Bajo la luz de la luna, Puerto Helenia se veía incluso más pequeño y desolado que la diminuta y amenazada ciudad que parecía de día. El invierno había casi terminado pero aún soplaba una fría brisa procedente del este, que hacía revolotear las hojas en las calles casi desiertas de la ciudad mientras su chófer lo llevaba de regreso al recinto de la cancillería. El viento transportaba un olor húmedo y Uthacalthing imaginó que podía oler las montañas donde su hija y Robert Oneagle se habían refugiado.
Fue una decisión por la que los padres no habían recibido demasiadas muestras de agradecimiento.
De camino a la embajada tymbrimi, el coche tenía que pasar de nuevo frente a la sección de la Biblioteca. El chófer tuvo que reducir velocidad para ser adelantado por otro vehículo Por esta razón, Uthacalthing fue obsequiado con una extraña visión: un thenanio de la casta más alta que caminaba furioso bajo las luces de la calle. Detente aquí, por favor —dijo de repente.
Frente al edificio de piedra de la Biblioteca zumbaba un gran vehículo flotador. De su cúpula elevada emanaba luz, creando un oscuro ramillete de sombras en las amplias escalinatas. Cinco de ellas pertenecían sin lugar a dudas a cinco neochimpancés con sus largos brazos extendidos. Dos sombras en penumbra, aún más largas, procedían de unas delgadas figuras que permanecían junto al flotador. Un par de estoicos y disciplinados ynnin estaban tan inmóviles que parecían altos canguros guerreros, allí quietos como estatuas.
Su jefe y tutor, el que poseía la sombra más grande, se destacaba entre los pequeños terráqueos. Macizos y fuertes, los hombros de esas criaturas parecían fusionarse con sus cabezas en forma de proyectil. El segundo de ellos tenía una alta y rizada cresta como la de los cascos de los guerreros griegos.
Al salir del coche, Uthacalthing oyó una voz muy fuerte, rica en sibilantes guturales.
—¿Natha’kl ghoom’ph? ¡Veraich’sch hooman’vlech! ¡Nittaro K’Anglee!
Los chimpancés sacudieron la cabeza, confundidos y claramente intimidados. Era obvio que ninguno de ellos hablaba galáctico Seis. Y, sin embargo, cuando el enorme thenanio avanzó, los pequeños terrestres se movieron para intervenir, inclinándose ante él pero mostrándose reacios a dejarlo pasar.
Eso sólo consiguió que el thenanio se pusiera más nervioso.
—¡Idatess! Nittaril kollunta…
El inmenso galáctico se detuvo de repente al ver a Uthacalthing. Su boca plumífera y pajaril permaneció cerrada al cambiar a galáctico-Siete, hablando a través de sus ranuras respiratorias.
—¡Oh, Uthacalthing!, ab-Caltmour ab-Brma ab-Krallnith ul-Tytlal! ¡Yo te saludo!
Uthacalthing hubiera reconocido a Kault en una ciudad atestada de thenanios. El gran y pomposo macho de la casta alta sabía que el protocolo no exigía el uso completo de los nombres de la especie en los encuentros casuales. Pero a Uthacalthing no le quedaba otra opción que saludarlo del mismo modo.
—Kault, ab-Wortl ab-Kosh ab-Rosh ab-Tothtoon ul-Paimin ul-Rammin ul-Ynnin ul-Olumimim. Yo también te saludo.
Cada «ab» del largo patronímico se refería al nombre de las razas de las que descendía el clan thenanio, hasta la más antigua de las que todavía existían. «Ul» precedía al nombre de las especies a las que los thenanios habían elevado a la ciencia de los viajes espaciales. Los congéneres de Kault habían estado muy atareados el último megaaño. Se jactaban sin cesar de su largo nombre de especie.
Los thenanios eran idiotas.
—Uthacalthing, tú eres un experto en esa porquería de lengua que usan los terrestres. Por favor, explica a estas criaturas ignorantes y semielevadas que quiero entrar. Necesito utilizar la sección de la Biblioteca y si no se hacen a un lado me veré obligado a pedir que sus tutores los castiguen.
Uthacalthing se encogió de hombros, ese gesto estándar que denotaba la penosa imposibilidad de obedecer.
—Sólo están cumpliendo con su deber, enviado Kault. Cuando la Biblioteca está totalmente dedicada a asuntos de defensa planetaria, se puede restringir el paso durante un breve período de tiempo sólo a los inquilinos.
Kault miró a Uthacalthing sin pestañear. Sus ranuras respiratorias se hincharon.
—Niños —murmuró por lo bajo en un oscuro dialecto del galáctico-Doce, sin darse cuenta quizá de que Uthacalthing lo entendía—. ¡Infantes, dirigidos por niños indisciplinados, cuyos tutores son unos delincuentes juveniles!
Los ojos de Uthacalthing se separaron y sus zarcillos vibraron de ironía. Formaron el fsu’usturatu, un glifo de hilaridad y diversión.
Es maravilloso que los thenanios tengan la sensibilidad de una piedra para los asuntos de. empatía, pensó Uthacalthing al tiempo que se apresuraba a borrar el glifo. De entre los clanes galácticos implicados en la corriente actual de fanatismo, los thenanios eran menos odiosos que la mayoría. Algunos de ellos en realidad pensaban que estaban actuando por el bien de aquellos a quienes conquistaban.
Era evidente a quién se refería Kault cuando habló de «delincuentes» que con su liderazgo descarriaban a los terrestres. Uthacalthing no se sintió ofendido en lo más mínimo.
—Estos niños pilotan naves espaciales, Kault —le respondió en el mismo dialecto, para sorpresa del thenanio—. Los neochimpancés pueden llegar a ser los mejores pupilos que surjan en medio megaaño…, con la posible excepción de sus primos, los neodelfines. ¿No tenemos que respetar, pues, su auténtico deseo de cumplir con su deber?
—Mi amigo tymbrimi… —La cresta de Kault se puso rígida al oír hablar de la otra raza pupila de la Tierra—. ¿Significa eso que sabe algo más sobre la nave de los delfines? ¿La han localizado ya?
Uthacalthing se sintió un poco culpable por estar tomándole el pelo a Kault. Después de todo, no era mal tipo. Procedía de una facción política minoritaria que incluso había hablado con los tymbrimi en favor de la paz. Sin embargo, Uthacalthing tenía sus motivos para excitar la curiosidad de su colega diplomático y se había preparado para un encuentro como ése.
—Tal vez he dicho más de lo que debiera. Por favor, no vuelva a pensar en ello. Y ahora lo siento mucho, pero tengo que marcharme o llegaré tarde a una reunión. Le deseo buena suerte y supervivencia en los días que se avecinan, Kault.
Hizo la reverencia informal de un tutor a otro y giró sobre sus talones. Pero por dentro, Uthacalthing se reía, porque sabía la verdadera razón por la que Kault estaba en la Biblioteca. El thenanio sólo había ido allí a buscarlo a él.
—¡Espere! —gritó Kault en ánglico.
—¿Sí, respetable colega? —Uthacalthing se volvió.
—Yo —Kault cambió a galSiete— tengo que hablar con usted respecto a la evacuación. Como ya debe saber, mi nave está en mal estado. En este momento, carezco de transporte. —La cresta del thenanio vibró de incomodidad. El protocolo y la diplomacia eran una cosa, pero era evidente que al tipo no le gustaba la idea de tener que quedarse en la ciudad cuando aterrizasen los gubru—. Debo pues preguntarle si hay alguna posibilidad de que podamos discutir acerca del apoyo mutuo. —La enorme criatura dijo todas esas palabras a borbotones.
Uthacalthing fingió sopesar la idea con gravedad. Después de todo, su especie y la de Kault estaban oficialmente en guerra en aquel momento. Finalmente asintió: