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Durante toda su infancia se dio cuenta de que mientras los otros muchachos tropezaban y sufrían penas amargas, él siempre tuvo la destreza de salir airoso de todo. Cuando casi todos los demás se habían encaminado a ciegas y con torpeza hacia la adolescencia y la sexualidad, él se había deslizado dentro del placer y la popularidad con tanta facilidad como un pie en un zapato viejo.

Su madre, y su padre, viajero espacial, cada vez que estaba de paso en Garth, le habían recomendado que se fijase en las interacciones de sus semejantes y no dejase simplemente que las cosas sucedieran ni que las aceptara como inevitables. Y de hecho, había empezado a percatarse de que, en cada agrupamiento por edades, había unos pocos como él, para quienes el crecer resultaba en cierto modo más fácil. Entraron con suavidad en la época embrollada de la adolescencia mientras que todos los demás se obstinaban en encontrar un fortuito pedazo de terreno sólido. Y al parecer los más afortunados aceptaban su feliz hado como si fuera señal de alguna elección de tipo divino. Lo mismo ocurría con las muchachas más populares. No tenían empatía, no sentían compasión por los chicos más normales.

En el caso de Robert, nunca había perseguido la fama de playboy. Pero con el tiempo, se la había ganado, casi en contra de su voluntad. Un temor secreto empezó a crecer en su corazón. ¿Había equilibrado el universo todas las cosas? ¿Quitaba para compensar lo que entregaba? Se suponía que el culto a Ifni era un chiste entre los viajeros del espacio..., ¡pero a veces todo parecía tan planeado!.

Era estúpido creer que las pruebas endurecen a las personas, volviéndolas sabias automáticamente. Conocía a muchos que eran idiotas, arrogantes y bobos a pesar de haber sufrido.

Sin embargo…

Al igual que muchos humanos, a veces envidiaba a los flexibles, atractivos y autosuficientes tymbrimi. Según los estándares galácticos, eran una raza joven, pero comparados con la Humanidad eran viejos y con gran sabiduría galáctica. Los humanos habían descubierto la sensatez, la paz y una ciencia de la mente sólo una generación antes del Contacto. Existían aún muchos defectos que la sociedad de Terragens tenía que superar. En cambio, los tymbrimi parecían conocerse a ellos mismos tan bien…

¿Es ésta la razón básica por la que me atrae Athaclena? Simbólicamente hablando, ella es mayor que yo, posee más conocimientos. Me ofrece la oportunidad de ser torpe y atolondrado y disfrutar de esa actitud.

Era todo tan confuso que Robert no estaba seguro siquiera de sus sentimientos. Lo estaba pasando bien allí arriba en la montaña con Athaclena y eso lo hacía avergonzarse. Por un lado, se sentía resentido con su madre por haberlo enviado allí, y a la vez se sentía culpable de ese resentimiento.

¡Oh, si sólo me hubieran permitido luchar! El combate, al menos, era algo directo y fácil de comprender. Era antiguo, honorable, simple.

Robert miró de repente hacia el cielo. Allí, entre las estrellas, un punto llameó con momentánea brillantez. Mientras miraba, se produjeron otros dos súbitos resplandores; luego otro. Las nítidas y destellantes chispas duraron lo suficiente como para que pudiera darse cuenta de sus posiciones.

El movimiento era demasiado regular para ser un accidente… intervalos de veinte grados por encima del ecuador, todo el camino desde la Esfinge hasta Batman, en el que Tloona, el planeta rojo, brillaba en el centro del antiguo cinturón del héroe.

Así que ya está aquí. La destrucción de la red sincrónica del satélite era algo esperado, pero, en realidad, resultaba pasmoso presenciarla. Por supuesto, eso significaba que los verdaderos aterrizajes no tardarían en producirse.

Robert se sintió abatido y confió en que no hubieran muerto demasiados de sus amigos humanos y chimps.

Nunca he podido saber si actué como debía cuando las cosas eran realmente importantes. Tal vez ya nunca pueda saberlo.

Había tomado una decisión respecto a una cosa. Cumpliría la tarea que le había sido asignada: escoltar a una alienígena no combatiente a las montañas y a su supuesta seguridad. Había un deber que tenía que cumplir esa noche, mientras Athaclena dormía. Volvió lo más silencioso que pudo a las mochilas, sacó del bolsillo inferior izquierdo el aparato de radio y empezó a desmontarlo en la oscuridad.

A medio realizar su trabajo, otro repentino resplandor le hizo volver la cabeza hacia el cielo oriental. Una veloz llama surcó el destellante campo estelar, dejando fulgurantes brasas tras de sí. Algo entraba deprisa, ardiendo como si penetrase en la atmósfera.

Los detritus de la guerra.

Robert se puso de pie y contempló cómo el meteoro de fabricación humana dejaba un ardiente sendero que cruzaba el cielo. Desapareció detrás de una hilera de colinas, a unos veinte kilómetros de distancia. Tal vez mucho más cerca.

—Que Dios os proteja —murmuró a los guerreros que viajaban en aquella nave.

No temía bendecir a sus enemigos aunque estaba claro qué bando necesitaba ayuda aquella noche, y era posible que por mucho tiempo.

11. GALÁCTICOS

El Suzerano de la Idoneidad se movía por el puente del buque insignia con pequeños saltos y cabriolas, disfrutando del placer de avanzar entre la soldadesca gubru y kwackoo que se apartaba para dejarle libre el camino.

Hacía quizá mucho tiempo que el sumo sacerdote gubru no disfrutaba de tal libertad de movimientos. Después de que la fuerza de ocupación aterrizase, el Suzerano no podría volver a poner un pie en el «suelo» durante muchos miktaars. Hasta que la idoneidad no estuviese asegurada y la consolidación completa, no podría pisar el territorio del planeta que se extendía frente a la armada que seguía avanzando.

Los otros dos líderes de la fuerza de invasión, el Suzerano de Rayo y Garra y el Suzerano de Costes y Prevención, no tendrían que obrar con tales restricciones. Eso era lo correcto. El ejército y la burocracia tenían sus propias funciones. Pero al Suzerano de la Idoneidad se le había encomendado la misión de Adecuación de la Conducta de la expedición gubru, y para eso tendría que permanecer posado en la percha.

Desde el otro lado del puente podían oírse las quejas del Suzerano de Costes y Prevención. Se habían producido pérdidas inesperadas en la furiosa batallita que los humanos protagonizaron con tanta valentía.

Cada nave puesta fuera de combate dañaba la causa gubru en estos peligrosos tiempos.

Necios, imprudentes, cortos de vista, pensó el Suzerano de la Idoneidad. El daño físico ocasionado por los humanos había sido mucho más insignificante que el ético y el legal. Ya que la lucha había sido tan ardiente y efectiva, no podía ser ignorada. Tenía que ser reconocida.

Con su acción, los lobeznos humanos habían dejado constancia de su resistencia a la llegada de las fuerzas gubru. De modo inesperado, lo habían hecho siguiendo con meticulosa atención los Protocolos de Guerra.

Tal vez sean algo más que meras bestias inteligentes Más que bestias Quizás ellos y sus pupilos deban ser estudiados Estudiados… zzooon