—Actuarán según su propio interés —dijo Uthacalthing—. La cuestión es si serán capaces de saber qué es lo bueno para ellos.
—¿Qué quiere decir?
—Quiero decir que, al parecer, los gubru iniciaron esta expedición con unos objetivos muy confusos. Su Triunvirato es el reflejo del enfrentamiento de las distintas facciones de su planeta natal. La idea inicial de la expedición era la de utilizar a la población de Garth como rehenes para arrancar ciertos secretos al Concejo de Terragens. Pero se dieron cuenta de que la Tierra es tan ignorante como todos los demás en cuanto al descubrimiento que hizo esa ignominiosa nave vuestra tripulada por delfines.
—¿Se ha sabido algo nuevo del Streaker? —interrumpió Robert.
—Los delfines —prosiguió Uthacalthing, tras suspirar y desarrollar un glifo palanq en espiral— parecen haber escapado milagrosamente de una trampa que les tendió una docena de los más fanáticos clanes tutores. Toda una asombrosa proeza, y ahora el Streaker parece haberse esfumado en los caminos estelares. Los humillados fanáticos perdieron mucho prestigio y las tensiones han alcanzado incluso más alto nivel que antes. Es una razón más que tienen los Maestros de la Percha gubru para incrementar su miedo.
—Así que cuando los invasores descubrieron que no podían utilizar los rehenes para obtener los secretos de la Tierra por la fuerza, los Suzeranos buscaron otra manera de sacar provecho de su costosa expedición —dedujo Gailet.
—Exacto. Pero cuando el primer Suzerano de Costes y Prevención murió, el proceso de liderazgo se desestabilizó. En lugar de negociar hacia un consenso en la política, los tres Suzeranos se lanzaron a una desenfrenada competición para alcanzar la posición suprema en la Muda. No estoy seguro de comprender todavía todos los planes que allí se barajaron. Pero el último les va a costar muy caro. El interferir flagrantemente en el justo resultado de una Ceremonia de Elevación es una cuestión muy grave.
Robert vio que Gailet hacía un gesto de repugnancia al recordar cómo había sido utilizada. Sin abrir los ojos, Fiben alargó una mano y tomó la de la chima.
—Y todo esto, ¿en qué posición nos deja a nosotros? —preguntó Robert a Uthacalthing.
—Tanto el sentido común como el honor exigirán de los gubru que cumplan su pacto con la Tierra. Es la única salida de este terrible aprieto.
—Pero usted no cree que ellos lo vean de este modo.
—¿Me quedaría confinado aquí, en terreno neutral, si lo creyese? Tú y yo, Robert, estaríamos con Athaclena ahora mismo, cenando khoogra y otras exquisiteces que tengo escondidas, y hablaríamos horas y horas, oh, de tantas cosas… pero esto no ocurrirá hasta que los gubru se decidan entre la lógica y la autoinmolación.
—¿Tan mal pueden ponerse las cosas? —Robert sintió un escalofrío. Los chimps también escuchaban con atención.
—Éste es un planeta maravilloso. —Uthacalthing miró a su alrededor. Inhaló la dulzura del helado aire como si se tratase de un vino añejo—. Y sin embargo ha sufrido muchos horrores. A veces, lo que conocemos como civilización se dedica a destruir las mismas cosas que ha jurado proteger.
94. GALÁCTICOS
—¡Tras ellos! —gritó el Suzerano de Rayo y Garra—, ¡Perseguidles! ¡Dadles caza!
Los soldados de Garra y sus robots de batalla se abalanzaron sobre una pequeña columna de neochimps y los cogieron por sorpresa. Los peludos terrestres se dispusieron a luchar, disparando rudimentarias armas contra los gubru. Consiguieron hacer explotar dos pequeñas bolas de fuego que provocaron una lluvia de plumas chamuscadas, pero la resistencia resultó prácticamente inútil. De inmediato, el Suzerano se puso a caminar delicadamente entre los restos de los árboles y mamíferos abatidos. Cuando sus oficiales le informaron que sólo encontraban cadáveres de chimps, lanzó un juramento.
Había oído historias de que por allí había otros seres, humanos y tymbrimi, sí, y también los tres veces malditos thenanios. ¿Cómo es que ninguno de ellos había surgido repentinamente de la jungla? ¡Tenían que estar todos aliados! ¡Tenía que tratarse de un complot!
Se recibían constantes mensajes, súplicas, demandas para que el almirante regresara a Puerto Helenia y se reuniese en cónclave, en un encuentro, en un nuevo debate para el consenso con los otros dos dirigentes.
¡Consenso! El Suzerano de Rayo y Garra escupió sobre el tronco de un árbol destrozado. Ya sentía el reflujo de las hormonas, la lixiviación de un color que casi le había pertenecido.
¿Consenso? ¡El almirante iba a enseñarles qué era el consenso! Estaba decidido a recuperar su posición de líder. Y el único modo de hacerlo, después de esa catastrófica Ceremonia de Elevación, era demostrándoles la eficacia de la opción militar Cuando llegasen los thenanios a reclamar sus premios garthianos, se encontrarían con sus armas. ¡Que se ocuparan de la Elevación de sus nuevos pupilos desde el espacio profundo!
Naturalmente, para tenerlos a raya y poder devolver el planeta a los Maestros de la Percha, necesitaba la completa seguridad de que no se producirían ataques por la retaguardia, desde la superficie. ¡La oposición de tierra tenía que ser eliminada!
El Suzerano de Rayo y Garra se negaba incluso a considerar la posibilidad de que la ira y la venganza hubieran también coloreado sus decisiones. Admitir tal cosa significaría empezar a caer bajo el predominio de la Idoneidad. Algunos de los oficiales habían desertado ya y sólo habían regresado a sus puestos porque el mojigato sumo sacerdote así lo había ordenado. Aquello resultaba especialmente irritante.
El almirante estaba dispuesto a recuperar la lealtad de estos oficiales por sus propios medios: ¡con la victoria!
—Los nuevos detectores funcionan, son efectivos, son eficientes —danzó de satisfacción—. Nos permiten cazar a los terrestres sin que sea necesario rastrear materiales especiales. ¡Podemos localizarlos por su misma sangre!
Los ayudantes del Suzerano compartían su satisfacción. A aquel paso, pronto todos los irregulares serían eliminados.
Una mortaja pareció caer sobre la celebración cuando se supo que uno de los transportes de tropas que los había llevado hasta allí estaba averiado. Otra consecuencia de la plaga de corrosión que azotaba el material gubru en toda la zona de las montañas y en el Valle del Sind. El Suzerano había ordenado una investigación urgente.
—¡No importa! Montaremos todos en los otros vehículos. ¡Nada, nadie, ningún acontecimiento impedirá nuestra cacería!
Los soldados cantaron.
—¡Zooon!
95. ATHACLENA
Athaclena contemplaba cómo el velludo humano leía el mensaje por cuarta vez, y no pudo evitar preguntarse si había hecho lo correcto.
Con el pelo y la barba crecidos y el cuerpo desnudo, el mayor Prathachulthorn parecía la esencia misma de un salvaje y carnívoro lobezno… una criatura demasiado peligrosa como para fiarse de ella.
Mientras él miraba el mensaje, Athaclena pudo leer las oleadas de tensión que ascendían por su espalda y Juego bajaban por los brazos hasta aquellas poderosas y fuertemente crispadas manos.