105. ROBERT
En algunas zonas de Puerto Helenia había más sondas de vigilancia que nunca, protegiendo rigurosamente los dominios de sus amos y atacando a todo aquel que pasaba demasiado cerca.
Sin embargo, en todas partes parecía como si se hubiese producido una revolución. Los carteles del invasor estaban arrancados y tirados en los badenes. En lo alto de la esquina de dos concurridas calles, Robert vio un nuevo mural, pintado en ese estilo llamado realismo focalista, que sustituía a la propaganda gubru. En él aparecía una familia de gorilas mirando hacia un brillante horizonte, con una incipiente pero esperanzada sapiencia. Tras ellos, como protegiéndolos y mostrándoles el camino hacia ese maravilloso futuro, podía verse a una pareja de idealizados chimps de amplias frentes.
Ah, sí y también había, en último término, un humano y un thenanio. A Robert le agradó que el artista se hubiera acordado de incluirlos.
El vehículo fuertemente custodiado en que viajaba pasó por el cruce demasiado deprisa para apreciar los detalles, pero pensó que la representación de la hembra chimp no le hacía demasiada justicia a Gailet. Fiben, en cambio, tendría que sentirse halagado.
Pronto los sectores «libres» de la ciudad quedaron atrás y se dirigieron hacia el oeste, pasando por áreas patrulladas con estricta disciplina militar. Al aterrizar, los soldados de Garra que los escoltaban se apresuraron a bajar para vigilar a Robert y Uthacalthing mientras éstos subían la rampa que llevaba a la nueva y reluciente sección de la Biblioteca.
—Es una instalación muy costosa ¿verdad? —le preguntó al embajador tymbrimi—. ¿Podremos quedárnosla si los thenanios consiguen echar a patadas a esos pájaros?
—Probablemente. —Uthacalthing se encogió de hombros—. Y quizá también el Montículo Ceremonial. Tu clan ha de recibir indemnizaciones.
—Pero usted tiene sus dudas.
Uthacalthing se detuvo en la vasta entrada que daba paso a la cámara abovedada y al impresionante banco cúbico de datos.
—No sería inteligente vender la piel del oso antes de cazarlo.
Robert entendió el punto de vista de Uthacalthing. Hasta la derrota de los gubru podía acarrear un coste impensable.
—Es como contar pollitos antes de que estén puestos los huevos —le dijo al tymbrimi, quien estaba siempre ansioso por mejorar su comprensión de las metáforas del ánglico. Esa vez, sin embargo, Uthacalthing no le dio las gracias. Sus ojos completamente separados parecieron centellear cuando lo miró de soslayo.
—Piensa en eso —le dijo.
En seguida, Uthacalthing se enfrascó en una conversación con el bibliotecario en jefe kanten. Como no podía seguir su galáctico rápido y lleno de inflexiones, Robert se dedicó a pasear por la nueva Biblioteca para hacerse una idea de sus dimensiones y observar a los usuarios habituales.
A excepción de unos pocos miembros del equipo de la Gran Examinadora, todos los ocupantes eran pajaroides. Los gubru presentes estaban separados por un abismo que él podía captar tanto como ver. Casi las dos terceras partes de ellos estaban agrupados en el lado izquierdo. Piaban y lanzaban miradas de desaprobación hacia el otro grupo, más pequeño, formado casi enteramente por soldados. Los militares no emitían vibraciones de felicidad. Por el contrario, las ocultaban, pavoneándose de sus misiones con cierta crispación y devolviendo con desdeñosa arrogancia las miradas de desaprobación de sus congéneres.
Robert no hizo ningún esfuerzo para evitar que lo vieran. La expectación que despertaba resultaba agradable. Era obvio que sabían quién era. Si al pasar junto a ellos interrumpía su trabajo, tanto mejor.
Al acercarse a un grupo de gubru, cuyos cordones denotaban su pertenencia a la casta de la Idoneidad, se inclinó en un ángulo que esperaba fuese el correcto y sonrió mientras todos los cotorreantes pájaros se veían obligados a ponerse de pie y devolverle la reverencia.
Finalmente, Robert llegó a una estación de datos estructurada de un modo que podía comprender. Era evidente que el enemigo había establecido un servicio de seguridad para evitar a los no autorizados el acceso a la información relativa al espacio cercano o a la presumible convergencia de las flotas de guerra thenanias. Sin embargo, Robert siguió intentándolo. El tiempo pasaba y él seguía explorando la red de datos y descubriendo dónde habían colocado los bloqueos los invasores.
Tan intensa era su concentración que tardó un rato en darse cuenta de que algo había cambiado en la Biblioteca. Los amortiguadores automáticos de sonido habían impedido que el creciente bullicio interrumpiese su concentración, pero al levantar finalmente los ojos vio que los gubru estaban alborotados. Agitaban sus brazos llenos de plumas y se arracimaban ante las pantallas holo. La mayoría de los soldados había desaparecido.
¿Qué demonios les ha pasado?, se preguntó.
Supuso que a los gubru no les gustaría que se acercase y mirase sobre sus hombros. Se sintió frustrado. Cualquier cosa que estuviera ocurriendo, perturbaba claramente a los gubru.
Eh, pensó Robert. Tal vez me pueda enterar por los noticiarios locales.
Al momento, usó su pantalla para conectar con uno de los canales públicos de vídeo. Hasta hacía muy poco, la censura había sido muy estricta, pero en los últimos días habían llamado a servicio a los soldados y los medios de comunicación habían quedado bajo el control de la casta de Costes y Prevención. Esos sombríos y apáticos burócratas apenas imponían disciplina.
La pantalla parpadeó con luz oscilante y luego se aclaró para mostrar a un excitado reportero chimp.
—… y así pues parece que, según las últimas noticias, la ofensiva por sorpresa desde el Mulun todavía no se ha enfrentado con las fuerzas de ocupación. Los gubru parecen incapaces de ponerse de acuerdo con respecto a cómo responder al manifiesto de las fuerzas que se aproximan…
Robert se preguntó si los thenanios habrían hecho públicas va sus intenciones. Eso no se esperaba que ocurriese por lo menos en un par de días. De pronto una palabra captó su atención.
¿El Mulun?
—… Vamos a repetir ahora el comunicado emitido hace sólo cinco minutos por el comité de jefes del ejército que se dirige hacia Puerto Helenia.
La imagen cambió en la holo-pantalla. El presentador chimp fue sustituido por tres figuras ante un fondo de jungla. Robert parpadeó. Conocía esas tres caras, a dos de ellas íntimamente. Una pertenecía a un chimp llamado Benjamín, las otras dos a las mujeres a quienes amaba.
—… y de este modo desafiamos a nuestros opresores. En combate nos hemos comportado bien, según las normas del Instituto Galáctico para la Guerra Civilizada. No puede decirse lo mismo de nuestros enemigos. Han utilizado medios criminales y han permitido que resultasen dañadas especies nativas no combatientes de este frágil mundo.
»Y lo que es aún peor, han hecho trampas.
Robert estaba boquiabierto. La cámara giró para enfocar pelotones de chimps que llevaban un heterogéneo surtido de armas y que avanzaban por la jungla hasta un claro. Lydia McCue, su amante humana, era quien hablaba para las cámaras. Pero junto a ella estaba Athaclena y, por el brillo en los ojos de su esposa alienígena, comprendió quién había escrito las palabras.