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Pero uno de los artilleros chimp debió de perder la paciencia. De pronto, unos rayos surgieron hacia el cielo desde el lado opuesto del valle. Un instante después convergieron tres rayos más. Prathachulthorn se agachó cubriéndose la cabeza.

El brillo parecía penetrar desde atrás, a través de su cráneo. Unas oleadas de deja vu se alternaban con oleadas de náusea, y por un momento sintió como si una anómala corriente de gravedad intentara levantarlo del suelo de la jungla. Entonces la onda golpeó.

Fue antes de que alguien pudiera mirar de nuevo hacia arriba. Cuando lo hicieron, se vieron obligados a parpadear entre las nubes de polvo y arenilla a la deriva que rodeaba los árboles abatidos y las diseminadas enredaderas. Una zona aplanada y chamuscada mostraba el lugar donde, momentos antes, se había posado la nave de guerra gubru. Una lluvia de fragmentos rojos seguía cayendo, incendiando el lugar donde se posaban.

Prathachulthorn sonrió. Hizo ondear una bengala en el aire: la señal de avance.

Algunas de las naves enemigas que estaban en tierra se habían hecho pedazos a causa de la ola de sobrepresión. Sin embargo, tres de ellas se elevaron y se dirigieron hacia el lugar de donde habían partido los misiles, clamando venganza. Pero sus pilotos no sabían que ahora se estaban enfrentando con la infantería de marina de Terragens. Era sorprendente lo que podían conseguir tres rifles sable capturados al enemigo, en manos avezadas. Pronto, otros tres puntos de la superficie del valle empezaron a ser pasto de las llamas.

Más abajo, unos chimps de rostro ceñudo seguían avanzando, y el combate pronto se convirtió en algo más personal, en una sangrienta lucha con lásers y rifles, arcos y ballestas.

Cuando llegaron al cuerpo a cuerpo, Prathachulthorn comprendió que habían vencido.

No puedo dejar toda esta labor de cerco a los locales, pensó. Por tanto, se unió a la persecución a través del bosque, mientras la retaguardia gubru intentaba furiosamente cubrir la retirada de los supervivientes. Y, hasta el fin de sus días, los chimps que lo vieron hablarían de ello: una figura de color verde pálido con taparrabos y barba, que se desplazaba por entre los árboles enfrentándose a los soldados de Garra completamente armados, tan sólo con un cuchillo y un garrote. Parecía imposible de detener y, en efecto, ningún ser vivo pudo hacerlo.

Fue una sonda de batalla averiada, que volvió a funcionar parcialmente gracias a su circuito de autorreparación. Tal vez hizo una conexión lógica entre la caída final de las fuerzas gubru y aquella temible criatura que parecía disfrutar tanto con la batalla. O tal vez no fue más que el postrer estallido provocado por un reflejo mecánico y eléctrico.

Logró lo que deseaba. Con una amarga sonrisa, con las manos alrededor de una garganta cubierta de plumas, estranguló a uno más de aquellos odiosos seres a quienes él negaba el derecho a estar en el mundo.

103. ATHACLENA

Bien, pensó cuando un excitado mensajero chimp le comunicó con voz entrecortada las jubilosas noticias de una victoria total. Aquél era sin duda el mayor golpe de los rebeldes.

En cierto sentido, el propio Garth se ha convertido en nuestro aliado. Su red vital está malherida pero aún es sutilmente poderosa.

Habían atraído a los gubru con moléculas de hemoglobina humana y de chimp que las profusas enredaderas se habían encargado de transportar. Athaclena estaba francamente sorprendida por el buen funcionamiento de su improvisado plan. Su éxito demostraba cuan estúpido había sido el enemigo por confiar excesivamente en sus complejos aparatos.

Ahora tenemos que decidir qué haremos a continuación.

La teniente McCue levantó la vista del informe de la batalla que el fatigado mensajero chimp había traído y miró a Athaclena a los ojos. Las dos mujeres compartieron un momento de silenciosa comunicación.

—Será mejor que me ponga en marcha —dijo Lydia por fin—. Hay que organizar los elementos dispersos, distribuir el material capturado al enemigo… y ahora yo estoy al mando de todo.

Athaclena asintió. No se sentía afligida por la muerte de Prathachulthorn, pero respetaba al humano por lo que había sido: un guerrero.

—¿Cuándo crees que atacarán de nuevo? —preguntó.

—Ahora que su principal método de detectarnos ha fallado, no puedo ni imaginarlo. Actúan como si no les quedara mucho tiempo. —Lydia frunció el ceño pensativamente—. ¿Es cierto que la flota thenania está en camino? —preguntó.

—Los oficiales del Instituto de Elevación hablan de ello abiertamente en las ondas. Los thenanios vienen a hacerse cargo de sus nuevos pupilos. Y como parte de un acuerdo con mi padre y con la Tierra, tienen la obligación de ayudar a expulsar a los gubru de este sistema.

Athaclena se sentía aún asombrada al comprobar hasta qué punto había funcionado el plan de su padre. Cuando empezó la crisis, hacía casi un año de Garth, parecía claro que ni la Tierra ni Tymbrimi podrían ayudar a aquella colonia tan distante. Y la mayoría de galácticos «moderados» eran tan lentos y tan juiciosos que había muy pocas esperanzas de poder persuadir a alguno de aquellos clanes para que interviniera. Uthacalthing confiaba en conseguir engañar a los thenanios para que se enfrentaran entre sí los peores enemigos de la Tierra.

El plan había funcionado más allá de las expectativas de Uthacalthing porque hubo un factor sobre el que su padre no tenía conocimiento: los gorilas. ¿Qué había provocado su migración masiva hacia el Montículo Ceremonial? ¿El intercambio s’ustru’thoon, tal como ella creyera en un principio? ¿O tenía razón la Gran Examinadora del Instituto al afirmar que había sido el destino quien dispuso que la nueva raza pupila estuviera en el sitio adecuado y en el momento oportuno para conseguir su elección? En cierto modo, Athaclena estaba segura de que había en ello mucho más de lo que se sabía, y quizá se llegaría a saber.

—Así que los thenanios vienen a echar a los gubru. —Lydia parecía no saber qué pensar de la situación—. Entonces es que hemos vencido ¿no? Quiero decir que los gubru no podrán negarles la entrada de forma indefinida. Aunque militarmente fuera posible, perderían tanto prestigio en las Cinco Galaxias que hasta los moderados se sentirían molestos y al final se movilizarían.

La capacidad de percepción de la humana era impresionante. Athaclena asintió.

—Su situación parece requerir que se negocie. Pero eso presupone lógica. Y me temo que la facción militar gubru está actuando de un modo irracional.

—Ese tipo de enemigo resulta a menudo mucho más peligroso que un oponente racional. —Lydia se estremeció—. No actúa según un interés inteligente.

—Mi padre afirmaba, en su última comunicación, que los gubru estaban fuertemente divididos —dijo Athaclena.

Las emisiones desde el territorio del Instituto eran ahora la mejor fuente de información para las guerrillas. Robert, Fiben y Uthacalthing se turnaban en las transmisiones y contribuían de un modo eficaz a elevar la moral de los luchadores de la montaña, al tiempo que seguramente hacían aumentar la grave irritación del invasor.

—Tendremos que actuar basándonos en la suposición de que a partir de ahora nos enfrentaremos a una guerra sin cuartel —Lydia suspiró—. Si la opinión galáctica no les importa en absoluto, puede incluso que utilicen armamento espacial en la superficie del planeta. Lo mejor será que nos dispersemos lo máximo posible.