Sin embargo, había en Fiben el suficiente condicionamiento humano para que se sonrojase sólo de pensar lo que aquellas dos iban a hacer con él, ahora que eran íntimas amigas. ¿Cómo he podido caer en tal situación?
Sylvie le miró a los ojos y le sonrió. Gailet deslizó la mano entre las suyas.
¡Bueno, admitió, creo que no va a ser tan duro.
En aquellos momentos ya habían comenzado a llamar a la gente para entregarles sus medallas. Pero durante unos instantes Fiben sólo fue consciente de ellos tres, sentados allí juntos, como si el resto del mundo fuera una ilusión. En realidad, bajo su capa externa de cinismo, se encontraba muy bien.
Robert Oneagle se levantó y se acercó al estrado para recoger su medalla, y parecía sentirse mucho más cómodo en su uniforme que Fiben en el suyo. Fiben observó a su compañero humano. Tengo que preguntarle quién es su sastre.
Robert no se había afeitado la barba y conservaba el cuerpo fuerte ganado en la dura vida de la montaña. Ya no era un mozalbete. En realidad, parecía un héroe de historieta de pies a cabeza.
¡Qué absurdo! Fiben hizo una mueca de disgusto. Van a conseguir que se le suban los humos a la cabeza. Tendré que retarlo a una lucha cuerpo a cuerpo. Evitar que crea todo lo que se escribe en la prensa.
La madre de Robert parecía haber envejecido durante la guerra. En la última semana la había visto repetidas veces quedarse sorprendida ante su alto y bronceado hijo, que andaba con la gracia de un gato salvaje. Parecía orgullosa y asombrada al mismo tiempo, como si los duendes se hubieran llevado a su hijo y se lo hubiesen cambiado por otro.
Eso se llama crecer, Megan.
Robert saludó y regresó a su asiento. Al pasar junto a Fiben, su mano izquierda hizo un rápido signo, una sola palabra en el lenguaje de las manos.
¡Cerveza!
Fiben empezó a reírse pero se reprimió porque tanto Sylvie como Gailet se volvieron a mirarlo enojadas. No importaba. Era bueno saber que Robert se sentía como él. Era casi preferible enfrentarse con los soldados de Garra que con aquella absurda ceremonia.
Robert volvió a su asiento junto a la teniente Lydia McCue, cuya nueva condecoración brillaba en el pecho de su radiante túnica. La muchacha permanecía erguida y atenta a los diversos actos, pero Fiben pudo ver lo que era invisible para los dignatarios y el público: que la punta de la bota de la militar levantaba el doblez de la pernera del pantalón de Robert.
El pobre Robert luchaba por mantener la compostura. Al parecer, la paz tenía sus propios problemas. En algunos aspectos, la guerra era más sencilla.
Apartado de la multitud, Fiben distinguió un pequeño grupo de humanoides, unos delgados bípedos cuyo aspecto de zorro era negado por unos zarcillos que ondeaban ligeramente sobre sus orejas. Entre los tymbrimi reconoció fácilmente a Uthacalthing y a Athaclena. Ambos habían declinado cualquier honor, cualquier recompensa. Los habitantes de Garth tendrían que esperar a que ambos muriesen antes de erigirles monumentos. En cierto sentido, aquella limitación sería su mejor recompensa.
La hija del embajador había borrado muchas de las modificaciones faciales y corporales que la habían hecho parecer tan humana. Hablaba en voz baja con un joven tym, que podía considerarse atractivo, supuso Fiben, al menos desde un punto de vista ET.
Parecía que los dos jóvenes, Robert y su esposa alienígena, se habían readaptado completamente para volver con los suyos. Pero Fiben sospechaba que ahora ambos tenían más éxito con el sexo opuesto del que habían tenido antes de la guerra.
Y sin embargo…
Durante una de las interminables series de recepciones diplomáticas y conferencias, los había visto juntos unos breves instantes. Sus cabezas habían permanecido muy cercanas y, aunque no intercambiaron palabra, Fiben estaba seguro de haber visto o sentido algo que giraba en el espacio sobre los dos.
Por muchos cónyuges o amantes que tuvieran en el futuro, era evidente que había algo que Robert y Athaclena compartirían siempre, con independencia de la distancia que el universo pusiera entre ellos.
Sylvie regresó a su asiento después de recibir su condecoración. El vestido no podía disimular la forma redondeada que iba adquiriendo su cuerpo. Otro cambio al que Fiben tendría que acostumbrarse muy pronto. Pensó que los bomberos de Puerto Helenia tendrían que reclutar más personal cuando aquel crío empezase a estudiar química en la escuela.
Gailet abrazó a Sylvie y después fue ella la que se aproximó al pódium. Esa vez los vítores y aplausos fueron tan prolongados que Megan tuvo que pedir silencio.
Pero cuando Gailet habló, no fue el himno triunfal de victoria que todos esperaban. Al parecer, su mensaje era mucho más serio.
—La vida no es justa. —Los murmullos de la audiencia se apagaron cuando Gailet alzo los ojos y pareció mirarlos uno por uno—. Quien diga que lo es, o que tendría que serlo, es un estúpido o algo peor. La vida puede ser cruel. Los trucos de Ifni pueden ser caprichosos juegos de oportunidad y probabilidad. O una fría ecuación puede abatirte si cometes un error en el espacio. O incluso al bajar de la acera en un momento inadecuado puedes sucumbir.
«Éste no es el mejor de los mundos posibles. Porque si lo fuera, ¿existiría lo ilógico?, ¿la tiranía?, ¿la injusticia? Incluso la Evolución, manantial de toda diversidad y corazón de la naturaleza, es muy a menudo un proceso duro, que depende de la muerte para originar nueva vida.
»No, la vida no es justa. El universo no es justo.
»Y sin embargo —Gailet sacudió la cabeza—, y sin embargo, aunque no sea justo, al menos puede ser hermoso. Mirad a vuestro alrededor. Eso es más importante de que todo lo que yo pueda decir. Mirad este mundo encantador y triste que es vuestro hogar. ¡He aquí Garth!
La reunión se celebraba en lo alto de una colina un poco al sur de la nueva sección de la Biblioteca, en una pradera con amplia vista en todas direcciones, Al oeste se podía ver el mar de Climar, su superficie gris azulada estaba coloreada por líneas de plantas de vida flotante y punteada por trazos de espuma producida por las criaturas existentes bajo las aguas; sobre él, se hallaba el cielo azul, lavado por la última tormenta de invierno. Las islas brillaban a la luz del sol de la mañana, como lejanos reinos mágicos.
En la parte norte de la pradera se elevaba la amarronada torre de la sección de la Biblioteca con la radiante espiral de su signo grabada en rutilante piedra. Unos árboles recién plantados, procedentes de dos mundos distintos, se balanceaban suavemente en la brisa que flotaba sobre y alrededor del gran monolito, tan intemporal como los conocimientos que almacenaba.
Al este y al sur, más allá de las ocupadas aguas de la Bahía de Aspinal, se hallaba el Valle del Sind, en el que empezaban a brotar los primeros vastagos que llenaban el aire con los aromas de la primavera. Y en la distancia se extendían las montañas, como titanes dormidos a punto de despojarse de sus invernales cubiertas de nieve.
—Nuestras pequeñas vidas, nuestra especie, nuestro clan, nos parecen muy importantes, pero ¿qué son comparados con todo esto?, ¿este vivero de creación? Fue por esto por lo que mereció la pena luchar. Para protegerlo —señaló el mar, el cielo, el valle y las montañas—. Ahí está nuestro gran logro.