Y supo, sin lugar a dudas, de quién procedía la idea de todo aquello.
—Exigimos por lo tanto que envíen a sus mejores soldados, armados como nosotros lo estamos, para enfrentarse con nuestros campeones al aire libre, en el Valle del Sind…
—Uthacalthing —dijo con voz ronca Y luego otra vez, más fuerte—. ¡Uthacalthing!
Los supresores de ruidos se habían perfeccionado a lo largo de cien millones de generaciones de bibliotecarios. Pero en todo ese tiempo habían existido muy pocas razas lobeznas. Durante un breve instante, la vasta cámara resonó con sus gritos antes de que los amortiguadores acallaran las vibraciones e impusieran el silencio.
Sin embargo, no podían hacer nada respecto a las carreras por los vestíbulos.
106. GAILET
— ¡Ratas recombinadas! —gritó Fiben al oír el principio de la declaración. Estaban ante una holo-pantalla portátil en las laderas del Montículo Ceremonial.
—Cállate, Fiben. —Gailet se llevó el índice a la boca pidiendo silencio—. Déjame oír el resto.
Pero el significado del mensaje había quedado claro desde las primeras frases. Columnas de irregulares, con improvisados uniformes de confección casera, avanzaban con firmeza por unos campos invernales sin cultivar. Dos escuadras de caballería caminaban junto a los flancos del harapiento ejército, como salidos de una película del preContacto. Los chimps sonreían nerviosos y blandían sus armas capturadas al enemigo o fabricadas artesanalmente en la montaña. Pero en su actitud resuelta no había error posible.
Mientras las cámaras cambiaban de imagen, Fiben hizo una cuenta rápida.
—Están todos —dijo pasmado—. Quiero decir, teniendo en cuenta los últimos sucesos, están todos los que tienen alguna preparación o son buenos en la lucha. Es apostar a todo o nada. —Sacudió la cabeza—. Me comería mi carnet azul si supiera lo que quiere conseguir la general.
—Vaya carnet azul —resopló Gailet mirándolo de soslayo—. Ella sabe exactamente lo que está haciendo.
—Pero los rebeldes de la ciudad fueron masacrados en el Sind.
—Eso ocurrió antes —replicó Gailet—. No sabíamos cuál sería el resultado. Aún no habíamos alcanzado respeto ni estatus. Y además, no hubo testigos.
—Pero las fuerzas de las montañas han conseguido victorias. Han sido reconocidas. Y ahora las Cinco Galaxias lo están presenciando.
—Athaclena sabe lo que hace. —Gailet frunció el ceño—. Lo que yo no imaginaba es que la situación fuese tan desesperada.
Permanecieron unos instantes callados contemplando cómo los chimps avanzaban a través de las huertas y los campos desolados por el invierno. Entonces Fiben soltó otra exclamación.
—¿Qué pasa? —le preguntó Gailet.
Miró hacia el rincón de la pantalla que él señalaba y esta vez le tocó el turno a ella de sorprenderse.
Allí, con un rifle en las manos y marchando junto a otros chimps, había alguien que ambos conocían. Sylvie no parecía sentirse incómoda con el arma. Al contrario, parecía casi un islote de calma zen en medio del mar de nerviosismo de los otros neochimpancés.
¿Quién se lo hubiera imaginado?, pensó Gailet. ¿Quién hubiera pensado eso de ella?
Juntos siguieron atentos a la pantalla. Poco más podían hacer.
107. GALÁCTICOS
—Esto debe tratarse con delicadeza, cuidado, rectitud —proclamó el Suzerano de la Idoneidad—. Si es necesario, debemos reunimos con ellos de uno en uno.
—Pero ¿y los gastos? —se lamentó el Suzerano de Costes y Prevención—. ¡Las pérdidas que tendremos que afrontar!
Con suavidad, el sumo sacerdote se inclinó desde la percha y canturreó a su joven colega.
—Consenso, consenso… Comparte conmigo una visión de armonía y sabiduría. Nuestro clan ha perdido mucho aquí y corremos el terrible riesgo de perder mucho más. Pero no hemos perdido la única cosa que nos ayudará en la noche, en la oscuridad: nuestra nobleza. Nuestro honor.
Ambos empezaron a danzar y surgió una melodía, con un único sonido.
—Zoooon…
¡Si al menos el tercer brazo fuerte estuviera allí! La coalescencia parecía tan próxima. Habían enviado un mensaje al Suzerano de Rayo y Garra, instándolo a regresar, a reunirse con ellos, a ser, por fin, uno con ellos.
¿Cómo?, se preguntó el que ya era ella. ¿Cómo puede resistirse a saber, a concluir, a darse cuenta de que su destino es convertirse en mi macho? ¿Cómo puede ser tan obstinado?
¡Podríamos aún ser tan felices los tres!
Pero llegó un mensajero con unas noticias que los llenaron de desespero. La nave de guerra de la bahía había despegado y se dirigía tierra adentro con sus escoltas. El Suzerano de Rayo y Garra había decidido actuar. Ningún consenso lo frenaría.
El Sumo Sacerdote lloró.
Podríamos haber sido tan felices…
108. ATHACLENA
—Bueno, ésta puede ser nuestra respuesta —comentó Lydia con resignación.
Athaclena alzó la vista de la difícil y desacostumbrada tarea de controlar un caballo. La mayor parte del tiempo se limitaba a dejar que el animal siguiera a los otros. Por fortuna, era una criatura muy apacible y respondía muy bien a los cantos de su corona.
Escudriñó en la dirección que señalaba Lydia McCue, donde dispersas nubes y neblinas oscurecían parcialmente el horizonte occidental. Muchos de los chimps señalaban también en esa dirección. Entonces Athaclena vio el fulgor de una aeronave. Y captó las fuerzas que se aproximaban. Confusión… determinación… fanatismo… pena… aversión… un cúmulo de sentimientos de cariz alienígena la bombardeaba desde las alturas. Pero, por encima de todo, había una cosa clara: los gubru se acercaban con una vasta y potente escuadra.
—Creo que tienes razón, Lydia —le dijo Athaclena a su amiga. Los puntos distantes empezaban a tomar forma—. Me parece que ahí tenemos nuestra respuesta.
—¿Debo ordenar dispersión? —La terrestre tragó saliva—. Tal vez algunos de nosotros consigamos escapar. —Su voz estaba llena de dudas.
Athaclena hizo un gesto de negación y formó un glifo de tristeza.
—No. Tenemos que terminar lo que hemos empezado. Ordena que se reúnan todas las unidades. Que la caballería lleve a todo el mundo a aquella cima de allí.
—¿Hay alguna razón que explique por qué tenemos que ponerles las cosas tan fáciles?
Sobre la cabeza de Athaclena el glifo se negaba a transformarse en uno de desesperación.
—Sí —respondió—. Hay una razón, la mejor del mundo.
109. GALÁCTICOS
El coronel de los soldados de Garra contemplaba el harapiento ejército de rebeldes en una holo-pantalla y escuchaba los gritos de alegría que profería su superior.
—¡Arderán, se convertirán en humo, se transformarán en cenizas bajo nuestro fuego!
El coronel se sentía apenado. Aquél era un lenguaje violento, que carecía de la adecuada consideración de las consecuencias. El coronel sabía en lo profundo de su ser que hasta los planes militares más brillantes podían verse a la larga reducidos a nada si no se tomaban en cuenta asuntos tales como el coste, la prevención y la idoneidad. El equilibrio era la esencia del contexto, la base de la supervivencia.