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—Hiimm, sí —admitió Athaclena—. Pero si utilizan quemadores o bombas del infierno, todo está perdido. De esas armas es imposible evadirse. Yo no puedo ponerme al mando de tus tropas, teniente, pero preferiría morir en un acto de valentía, uno que pueda ayudar a que se acabe de una vez esta locura, antes que terminar mi vida escondiendo la cabeza en la arena, como esas ostras de la Tierra.

A pesar de la seriedad de la proposición, Lydia McCue sonrió. Un toque de ironía agradecida danzaba en los burcles de su simple aura.

—Avestruces —la corrigió la terrestre con suavidad—. Son unos pájaros grandes llamados avestruces los que esconden la cabeza. Y ahora ¿por qué no me cuentas lo que estás planeando?

104. GALÁCTICOS

Buoult de los thenanios iníló la cresta hasta su máxima altura y se peinó las púas del codo antes de subir al puente de la gran nave de guerra, el Alhanasfire. Allí, junto a la gran pantalla que mostraba la disposición de la flota en brillantes colores, lo esperaba la delegación humana. La líder, una mujer mayor cuyo pelo casi blanco aún resplandecía en algunos puntos con el color del dorado sol, le hizo una correcta reverencia. Buoult respondió doblando la cintura y señaló hacia la pantalla.

—Almirante Álvarez, supongo que puede ver por sí misma que las últimas minas del enemigo han sido eliminadas. Estoy dispuesto a transmitir al Instituto para la Guerra Civilizada nuestra declaración de que la interdicción de este sistema ha sido levantada por forcé majeur.

—Es bueno saberlo —dijo la mujer. Su sonrisa al estilo humano, esa sencilla exhibición de dientes, era uno de sus gestos más fáciles de interpretar. Alguien tan experimentado en los asuntos galácticos como la legendaria Helena Álvarez conocía el electo que esa expresión lobezna tenía sobre los demás. Con seguridad había tomado la decisión consciente de utilizarla.

Bueno, tales sutiles trucos eran aceptables en el complejo juego de la simulación y la negociación. Buoult era lo bastante honesto como para admitir que él también lo hacía. Por algo había inflado su impresionante cresta antes de entrar.

—Será agradable ver de nuevo Garth —añadió Álvarez—. Sólo espero que no nos convirtamos en la próxima causa de un nuevo holocausto en ese desafortunado mundo.

—Claro, tenemos que esforzarnos por evitarlo a toda costa. Y si ocurre lo peor, si esa banda de gubru pierde totalmente el control, todo su desagradable clan pagará por ello.

—Me importan muy poco los castigos y las indemnizaciones. Allí hay gente en peligro y también una frágil ecosfera.

Buoult reprimió todo comentario. Tengo que ser más cuidadoso, pensó. Nosotros, los thenanios, defensores de todo Potencial, no necesitamos que nos recuerden el deber de proteger lugares como Garth.

Resultaba especialmente exasperante ser engañado por los lobeznos.

Y desde ahora en adelante los tendremos pagados a nuestros codos, censurando y criticando, y tendremos que escucharlos porque serán los consortes de etapa de unos de nuestros pupilos. Es el único precio que debemos pagar por ese tesoro que Kault ha encontrado para nosotros.

Los humanos presionaban duramente para que se realizaran negociaciones, lo cual era de esperar en un clan que necesitaba con tanta desesperación aliados como ellos. Las fuerzas thenanias ya se habían retirado de todas las áreas de conflicto con la Tierra y con Tymbrimi. Pero los Terragens exigían mucho más a cambio de ayudar al control y la elevación de la nueva raza pupila llamada «gorila».

En efecto, exigían que el gran clan de los thenanios se aliase con los infelices y desdeñosos lobeznos y con los bromistas tymbrimi, en el preciso momento en que la alianza soro-tandii parecía imparable en las rutas estelares. ¡Eso podía implicar el riesgo de aniquilación para los propios thenanios!

Si hubiera estado en manos de Buoult, que ya había aguantado a los terrestres todo lo que uno es capaz en la vida, les habría dicho que se fueran al infierno de Ifni y buscasen allí a sus aliados.

Pero no estaba en sus manos. Hacía tiempo que en su planeta natal había crecido una fuerte aunque minoritaria corriente de simpatía hacia el clan de la Tierra. El golpe de Kault, que iba a permitir que el Gran Clan lograse otro preciado laurel de tutorazgo, podía hacer que esa facción entrara en el gobierno. En tales circunstancias, pensó Buoult, era mejor guardar sus opiniones para sí.

Uno de sus ayudantes se acercó a él y lo saludó.

—Ya hemos determinado las posiciones ocupadas por la flotilla de defensa gubru —informó—. Está agrupada cerca del planeta. Su formación es inusual. Nuestros ordenadores de batalla consideran que será muy difícil quebrarla.

Hummm, sí, pensó Buoult examinando la pantalla. Un brillante despliegue de un número de fuerzas limitado. Quizás hasta original. Muy poco habitual en los gubru.

—No importa —bufó—. Incluso aunque no haya un modo sutil de lograrlo, podrán ver que nos acercamos con un armamento más que suficiente para conseguirlo por la fuerza bruta, si es necesario. Cederán, tienen que ceder.

—Naturalmente que deben hacerlo —admitió la almirante humana. Pero no parecía convencida. De hecho, parecía preocupada.

—Estamos preparados para aproximarnos a la envoltura de autoprotección —informó el oficial de cubierta. —Bien —Buoult se apresuró a asentir—. Proceda. Desde allí podemos establecer contacto con el enemigo y anunciar nuestras intenciones.

La tensión aumentaba a medida que la armada se aproximaba al modesto sol amarillo del sistema. Aunque los thenanios afirmaban con orgullo que carecían de poderes psíquicos, Buoult parecía sentir la mirada de la terrestre sobre él y se preguntó cómo era posible que aquella mujer le resultase tan intimidante.

Sólo es un lobezno, se dijo.

—¿Podemos seguir con nuestra conversación, comandante? —preguntó por fin la almirante Álvarez.

No tenía otro remedio que aceptar, por supuesto. Convenía que, antes de llegar y de leer el manifiesto de asedio, se pusieran de acuerdo sobre el mayor número de puntos posible.

Sin embargo, Buoult había decidido no firmar ningún tratado antes de poder conferenciar con Kault. Ese thenanio tenía fama de ser vulgar e incluso frívolo, rasgos que lo habían hecho merecedor del exilio en aquel alejado mundo. Pero en aquellos momentos parecía haber logrado un milagro sin precedentes. Cuando regresase al planeta natal, su poder político sería enorme.

Buoult quería aprovecharse de la experiencia de Kault, de su aparente destreza para tratar con aquellas exasperantes criaturas.

Sus ayudantes y la delegación humana abandonaron el puente para dirigirse a la sala de conferencias. Pero, antes de salir, Buoult miró una vez más hacia la pantalla de situación y observó las posiciones tomadas por los gubru, como si se prepararan para una lucha a muerte. Él aire se escapó ruidosamente por sus ranuras respiratorias.

¿Qué planean esos pajaroides?, se preguntó. ¿Qué haré si esos gubru resultan estar locos?