Fiben intentó ver lo que pasaba pero los postreros reflejos del sol en las pálidas aguas le imposibilitaban distinguir qué ocurría allí entre las sombras. Aunque vio que la bahía estaba totalmente llena de botes y que muchos de ellos desembarcaban sus pasajeros en la playa desierta a la que él había llegado horas antes.
Sencillamente, los chimps de la ciudad habían acudido para ver mejor lo que sucedía en el monte. Esperaba que ninguno de ellos se comportase mal, aunque dudaba de que pudieran hacer mucho daño. Los galácticos sabían que la curiosidad de los monos era un rasgo característico de la especie y actuarían conforme a ello. Seguramente a los chimps les habían ofrecido un puesto de observación al pie del monte, tal como era su derecho según la Ley Galáctica.
No podía permitirse malgastar más tiempo especulando. Fiben se volvió para seguir el recorrido a toda prisa. Y, aunque superó el examen en Historia Galáctica, sabía que su resultado no había contribuido mucho a su puntuación total.
Se alegró de llegar a la ladera occidental. Ahora que el sol había descendido, en esta vertiente el viento no castigaba con tanta fuerza. Fiben tembló mientras se afanaba por ganar lentamente terreno respecto al grupo, cada vez más pequeño, que le precedía.
—Despacio, Gailet —murmuró—. ¿No puedes aminorar la carrera o algo así? No es necesario que contestes cada pregunta en el mismo instante en que te la formulan. ¿No te das cuenta de que estoy aquí?
En su interior, una parte depresiva pensaba que tal vez sí se había dado cuenta pero que no le importaba.
88. GAILET
Cada vez le parecía más difícil interesarse por lo que estaba haciendo. Y la causa de su desinterés no era sólo la fatiga de un largo y duro día o la responsabilidad de saber que todos esos chimps asombrados confiaban en que ella los condujera adelante y hacia arriba en ese laberinto de pruebas cada vez más exigentes.
Tampoco se debía a la presencia constante a su lado del gran chimp conocido como Puño de Hierro. Resultaba, en verdad, frustrante ver cómo salía airoso de pruebas que otros chimps mejores habían suspendido. Y por ser el otro elegido por los patrocinadores, iba siempre detrás de ella, con una sonrisa presuntuosa y exasperante. Sin embargo, Gailet podía apretar los dientes e ignorarlo casi todo el tiempo.
Tampoco eran las pruebas mismas lo que la trastornaban. ¡Maldita sea, eran lo mejor del día! ¿Quién fue el sabio humano que dijo que el placer más puro y la fuerza mayor en el desarrollo de la Humanidad había sido siempre la alegría de un cuidadoso trabajador ante su obra? Mientras Gailet se concentraba en las respuestas, podía olvidarse de casi todo; del mundo, de las Cinco Galaxias, pero no del reto de demostrar su valía. Por debajo de todas aquellas crisis y lóbregas cuestiones sobre el honor y el deber, estaba siempre la límpida satisfacción por haber terminado una tarea y por saber que lo había hecho bien incluso antes de que se lo dijeran los examinadores del Instituto.
No, no eran las pruebas lo que le molestaba. Lo que más la trastornaba era !a creciente sospecha de que había hecho una elección equivocada.
Hubiera debido negarme a participar, pensó. Tendría que haber dicho simplemente no.
Oh, la lógica era la misma que antes. De acuerdo con el protocolo y con todas las reglas, los gubru la habían puesto en una posición en la que ella no había tenido elección posible, por su propio bien, por el de su raza, por el de su clan.
Y, sin embargo, sabía que la estaban utilizando, y eso la hacía sentirse deshonrada.
Durante la última semana de estudio en la Biblioteca, con frecuencia se había quedado traspuesta ante las pantallas que brillaban con arcanos datos. Sus sueños se veían siempre perturbados por pájaros que sostenían ante ella amenazantes instrumentos. Veía imágenes de Fiben y de Max que bloqueaban sus pensamientos cada vez que se despertaba sobresaltada.
Entonces llegó el Día. Se había puesto la túnica con un sentimiento de alivio, de que, al menos, todo se aproximaba ya al final. Pero ¿qué final?
Una chima delgada salió del puesto de examen más próximo y se dirigió hacia Gailet, secándose la frente con la manga de su túnica plateada. Micaela Noddings era sólo una maestra de la escuela primaria, con carnet verde, pero había demostrado ser más adaptable y resistente que varios carnets azules que ya recorrían de regreso la solitaria espiral. Gailet sintió un inmenso alivio al ver a su nueva amiga entre los candidatos. Extendió el brazo para tomar a la chima de la mano.
Éste casi lo suspendo, Gailet —dijo Micaela. Sus dedos temblaban entre los de Gailet.
—Ahora no te desmorones sobre mí —le dijo Gailet en tono tranquilizador. Acarició los sudorosos mechones de su compañera—. Tú me das fuerza. No podría seguir adelante si tú no estuvieras.
—Eres una mentirosa, Gailet. —En los ojos castaños de Micaela había una dulce gratitud mezclada con ironía—. Eres muy amable por decir eso, pero tú no necesitas a nadie, y mucho menos a alguien como yo. Cualquier prueba que yo pase tú la superarás cien veces más fácilmente.
En realidad, aquello no era estrictamente cierto. Gailet suponía que los exámenes del Instituto de Elevación estaban de algún modo graduados no sólo para medir lo inteligente que era un sujeto sino también para saber qué interés ponía en ellos. Por supuesto, Gailet tenía ventajas sobre la mayoría de los otros chimps en cuanto a preparación, y tal vez en coeficiente de inteligencia, pero en cada prueba le resultaba más difícil concentrarse.
Otro chimp, un marginal conocido como Comadreja, salió del puesto y caminó hacia donde estaba Puño de Hierro con un tercer miembro de la banda. Comadreja no parecía demasiado incómodo. De hecho, los tres marginales supervivientes parecían relajados y llenos de confianza. Puño de Hierro notó que Gailet lo miraba y le dedicó un guiño. Ella desvió la vista rápidamente.
Un último chimp salió del puesto de pruebas y sacudió la cabeza.
—Bueno, esto se acabó.
—¿Entonces, profesor Simmins…?
El profesor se encogió de hombros y Gailet suspiró. Aquello no tenía sentido. Allí había algo que no iba bien puesto unos chimps cultos y eruditos estaban suspendiendo mientras que el grupo de Puño de Hierro continuaba sin ser descalificado.
Claro que el Instituto de Elevación podía juzgar la «madurez» de un modo diferente que el clan de los humanos. Después de todo, Puño de Hierro, Comadreja y Barra de Acero eran inteligentes. Tal vez los galácticos no considerasen los diversos defectos de carácter de los marginales como algo tan terrible y detestable como lo era para los terrestres.
Pero no, aquélla no era en absoluto la razón, pensó Gailet mientras ella y Micaela se ponían al frente de los veinte que quedaban y abrían de nuevo el camino de ascenso. Gailet sabía que detrás de aquello debía de haber algo más. Los margis eran demasiado petulantes. De algún modo sabían que las pruebas estaban amañadas.
Resultaba chocante. Se suponía que los Institutos Galácticos estaban por encima de todo reproche. Pero ahí estaba la prueba. Gailet se preguntaba qué podía hacerse al respecto, si es que algo podía hacerse.
Cuando se acercaban al siguiente puesto de examen, dirigido por un rollizo soro de piel correosa, a quien ayudaban seis robots, Gailet miró a su alrededor y, por primera vez, se dio cuenta de una cosa. Casi todos los observadores galácticos de brillantes ropajes, los alienígenas que no estaban afiliados al Instituto y que habían asistido como espectadores y para participar en la diplomacia informal, casi todos se habían marchado. Aún pudo ver a algunos que se movían a toda prisa montaña abajo, en dirección este, como atraídos por algo interesante que ocurriera en esa zona.