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—¡Eh, Fiben! ¡Suerte! —gritó Barnaby. Fiben saludó con la mano y enfiló mar adentro. Navegó describiendo un abierto arco y pasó casi por debajo de los flancos de la patrullera gubru. Vista de cerca no parecía de un blanco tan resplandeciente. En realidad, el casco acorazado estaba agujereado y corroído. Los soldados de Garra de la tripulación expresaban su frustración con unos agudos e indignados gorjeos.

Fiben no malgastó ni siquiera un pensamiento en ellos mientras viraba y ponía el bote rumbo al sur, hacia la línea de boyas que dividía la bahía y mantenía a los chimps de Puerto Helenia alejados de los importantes quehaceres propios de tutores que se desarrollaban en la orilla opuesta.

El agua, cubierta de espuma y agitada por el viento, tenía un color grisáceo debido a los habituales detritus que los vientos de levante arrastraban en esa época del año, desde hojas secas a plumas de pájaro, pasando por unos paracaídas casi transparentes de hiedra en placas. Fiben tuvo que reducir la velocidad para evitar las acumulaciones de detritus y las desvencijadas barcas de todo tipo llenas de expectantes chimps.

Mientras se acercaba a la barrera a poca velocidad, pasó junto a la última embarcación, cargada con los chimps más atrevidos y curiosos de Puerto Helenia, y se sintió observado por muchos ojos.

Goodall, ¿sé realmente lo que estoy haciendo?, se preguntó. Hasta entonces había actuado siguiendo un impulso automático. Pero ahora se daba cuenta de que se había metido en un buen lío. ¿Qué esperaba conseguir obrando de aquel modo? ¿Qué iba a hacer? ¿Colarse en la ceremonia? Miró las impresionantes naves espaciales que brillaban en todo su esplendor, llenas de poderío.

¡Como si fuera asunto suyo meter su semi-elevada nariz en las cuestiones de esos seres de antiguos y poderosos clanes! Todo lo que iba a conseguir sería provocar su propia vergüenza, y probablemente la de toda su raza.

—Tengo que pensar en esto —murmuró. Dejó el motor de la barca en punto muerto mientras se acercaba a la línea de boyas. Fue consciente de la cantidad de gente que lo estaba mirando en aquellos momentos.

Mi gente. Se… se supone que yo la tenía que representar.

Sí, pero me escabullí y ahora el Suzerano ya debe de haberse dado cuenta de su error y habrá tomado otra decisión. O habrán vencido los otros Supéranos y seré carne muerta si aparezco por allí.

Se preguntó qué pensarían si supieran que hacía sólo dos días había maltratado y secuestrado a uno de sus tutores, de hecho a su comandante legal. ¡Vaya representante de la raza!

Gailet no necesitaba a un tipo como yo. Le irá mejor sin mí.

Giró el timón, y el bote pasó cerca de una de las boyas blancas. La miró mientras se alejaba.

Vista de cerca, también parecía bastante vieja. Incluso un poco corroída. Pero, en su humilde posición, ¿quién era él para juzgarlo?

Fiben parpadeó ante tal pensamiento. ¡Ahora estaba exagerando demasiado!

Miró la boya y frunció los labios. ¿Por qué, por qué vosotrosengañosos hijos de puta…?

Desconectó los impulsores y dejó el motor de nuevo en punto muerto. Cerró los ojos y se apretó las manos contra las sienes, intentando concentrarse.

Me estoy frenando a mí mismo con otra barrera de miedo, como aquella noche junto a la verja de la ciudad. Pero ésta es más sutil. Juega con mi propio sentimiento de inutilidad. Abusa de mi humildad.

Abrió los ojos y miró la boya que había quedado atrás. Al fin sonrió.

¿Qué humildad? —preguntó en voz alta. Rió al tiempo que giraba el timón y ponía el motor otra vez en marcha. Ahora, al dirigirse hacia la barrera, no titubeó ni prestó atención a las dudas que los aparatos intentaban meterle en la mente.

—Después de todo —murmuró—, ¿qué pueden hacer para perturbar la confianza de un individuo con delirios de autosuficiencia?

Mientras dejaba atrás las boyas con sus dudas artificialmente inducidas, Fiben comprendió que el enemigo había cometido un gran error con todo aquello. La decisión que lo embargaba ahora era el total contraste de sus dudas anteriores. Se aproximaba a la franja opuesta de tierra con el ceño fruncido por una fiera determinación.

Algo ondeó en el aire golpeándole la rodilla. Miró hacia abajo y vio la plateada túnica ceremonial, la que había encontrado en el armario de la prisión. La había plegado bajo el cinturón antes de montar a caballo y salir atropelladamente hacia el puerto. No era extraño que en los muelles la gente lo mirase de aquella forma.

Fiben soltó una carcajada. Sujetando el timón con una mano, se enfundó la prenda de seda al tiempo que se dirigía hacia un silencioso rincón de la playa. Los acantilados le impedían ver qué estaba ocurriendo sobre el mar, más allá de la estrecha península. Pero el zumbido de las naves espaciales que seguían descendiendo, era —eso esperaba— una señal de que aún tenía tiempo.

Llevó el bote hasta una plataforma de brillante arena blanca, que ahora había perdido su atractivo por los restos flotantes arrastrados por la marea. Estaba a punto de saltar en el rompiente de las olas, donde las aguas le llegaban a la rodilla, cuando miró hacia atrás y vio que parecía estar ocurriendo algo en Puerto Helenia. El aire le llevaba débiles gritos de excitación. La inestable masa de formas marrones del muelle se dirigía ahora hacia la derecha.

Tomó un par de binoculares que colgaban del cabrestante y los enfocó hacia la zona del puerto.

Los chimps corrían de un lado a otro y muchos señalaban excitados hacia la entrada principal de la ciudad.

Pero un grupo cada vez más numeroso parecía dirigirse en la otra dirección… aparentemente no por miedo, sino por confusión. Los más excitados daban brincos y algunos caían al agua y tenían que ser izados por los más sensatos.

Lo que estaba ocurriendo no parecía causar pánico sino una intensa y casi total estupefacción.

Fiben no tenía tiempo para quedarse allí e intentar resolver aquel nuevo rompecabezas. En aquellos momentos creyó comprender sus modestos poderes de concentración.

Concéntrate en un solo problema a la vez, se dijo. Llegar hasta Gailet. Decirle que sientes mucho haberla abandonado y que no volverás a hacerlo nunca más.

Hasta él podía comprender algo tan sencillo como eso.

Encontró un sendero que ascendía desde la playa. Era escarpado y peligroso, en especial con aquellas ráfagas de viento. Sin embargo, se apresuró. El único límite a su paso fue el impuesto por la cantidad de oxígeno que sus limitados pulmones y su corazón podían bombear.

84. UTHACALTHING

Los cuatro formaban un grupo peculiar, mientras avanzaban a toda prisa hacia el norte, bajo un cielo encapotado. De vez en cuando, algunos animales nativos salían a mirarlos, parpadeando con momentánea estupefacción antes de esconderse de nuevo en sus madrigueras, prometiéndose no volver a abandonar la tarea de comer semillas maduras.

Para Uthacalthing, sin embargo, la forzada marcha era casi una humillación. Los demás, al parecer, tenían ventaja sobre él.

Kault jadeaba y resoplaba y era evidente que no le gustaba el accidentado terreno; pero una vez que el voluminoso thenanio se ponía en marcha, mantenía un ímpetu imparable.