—Parece ser que tengo órdenes de perdonarte y seguir tus planes, señorita. —La última palabra terminó en un silbido—. ¿Significa esto que me liberarán si prometo ser bueno? ¿Cómo puedo estar seguro de que esta orden es auténtica?
Athaclena sabía que tenía muy pocas alternativas. De ahora en adelante, no iba o poder utilizar la fuerza chimp para seguir custodiando a Prathachulthorn. Aquellos en los que podía confiar que ignorasen la voz de mando del humano eran muy pocos, y éste casi había logrado escapar en cuatro ocasiones. La otra alternativa era terminar con él en aquel mismo momento y lugar, pero no deseaba hacerlo.
—No me cabe duda de que me mataría en el instante en que descubriese que el mensaje no es verdadero —replicó Athaclena.
—En eso tienes mi palabra. —Sus dientes parecieron centellear.
—¿Y en qué más?
—Según estas órdenes del gobierno en el exilio —cerró los ojos y los abrió de nuevo—, no tengo otra salida salvo actuar como si nunca me hubiesen secuestrado, imaginar que no se ha producido ningún motín y adaptar mi estrategia a tus consejos. Muy bien, estoy de acuerdo con esto, siempre que tengas presente que voy a apelar a mis jefes en la Tierra a la primera oportunidad que se me presente. Y ellos llevarán el asunto ante el TAASF. Y una vez que la Coordinadora Oneagle sea destituida, ya nos veremos las caras tú y yo, jovencita tymbrimi. Iré a buscarte.
El odio franco y abierto de su mente la hizo temblar y sentir confianza a la vez. El hombre no ocultaba nada. La verdad quemaba detrás de sus palabras. Hizo una seña a Benjamín.
—Suéltalo.
Con aspecto infeliz y evitando encontrarse con los ojos del humano de pelo negro, los chimps bajaron la jaula y serraron la puerta. Prathachulthorn salió frotándose los brazos y, de pronto se volvió y dio un salto, yendo a caer muy cerca de ella. Soltó una carcajada al ver que Athaclena y los chimps retrocedían.
—¿Dónde están mis oficiales? —preguntó de forma cortante.
—Exactamente no lo sé —respondió Athaclena al tiempo que intentaba detener una reacción gheer—. Nos hemos dispersado en grupos pequeños y hemos tenido incluso que abandonar las cuevas cuando se hizo evidente que eran un lugar comprometido.
—¿Y ese sitio? —Prathachulthorn señaló las vertientes humeantes del monte Fossey.
—Esperamos que el enemigo lance un ataque contra ese lugar en cualquier momento —respondió ella con sinceridad.
—Bien —dijo—, no creo ni la mitad de lo que me contaste ayer sobre esa «Ceremonia de Elevación» y sus consecuencias, pero te diré una cosa: tu papá y tú parece que habéis fastidiado bien a los gubru. —Husmeó el aire como si estuviera ya siguiendo un rastro—. Supongo que tienes un mapa táctico de situación y un depósito de datos para mí, ¿verdad?
Benjamín le acercó uno de los ordenadores portátiles, pero Prathachulthorn alzó una mano.
—Ahora no. Primero, vamonos de aquí. Quiero verme lejos de este lugar.
Athaclena asintió. Podía comprender perfectamente cómo se sentía el hombre.
Prathachulthorn lanzó una risotada cuando ella declino su burlón ofrecimiento caballeresco para que se adelantara e insistió en que fuera él primero.
—Como quieras —rió entre dientes.
Pronto se encontraron entre los árboles y bajo la densa bóveda de la jungla. Poco después, oyeron algo que parecía un trueno donde había estado su refugio, aunque no había en el cielo ni una sola nube.
96. SYLVIE
La noche estaba iluminada por ardientes focos que estallaban hacia delante actinicamente y proyectaban unas rígidas sombras al derivar lentamente hacia el suelo. Su impacto sobre los sentidos era tan repentino y aturdidor que ahogaba incluso el ruido de la batalla y los gritos de los agonizantes.
Eran los defensores quienes lanzaban las ardientes antorchas al aire, ya que sus asaltantes no necesitaban de ninguna luz que los guiase. Seguían los rastros con radar e infrarrojos y atacaban con una mortal precisión, salvo cuando se veían súbitamente cegados por el brillo de las llamaradas.
Los chimps huían en todas direcciones del oscuro campamento nocturno, desnudos, llevando sólo comida y unas pocas armas a la espalda. La mayoría eran refugiados de los villorios de la montaña que habían ardido con el reciente recrudeciminto de la guerra. Unos cuantos irregulares entrenados se quedaron en la retaguardia en una desesperada acción para cubrir la retirada de los civiles.
Utilizaron todos los medios que tenían a su alcance para engañar a los precisos y mortales detectores aéreos del enemigo. Los cohetes lumniosos eran complejos y ajustaban automáticamente sus rayos para interferir lo más eficazmente posible en los sensores activos y pasivos. Lograron retrasar los ataques, pero sólo por poco tiempo. Por otro lado, no contaban con muchos cohetes.
Además, el enemigo poseía algo nuevo, un sistema secreto que le permitía localizar a los chimps incluso cuando se hallaban desnudos bajo la espesa vegetación, desprovistos del más simple artificio.
Lo único que podían hacer los perseguidos era dividirse en grupos cada vez más pequeños. La perspectiva de los que conseguían huir era la de vivir como animales, solos, a lo sumo en pareja, de un modo salvaje, agazapados bajo unos cielos que antes les habían pertenecido y bajo los que habían correteado a placer.
Sylvie estaba ayudando a una chima y a dos bebés chimps a encaramarse en el tronco de un árbol cubierto de enredaderas, cuando de repente se le pusieron los pelos de punta al percibir unos gravíticos que se acercaban. Rápidamente hizo señas a los demás para que se pusieran a cubierto, pero hubo algo, tal vez el inestable ritmo de los motores, que la indujo a quedarse rezagada y mirar sobre el borde de un tronco caído. Apenas pudo vislumbrar en la negrura el débil y blanquecino destello de una forma que caía verticalmente a través de la jungla, se estrellaba, produciendo un gran ruido contra las ramas y desaparecía después en la penumbra de la selva.
Miró hacia el negro canal que la nave había abierto al caer. Escuchó con atención, mordiéndose las uñas, mientras llovían sobre ella astillas y hojas.
—¡Donna! —susurró. La chima asomó la cabeza entre unas ramas—. ¿Podrás llegar sola con los niños hasta el lugar de la cita? —le preguntó Sylvie—. Todo lo que tienes que hacer es continuar montaña abajo hasta que encuentres un arroyo y luego seguirlo hasta llegar a una pequeña catarata y una cueva. ¿Crees que podrás?
Donna se concentró en silencio unos instantes y finalmente asintió con la cabeza.
—Bien —continuó Sylvie—. Cuando veas a Petri dile que vi caer una patrullera enemiga y que he ido a echarle un vistazo.
El miedo había dilatado los ojos de la chima de modo que el blanco brillaba alrededor de los iris. Parpadeó un par de veces y luego tendió los brazos hacia los niños.
Cuando éstos estuvieron por fin bajo su protección, Sylvie ya se había internado con cautela por el túnel bordeado de árboles rotos.
¿Por qué estoy haciendo esto?, se preguntó Sylvie mientras pasaba sobre unas ramas que todavía rezumaban una agria savia. Adivinó los fugaces movimientos de los pequeños animales nativos que se escabullían buscando un lugar donde esconderse después de asistir a la devastación de sus hogares. El olor de ozono le erizó todos los pelos. Y luego, a medida que se acercaba, le llegó otro olor familiar: el de pájaro excesivamente asado.