—Puño de Hierro Hansen, macho, ciudadano de Garth, confederación de Terragens, clan de la Tierra.
Los chimps que quedaban ahogaron un grito de sorpresa y consternación. Pero Gailet, al ver que sus peores temores se confirmaban, se limitó a cerrar los ojos. Hasta ahora se había agarrado a la esperanza de que el Suzerano de la Idoneidad tuviera aún poder entre los gubru. Que pudiera obligar al Triunvirato a actuar con justicia. Pero ahora…
Notó que él se ponía a su lado y supo que el chimp que más odiaba estaba allí con aquella sonrisa.
¡Basta! ¡Ya he aguantado demasiado! Seguramente la Gran Examinadora sospecha algo. Si yo le dijera…
Pero no se movió ni abrió la boca para hablar.
De repente, y con una brutal claridad, Gailet se dio cuenta de por qué había soportado aquella farsa durante tanto tiempo.
Han estado jugando con mi mente.
Ahora todo tenía sentido. Se acordó de los sueños.… pesadillas de impotencia bajo la sutil e inquebrantable coerción de unos aparatos sostenidos por unas garras insensibles.
El Instituto de Elevación no debe de estar equipado para poder probarlo.
¡Claro que no! Las Ceremonias de Elevación eran unas ocasiones de alegría tanto para los tutores como para los pupilos. ¿Quién había oído nunca hablar de un representante de la raza que fuera condicionado u obligado a participar?
Tuvieron que hacerlo después de que Fiben se marchara. El Suzerano de la Idoneidad no hubiese admitido tal cosa. Si la Gran Examinadora lo supiera, podríamos sacarles a los gubru un buen pellizco en indemnizaciones.
—Yo… —Gailet había abierto la boca e intentaba que le salieran las palabras. La Gran Examinadora la miraba.
En la frente de la chima se condensaba el sudor. Todo lo que tenía que hacer era formular una acusación. ¡Incluso con insinuarla bastaría!
Pero era como si su cerebro se hubiese helado, como si no supiese formar las palabras.
Afasia, por supuesto. Los gubru habían aprendido lo fácil que era imponerse a un neochimpancé. Un humano, por ejemplo, habría sido capaz de romper el cerco, pero Gailet sabía que en su caso todo era inútil.
No podía leer las expresiones de los artropoides, pero en cierto modo la serentini parecía decepcionada. La Examinadora retrocedió.
—Diríjanse a la derivación hiperespacial —dijo.
¡No! quiso gritar Gailet, pero todo lo que surgió de su boca fue un débil suspiro al tiempo que notaba cómo levantaba por impulso propio la mano derecha y agarraba la izquierda de Puño de Hierro. Él se la asió con fuerza y ya no pudo soltarse.
Fue entonces cuando sintió cómo se formaba una imagen en su mente, una cara pajaril, con un pico amarillo y unos ojos fríos e imperturbables. Por más que se esforzara, no podía librarse de aquella imagen. Gailet comprendió que la iba a llevar consigo hasta la cima del monte ceremonial y que, una vez allí, ella y Puño de Hierro la proyectarían hacia arriba, hacia el óvalo de espacio desviado, para que todo el mundo la viera, allí y en otros cien mundos distintos.
La parte de su mente que aún le pertenecía, la entidad lógica, ahora aislada y sin capacidad, veía la funesta y fría base de aquel plan.
Oh, seguro que los humanos podrían reivindicar que la elección de aquel día había sido trucada y, con toda probabilidad, más de la mitad de los clanes de las Cinco Galaxias los creerían. Pero eso no cambiaba nada. La elección seguiría teniendo validez. La opción alternativa sería desacreditar a todo el sistema. La civilización estelar estaba sometida a tantas presiones, en aquel momento, que no podría soportar muchas más dificultades.
De hecho, bastantes clanes pensarían que ya había habido suficientes problemas a causa de una pequeña tribu de lobeznos. Tuvieran o no razón, se desencadenaría un sentimiento general para que el problema se resolviera de una vez por todas.
Se le ocurrió de repente. Los gubru no querían ser sólo los protectores de los chimps en su nuevo estadio de evolución. ¡Querían exterminar a la Humanidad!. Cuando lo lograran, la raza de los chimps pasaría a ser adoptada por los invasores y Gailet no tenía ninguna duda acerca de cómo sería eso.
El corazón de la chima latía con fuerza. Se debatía para no seguir la dirección que Puño de Hierro le marcaba, pero era en vano. Deseó sufrir un ataque.
¡Quiero morir!
La vida apenas le importaba. Lo más probable era que inmediatamente después de la ceremonia tuvieran planeado hacerla desaparecer, para eliminar así las pruebas. ¡Oh, Ifni y Goodall, matadme ahora mismo! quiso gritar.
En aquel momento surgieron las palabras. Las palabras… pero no era su voz quien las pronunciaba.
—¡Alto! ¡Se ha cometido una injusticia y solicito una audiencia!
Gailet nunca creyó que su corazón pudiese llegar a latir tan deprisa, pero ahora la taquicardia la hacía sentirse debilitada. Oh, Dios mío, por favor.
Oyó maldecir a Puño de Hierro y notó que le soltó la mano. Ese simple hecho la llenó de alegría. Se oyeron los gritos de un enojado gubru y las exclamaciones de sorpresa de los chimps. Alguien, suponía que Micaela, la tomó del brazo y la llevó consigo.
Ya era completamente de noche. Se veían unas nubes dispersas iluminadas por los faros del montículo y por el turbulento y radiante túnel de energía que estaba tomando forma sobre la montaña artificial. Bajo el brillo de los faros de un vehículo flotante divisó a un chimp con la túnica ceremonial cubierta de polvo que se aproximaba desde el último puesto de pruebas. Se secaba el sudor de la frente y avanzaba a grandes pasos hacia los tres sorprendidos oficiales.
Fiben, pensó Gailet. Asombrada, descubrió que lo primero que volvía a asentarse en ella eran las viejas costumbres. Oh, Fiben, no seas jactancioso. Recuerda el protocolo.
Al darse cuenta de su actitud Gailet fue presa de una risa histérica. Eso la liberó parcialmente de su inmovilidad y consiguió llevarse una mano a la boca para ahogar un grito.
—Oh, Fiben —suspiró.
Puño de Hierro gruñó, pero el recién llegado se limitó a hacer caso omiso del marginal. La miró y le guiñó un ojo. Gailet se sorprendió al ver que un gesto que antes siempre la había enfurecido ahora hacía que sus rodillas temblaran de alegría.
Fiben se plantó frente a los tres oficiales y les dedicó una reverencia. Luego, con los brazos cruzados en señal de respeto, esperó que le dieran permiso para hablar.
—… deshonrosas, incorregibles, impermisibles interrupciones —retumbaba el vodor del gubru—. Exigimos una inmediata destitución y sanción, castigo…
El ruido se interrumpió de pronto cuando la Gran Examinadora utilizó uno de sus brazos delanteros para desconectar el vodor. Se acercó a Fiben con delicadeza y le habló.
—Joven, te felicito por haber recorrido todo el camino de ascensión hasta aquí tú solo. Tu llegada ha proporcionado mucho del interés y la originalidad que hacen de esta celebración la más memorable de todas las que constan en los archivos. En virtud del resultado de tus exámenes y de otros logros, te has ganado un puesto en este pináculo. —La serentini cruzó dos brazos e inclinó la parte delantera de su cuerpo—. Ahora —dijo al incorporarse de nuevo—, hemos de asumir que tienes que formular una queja. ¿Una lo bastante importante como para justificar la brusquedad de tu tono?