¡Qué horror! Sentirían conmiseración, por supuestos ¡Una pena! Pero aquéllos eran gajes de la guerra.
98. UTHACALTHING
Ya no tenía que mantener en secreto los anhelos de su corazón, ni precisaba contener sus sentimientos tan profundamente guardados. No importaba si los detectores alienígenas captaban sus emanaciones psíquicas porque seguramente ya sabrían dónde encontrarlo cuando llegase la ocasión.
Al amanecer, mientras las nubes situadas al este, que cubrían al sol, teñían de gris el cielo, Uthacalthing paseó por las terrazas de la colina cubiertas de rocío y extendió todos los sentidos que poseía.
El milagro de hacía unos días había hecho estallar la crisálida de su alma. Cuando ya creía que el invierno reinaría para siempre habían surgido nuevos vastagos. Tanto los humanos como los tymbrimi consideraban que el amor era el poder supremo. Pero había también algo más que decir, en nombre de la ironía.
Estoy vivo y capto el mundo como algo hermoso.
Empleó toda su habilidad en formar un glifo que flotaba, delicado y ligero, sobre sus ondulantes zarcillos. Había sido conducido a aquel lugar, tan cerca de donde habían empezado todos sus planes… para presenciar cómo sus bromas se habían vuelto hacia él y le daban todo lo que había deseado, pero de un modo tan sorprendente…
El amanecer le otorgó color al mundo. Era un paisaje invernal de huertas sin frutos en la tierra y barcos calafateados en el mar. Las aguas de la bahía se vestían con líneas de espuma desflecadas por el viento. Y sin embargo, el sol templaba el ambiente.
Pensó en el universo, tan peculiar, a menudo extraño y tan lleno de peligro y tragedia.
Pero también de sorpresa.
Sorpresa… esa bendición que nos dice que esto es real. Extendió los brazos para abarcarlo todo. Incluso el más imaginativo de nosotros no podría haber creado todo esto en el interior de su mente.
No dejó el glifo en libertad. Éste flotaba como por voluntad propia, inalterado por los vientos matinales, esperando la ocasión de sorprenderse.
Más tarde asistió a una larga reunión con la Gran Examinadora, Kault y Cordwainer Appelbe. Todos deseaban su consejo e intentó no decepcionarlos.
Hacia el mediodía, Robert Oneagle lo llevó aparte y volvió a proponerle su plan de fuga. El joven humano estaba harto de su confinamiento en el Montículo Ceremonial y quería ir con Fiben a actuar contra los gubru. Todos tenían noticias de la lucha en las montañas, y Robert quería ayudar a Athaclena como fuese.
.—Pero si piensas que puedes hacerlo es que te subestimas, hijo mío. —Uthacalthing sentía simpatía hacia él.
—¿Qué quiere decir? —Robert parpadeó.
—Quiero decir que los mandos militares gubru ahora ya están enterados de lo peligrosos que sois Fiben y tú. Y quizá, con algún pequeño esfuerzo por mi parte, también me incluyan en la lista. ¿Por qué crees que siguen manteniendo esas patrullas cuando es seguro que tienen otras necesidades acuciantes?
Señaló la nave que cruzaba el cielo tras el perímetro del territorio del Instituto. No había duda de que incluso las tuberías de líquido refrigerador que iban hasta las plantas de energía eran vigiladas con sondas de una tremenda complejidad. Robert había sugerido utilizar planeadores hechos a mano, pero a buen seguro el enemigo ya estaba enterado de ese truco lobezno. Habían recibido costosas lecciones.
—Es de este modo como ayudamos a Athaclena —dijo Uthacalthing—. Haciendo un gesto de burla al enemigo, sonriendo como si se nos hubiera ocurrido algo especial que ellos no saben. Asustando a unas criaturas que se encuentran con lo que merecen por carecer de sentido del humor.
Robert no hizo ningún signo externo para indicar que había comprendido. Pero, para deleite de Uthacalthing, el joven formó una simple versión del glifo kiniwidlun. Se echó a reír. Era evidente que Robert lo había aprendido de Athaclena.
—Sí, querido y extraño hijo adoptivo. Tenemos que hacer que los gubru sean dolorosamente conscientes de que los chicos harán lo que hacen los chicos.
Más tarde, empero, hacia la puesta de sol, Uthacalthing se puso súbitamente de pie en su oscura tienda y salió fuera. Miró otra vez hacia el este mientras sus zarcillos ondulaban y buscaban.
En algún lugar, a lo lejos, sabía que su hija estaba pensando intensamente. Quizás había ocurrido algo, o había recibido noticias, y se concentraba como si su vida dependiera de ello.
Luego, el breve momento de unión se rompió. Uthacalthing se volvió pero no regresó a su refugio. En cambio, se dirigió un poco hacia el norte, y apartó la cortina de entrada de la tienda de Robert. El humano alzó la vista de su lectura con una expresión en su rostro que, a la luz de la pantalla del ordenador, parecía algo salvaje.
—Creo que en realidad hay una forma de salir de esta montaña —le dijo al humano—. Al menos durante un rato.
—Siga —le pidió Robert.
—¿No te dije —Uthacalthing sonrió—, o fue a tu madre, que todas las cosas tienen su principio y su fin en la Biblioteca?
99. GALÁCTICOS
Las cosas se habían puesto muy mal. El consenso se había roto por completo y el Suzerano de la Idoneidad no sabía cómo pegar los pedazos.
El Suzerano de Costes y Prevención estaba prácticamente replegado en sí mismo. La burocracia funcionaba por inercia, sin ningún tipo de guía.
Y el tercero, el estandarte de la fuerza y la virilidad, el Suzerano de Rayo y Garra, no respondía a los llamamientos que le hacían para un cónclave. Parecía, de hecho, decidido a iniciar una carrera que no sólo le conduciría a su propia destrucción sino también a la posible devastación de un mundo tan frágil como aquél. Si eso llegaba a ocurrir, el golpe al ya tambaleante honor de aquella expedición, a aquella rama del clan gooksyu-gubru, sería mucho más de lo que se podía soportar.
Y, sin embargo, ¿qué podía hacer el Suzerano de la Idoneidad? Los Maestros de la Percha, distraídos con problemas más cercanos a su planeta natal, no ofrecían ningún consejo útil. Habían esperado que la expedición del Triunvirato trajese consigo la fusión, la Muda y un consenso de sabiduría. Pero la Muda había ido mal, terriblemente mal. Y no había sabiduría para ofrecerles.
El Suzerano de la Idoneidad sentía una tristeza, una impotencia, que sobrepasaban a la de un navegante cuyo barco va a chocar contra los escollos: eran las de un sacerdote predestinado a supervisar un sacrilegio.
La pérdida era intensa y personal, y muy antigua en el corazón de la raza. Ciertamente, las plumas que surgían bajo su plumaje blanco eran ya rojas. Pero había cierto apelativo para las reinas gubru que alcanzaban su feminidad sin el gozoso consentimiento y ayuda de los otros dos, con quienes debía compartir el placer, el honor y la gloria.
Su mayor ambición se había hecho realidad pero la perspectiva era solitaria y amarga.
El Suzerano de la Idoneidad escondió el pico bajo el brazo y, tal como hacían sus congéneres, lloró.
100. ATHACLENA
«Plantas vampiro». Así las había llamado Lydia McCue. Estaba de guardia en compañía de dos de sus soldados de Terragens, con la piel reluciente bajo las capas de pintura de camuflaje. Supuestamente, la sustancia los protegería de la detección por infrarrojos y, era de esperar, del nuevo detector de resonancia del enemigo.