¡Y además, el reto de los terrestres había sido honorable! Podía ser ignorado. O incluso se podía responder a él con un número de fuerzas razonablemente superior. Pero lo que planeaba el líder de los militares era desagradable y sus métodos exagerados.
El coronel advirtió que había empezado a pensar en el Suzerano de Rayo y Garra como en «él». El Suzerano de Rayo y Garra había sido un brillante líder que había inspirado a sus seguidores, pero en aquellos momentos, como príncipe, parecía ciego ante la verdad.
Pensar en su superior en aquellos términos críticos le producía dolor físico. El conflicto era profundo y visceral.
Las puertas del ascensor principal se abrieron y un trío de mensajeros de plumas blancas: un sacerdote, un burócrata y uno de los oficiales que habían desertado yéndose con los otros Suzeranos. Caminaron a grandes zancadas hacia el almirante y le ofrecieron una caja con lujosas incrustaciones de machara. El Suzerano de Rayo y Garra ordenó, temblando, que la abrieran.
Dentro había una única y elegante pluma, coloreada de rojo iridiscente en toda su longitud, excepto en la punta.
—¡Mentiras! ¡Engaños! ¡Un clarísimo fraude! —gritó el almirante y golpeó la caja haciéndola caer, junto con su contenido, de las manos de los asombrados mensajeros.
El coronel observó cómo volaba la pluma en remolinos, debido a los distribuidores de aire, hasta que por fin se posaba en la tarima. Parecía un sacrilegio dejarla allí tirada, pero el coronel no se atrevía a moverse y recogerla.
¿Cómo podía su jefe ignorar aquello? ¿Cómo podía negarse a aceptar las ricas tonalidades azules que empezaban a extenderse desde las raíces de sus plumas?
—El sentido de la Muda puede invertirse de nuevo —gritó el Suzerano de Rayo y Garra—. Puede ocurrir si obtenemos la victoria con las armas.
Sólo que lo que él proponía no iba a ser una victoria, sería una masacre.
—Los terrestres se están reuniendo, congregando, juntando en lo alto de una colina aislada —informó uno de los ayudantes—. Se nos muestran, presentan, ofrecen como un único y sencillo objetivo.
El coronel suspiró. No era necesario ningún sacerdote para explicar lo que eso significaba. Los terrestres, al darse cuenta de que no sería una batalla limpia, habían venido todos juntos para que su muerte fuese más fácil. Puesto que sus vidas estaban ya perdidas, sólo había una razón que podía impulsarlos a actuar así.
Lo hacen para salvar el frágil ecosistema de este mundo. Después de todo, el objetivo de su inquilinato es salvar Garth. En su impotencia, el coronel vio y saboreó la amargura de la derrota. Habían obligado a los gubru a elegir entre poder y honor.
La pluma escarlata lo tenía cautivado. Sus colores le alteraban la sangre.
—Voy a preparar a mis soldados de Garra para bajar al encuentro de los terrestres —sugirió esperanzado el coronel—. Descenderemos, avanzaremos, atacaremos en igualdad numérica, con armas ligeras y sin robots.
—¡No! ¡No debe hacerlo! ¡No puede hacerlo! ¡No lo hará! He asignado los papeles adecuados a mis fuerzas. Las voy a necesitar, requerir, cuando tengamos que vérnoslas con los thenanios. ¡No se derrocharán de forma ruinosa! Y ahora, ¡prestad atención! En este momento, en este instante, los terrestres de ahí abajo van a sentir, sufrir, soportar mi justa venganza —grito el Suzerano de Rayo y Garra—. Ordeno que se apresten todas las armas de destrucción masiva. Vamos a abrasar este valle, y el otro, y el otro, hasta que toda forma de vida en estas montañas…
No pudo terminar la orden. El coronel de los soldados de Garra parpadeó una vez y luego dejó caer su sable rifle al suelo. El golpe fue seguido de una doble explosión mientras que, primero la cabeza y luego el cuerpo del jefe supremo militar, caían también.
El coronel se estremeció. Allí caído, el cuerpo mostraba con claridad los iridiscentes matices de la realeza. La sangre del almirante se mezcló con su principesco plumaje azul y se esparció por toda la cubierta, para reunirse por fin con la única pluma escarlata de su reina.
El coronel se dirigió a sus atónitos ayudantes.
—Informad, transmitid, comunicad al Suzerano de la Idoneidad que yo mismo me he sometido a arresto, hasta que se resuelva, determine, decida mi destino. Consultad a sus Majestades qué se debe hacer.
Durante un largo e incierto tiempo, continuaron dirigiéndose por inercia hacia la cima donde estaban reunidos los terrestres, esperando. Nadie habló. En el puesto de mando casi no había movimiento.
Cuando llegó el informe, fue como una confirmación de lo que sabían desde hacía tiempo. Un velo mortuorio había caído ya sobre los componentes de la administración gubru. El Suzerano de la Idoneidad y el Suzerano de Costes y Prevención entonaron juntos un triste canto de pérdida.
Habían tenido tantas esperanzas, tan buenas perspectivas cuando emprendieron camino hacia este lugar, este planeta, esta desolada mancha en el espacio vacío… Los Maestros de la Percha habían escogido con tanto cuidado el horno correcto, el crisol adecuado y los ingredientes justos… tres de los mejores, tres excelentes productos de la manipulación genética, los más selectos.
Fuimos enviados para poder regresar a casa con un consenso, pensó la nueva reina. Y el consenso está aquí. Convertido en cenizas. Nos equivocamos al pensar que éste era un buen tiempo para batallar por la grandeza.
Oh, eran muchos los factores que habían ocasionado aquello. Si el primer Suzerano de Costes y Prevención no hubiese muerto… Si no hubiesen sido engañados dos veces por el tramposo tymbrimi con el asunto de los «garthianos»… Si los terrestres no hubieran resultado tan lobeznamente inteligentes para sacar provecho de todas sus debilidades…. Esta última maniobra, por ejemplo, la de obligar a los soldados gubru a elegir entre deshonor y regicidio...
Pero las casualidades no existen, advirtió ella. No hubieran conseguido tanta ventaja si no hubiéramos mostrado tantos defectos.
Ése era el consenso que harían llegar a los Maestros de la Percha. Que existían debilidades, fallos, errores que esta trágica expedición había sacado a la luz.
Sería una valiosa información.
Que eso sirva de consuelo para mis estériles, infértiles huevos, pensó al tiempo que confortaba a su único compañero y amante.
Dio una breve orden a los mensajeros.
—Transmitid al coronel nuestro perdón, nuestra absolución, nuestra amnistía. Y que todas las fuerzas de choque regresen a la base.
Los mortíferos cruceros dieron media vuelta y emprendieron el regreso, dejando las montañas y los valles a quienes tanto parecían anhelarlos.
110. ATHACLENA
Los chimps contemplaban pasmados cómo la muerte parecía cambiar de idea. Lydia McCue miró parpadeando las naves que se retiraban.
—Lo sabías. —Se volvió para mirar a Athaclena. Y otra vez la acusó—. ¡Lo sabías!
Athaclena sonrió. Sus zarcillos dejaban unas débiles y tristes huellas en el aire.
—Digamos que pensé que era posible —dijo por fin—. Y aunque me hubiese equivocado, esto era lo más honroso que podíamos hacer. Sin embargo, me alegra mucho haber descubierto que tenía razón.