber que sigues rascándote.

Habían empezado a llamar la atención. Chimps y chimas miraban hacia ellos, dándose codazos y susurrando en voz baja. Oyó su nombre repetido varias veces. Los susurros de la multitud disminuyeron cuando a su alrededor se formó un círculo de silencio. Dos o tres de los chimps que miraban extendieron la mano para tocar los duros flancos de Tyco o la pierna de Fiben, como para comprobar que eran reales.

—Siempre que pica, Fiben. —Barnaby hacía visibles esfuerzos para imitar la actitud despreocupada de Fiben—. Uh, un rumor hablaba de que estabas por allí —señaló hacia la impresionante actividad que tenía lugar en el otro extremo de la bahía—. Otro decía que te habían detenido y llevado a las montañas. Un tercero…

—¿Qué decía el tercero?

—El tercero… —Barnaby tragó saliva— decía que habías estirado la pata.

—Hummm —comentó Fiben en voz baja—. Creo que los tres son ciertos.

Vio que las traineras habían remolcado ya a la patrullera gubru averiada hasta muy cerca del muelle. Otras barcas tripuladas por chimps navegaban en la distancia, pero ninguna de ellas se decidía a cruzar la línea de boyas que podía verse extendida de un extremo a otro de la bahía.

—Uf, Fiben. —Barnaby miró a derecha e izquierda y continuó hablando en voz baja—. Hay en la ciudad unos cuantos chimps que están reorganizándose. Cuando recuperé mi brazalete tuve que jurar lealtad, pero puedo hacer llegar al profesor Oakes la noticia de que estás aquí.

Estoy seguro de que querrá convocar una reunión para esta noche.

—No tengo tiempo. —Fiben negó con la cabeza—. Tengo que llegar hasta allí. —Señaló hacia donde las brillantes naves resplandecían sobre los promontorios lejanos.

—Yo no lo haría. —Barnaby frunció los labios—. Esas boyas de vigilancia no dejan pasar a nadie.

—¿Han abatido a alguien?

—Bueno, que yo sepa, no. Pero…

Barnaby se interrumpió cuando vio que Fiben tiraba de las riendas y golpeaba al caballo con los talones.

—Gracias, Barnaby. Eso es todo lo que quería saber —dijo.

El servicio de seguridad se hizo a un lado para dejar pasar a Tyco hacia el embarcadero. Un poco más lejos, la pequeña flotilla de rescate acababa de llegar al muelle y se dedicaba a amarrar la reluciente nave de guerra gubru. Los marinos chimps no paraban de hacer reverencias y se movían en incómodas y respetuosas posturas bajo la irritada mirada de los soldados de Garra y de sus terribles robots de batalla.

En contraste, Fiben avanzó con su corcel a suficiente distancia para no tener la obligación de presentar sus respetos a los alienígenas. Pasó erguido frente a la patrullera, ignorándolos por completo, y se dirigió al extremo más alejado del embarcadero, donde los botes pesqueros más pequeños acababan de amarrar.

Cruzó una pierna sobre la silla y desmontó de un salto.

—¿Eres bueno con los animales? —preguntó a un sorprendido marino que lo miraba mientras terminaba de asegurar su embarcación. Cuando éste asintió, Fiben tendió las riendas de Tyco al pasmado chimp—. Entonces haremos un trueque.

Saltó a bordo y se dirigió a la cabina de mandos.

—Mándale la factura por la diferencia al Suzerano de la Idoneidad. ¿Lo has entendido? Al Suzerano de la Idoneidad de los gubru.

El asombrado chimp pareció notar que se le caía la mandíbula. La cerró con un sonoro clac.

Fiben conectó el encendido y quedó satisfecho con el sordo rugido del motor.

—Suelta las amarras —pidió, y en seguida volvió a sonreír—. Gracias. ¡Ah, y cuida bien de Tyco!

El marinero parpadeó. Parecía a punto de enojarse cuando aparecieron varios de los chimps que habían seguido a Fiben. Uno le susurró algo al oído. Entonces sonrió. Se apresuró a soltar las amarras del bote y luego lanzó la cuerda a cubierta. Cuando Fiben chocó torpemente contra el muelle al maniobrar, el chimp se limitó a dar un ligero respingo.

—B… buena suerte —logró decir.