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En la penumbra todo parecía misterioso. No había el más mínimo color, sólo sombras grises. Cuando el casco blanquecino de la nave estrellada apareció frente a ella, Sylvie vio que había quedado en una inclinación de cuarenta grados y con la parte delantera prácticamente destrozada a causa del impacto.

Oyó el débil crujido de alguna pieza electrónica que iba dejando de funcionar. Pero, aparte de eso, del interior no provenía ningún sonido. La escotilla principal había quedado medio desprendida de sus bisagras.

Tocó el casco aún caliente y se acercó con cuidado. Sus dedos encontraron el perfil de uno de los impulsores gravíticos y de él se desprendieron unas capas corroídas. Vaya porquería de mantenimiento, pensó, en parte para tener la mente ocupada en algo. Me pregunto si ésa fue la causa de que se estrellara. Sentía la boca seca y el corazón oprimido a medida que se acercaba a la abertura para mirar al interior.

Dos gubru permanecían aún sentados en la cabina con el cinturón de seguridad puesto y sus cabezas de afilados picos colgando de unos delgados cuellos rotos.

Tragó saliva. Hizo un esfuerzo de voluntad para levantar un pie y apoyarlo con cuidado sobre la inclinada cubierta. Sus latidos casi se detuvieron cuando oyó crujir una de las placas y vio a un soldado de Garra que aún se movía.

Pero el movimiento era debido al balanceo de la destrozada nave.

—Goodall. —Sylvie gimió y se llevó la mano al corazón. Resultaba difícil concentrarse cuando todos sus instintos la instaban a marcharse de allí corriendo.

Tal como había hecho durante muchos días, Sylvie intentó imaginar qué haría Gailet Jones en circunstancias como aquéllas. Sabía que nunca sería una chima como Gailet; eso era imposible. Pero si se esforzaba…

—Armas —susurró para sí, al tiempo que obligaba a sus temblorosas manos a extraer las armas de los soldados de sus fundas. Los segundos parecían horas, pero pronto dos rifles sable se unieron a varias pistolas en una pila a la entrada de la escotilla. Sylvie estaba a punto de agacharse a recoger las armas cuando soltó un silbido y se golpeó la frente.

—¡Idiota! Athaclena necesita inteligencia mucho más que armas de juguete.

Volvió a la cabina de pilotaje y la escudriñó, preguntándose si sería capaz de reconocer algo importante si lo encontraba ante sí.

Vamos. Eres una ciudadana de Terragens con el bachillerato casi terminado. Y has pasado meses trabajando para los gubru.

Se concentró y reconoció los controles de vuelo y, por unos símbolos que obviamente representaban misiles, el tablero de mandos del armamento. Otra pantalla, iluminada aún por la cada vez más débil batería de la nave, mostraba un mapa en relieve del territorio, con múltiples señales e indicaciones escritas en galáctico-Tres.

¿Puede ser esto lo que utilizan para encontrar nuestro rastro?

Bajo la pantalla había un cuadrante con palabras que conocía de la lengua del enemigo: «Selector de frecuencias», decía la etiqueta.

En la esquina inferior izquierda de la pantalla se abrió un recuadro y aparecieron más letreros misteriosos, demasiado complicados para ella. Pero encima del texto había un complejo dibujo que cualquier adulto de una sociedad civilizada podría reconocer como un diagrama químico.

Sylvie no era especialista en química, pero tenía unos conocimientos básicos, y algo de la molécula allí representada le parecía extrañamente familiar. Se concentró y trató de pronunciar el identificador, la palabra que aparecía bajo el diagrama. Recordó el alfabeto de gal-Tres.

—He… Hem… Hemog…

Recorrió con la punta de la lengua el perfil de sus labios y Juego susurró una sola palabra —Hemoglobina.

97. GALÁCTICOS

—¡Guerra biológica! —El Suzerano de Rayo y Garra señaló al kwackoo que le había llevado las noticias mientras se desplazaba dando saltos por el puente de la nave de guerra donde mantenía la reunión—. Esta corrosión, esta descomposición, esta plaga en el blindaje y los aparatos ¿ha sido creada, diseñada?

—Sí —dijo el técnico después de hacerle una reverencia—. Hay diversos agentes: bacterias, priones, moldes. Apenas encontramos la composición tomamos de inmediato medidas para contrarrestarla. Llevará algún tiempo tratar todas las superficies afectadas con organismos que los combatan, pero a la larga tendremos éxito y lo reduciremos a una pequeña molestia.

A la larga, pensó con amargura el almirante. ¿Cómo habían distribuido esos agentes?

El kwackoo sacó de su bolsillo un trozo de material membranoso parecido a la tela que terminaba en unos delgados flecos.

—Cuando empezaron a aparecer estas cosas traídas por el viento, consultamos los archivos de la Biblioteca e interrogamos a los nativos. Cada año, al principio del invierno, tiene lugar regularmente una molesta invasión de estos objetos a lo largo de esta costa del continente, por lo cual decidimos ignorarlos. Sin embargo, parece que los rebeldes de las montañas han encontrado un sistema para infectar estos transportes aéreos de esporas con ciertas entidades biológicas que destruyen nuestro material. Cuando nos dimos cuenta, la dispersión era ya casi total. Ha resultado ser una maquinación muy ingeniosa.

—¿Cuan grave, cuan severo, cuan catastrófico es el daño? —El jefe militar paseaba nervioso de arriba abajo.

—Una tercera parte de nuestros transportes de superficie está afectada —una nueva reverencia—. Y dos de las baterías de defensa del cosmodromo estarán fuera de servicio durante diez días planetarios.

—¡Diez días!

—Como muy bien sabe, no recibimos recambios de nuestro planeta natal.

El almirante no necesitaba que se lo recordasen. Casi todas las rutas hacia Gimelhai estaban obstruidas por las armadas alienígenas que pacientemente quitaban las minas colocadas alrededor del sistema de Garth.

Y por si esto no fuera suficiente, los otros dos Suzeranos estaban ahora unidos en su contra. Si la facción del almirante decidía combatir, ellos no podrían hacer nada para impedirlo. No obstante, podían privarlo de todo apoyo religioso y burocrático. Y ya podían apreciarse los efectos de tal medida.

La tensión se fue acumulando hasta que un dolor fuerte y vibrante pareció latir dentro de la cabeza del Suzerano.

—¡Me las pagarán! —chilló—. ¡Malditas sean las limitaciones de los sacerdotes y los contadores de monedas!

El Suzerano de Rayo y Garra recordó con afectuosa nostalgia las grandes flotas que él había conducido hasta el sistema. Pero hacía tiempo que los Maestros de la Percha reclamaron aquellas naves para que atendieran otras necesidades desesperadas, y seguramente muchas de ellas debían de haberse convertido ya en ruinas humeantes, en las lejanas contiendas galácticas.

A fin de evitar tales pensamientos, el almirante reflexionó sobre el cerco que habían tendido alrededor de las debilitadas plazas fuertes de los insurgentes en las montañas. Al menos, aquella preocupación pronto se habría acabado para siempre.

Y bueno, que el Instituto de Elevación intentase mantener la neutralidad del Montículo Ceremonial en medio de un planeta lanzado a una batalla espacial. Bajo tales circunstancias, era bien sabido que los misiles podían caer en lugares equivocados, tanto en ciudades de civiles como en territorios neutrales.