La hazaña de la resistencia de la diminuta flotilla terrestre significaba que el Suzerano tendría que permanecer posado en la percha al menos durante el período inicial de la ocupación. Habría que buscar una excusa ahora, la clase de casus belli que permitiera a los gubru proclamar a las Cinco Galaxias que la cesión de arrendamiento de Garth a los terrestres resultaba nula e ineficaz.
Hasta que eso ocurriera, hasta que se aplicaran las Normas de Guerra y se impusieran, el Suzerano de la Idoneidad sabía que se producirían conflictos con los otros dos comandantes, sus futuros amantes y competidores. La política correcta exigía tensión entre ellos, incluso que algunas leyes que el sacerdote tuviera que imponer, pareciesen, en cierto modo, estúpidas.
El Suzerano hizo que su peluda cobertura se agitara. Ordenó a uno de sus sirvientes, un fofo e imperturbable kwakoo, que trajese un ahuecador de plumas y un peine.
12. ATHACLENA
Aquella mañana Athaclena supo que algo había ocurrido durante la noche. Pero Robert apenas si contestó a sus preguntas. Su rudimentario pero efectivo escudo de empatía bloqueaba sus intentos de captar.
Athaclena trató de no sentirse ofendida. Después de todo, su amigo humano estaba empezando a aprender cómo utilizar sus modestos talentos. No podía conocer las muchas y sutiles maneras que un empato era capaz de usar para demostrar un deseo de intimidad. Robert sólo sabía cómo cerrar del todo la puerta.
El desayuno fue silencioso. Cuando Robert hablaba, ella respondía con monosílabos. Como era natural, Athaclena comprendía la reserva de él, pero no había ninguna norma que dijese que ella tenía que mostrarse comunicativa.
Esa mañana, unas nubes bajas coronaban los cerros, cortadas por hileras de serradas piedras-aguijón. El paisaje tenía un aire espectral y lleno de presagios. Caminaban en silencio entre desgarrados jirones de niebla brumosa por las estribaciones que llevaban a las Montañas de Mulun. El aire estaba inmóvil y parecía contener una vaga tensión que Athaclena no podía identificar. Penetraba en su mente, sacando a relucir recuerdos poco agradables.
Se acordó de una vez que acompañó a su madre a las Montañas septentrionales de Tymbrimi, ascendiendo a lomos de un gurvalback por un sendero apenas un poco más ancho que éste, para asistir a la ceremonia de Elevación de los tytlal.
Uthacalthing estaba entonces fuera en misión diplomática y nadie sabía aún qué tipo de transporte iba a usar para el regreso. Era una cuestión de máxima importancia ya que si podía hacer todo el camino de vuelta a través del nivel-A del hiperespacio y los puntos de transferencia, podría llegar a casa en cien días o menos. Si se veía obligado a viajar por el nivel-D, o aún peor, por el espacio normal, Uthacalthing podía no regresar en el tiempo que les quedaba de vida natural.
El servicio diplomático intentaba avisar a los familiares de sus agentes tan pronto como el asunto se aclaraba, pero en esa ocasión tardaron demasiado. Athaclena y su madre empezaron a convertirse en un estorbo público, contagiando su molesta ansiedad a todos sus vecinos. En tales circunstancias, se les insinuó educadamente que debían alejarse de la ciudad por un tiempo. El servicio les proporcionó billetes para que asistieran a ver cómo los representantes de los tytlal ejecutaban otro rito de avance en el largo camino de la Elevación.
El resbaladizo escudo mental de Robert le recordó el dolor de Mathicluanna secretamente guardado durante ese largo trayecto entre heladas colinas color púrpura. Madre e hija apenas hablaron entre sí mientras pasaban por amplios terrenos sin cultivar y por fin llegaban a una fértil llanura en la caldera de un antiguo volcán. Allí, en lo alto de una simétrica cima, se habían congregado miles de tymbrimi, bajo un grupo de toldos de brillantes colores, para presenciar la Aceptación y Elección de los tytlal.
Habían llegado observadores de muchos clanes distinguidos de viajeros del espacio: synthianos, kanten, mrgh’4luargi y, por supuesto, un tropel de humanos vocingleros. Los terrestres se mezclaban con sus aliados tymbrimi junto a las mesas de refrigerio armando un gran alboroto. Recordó su actitud de entonces al ver juntas a tantas criaturas atríquicas y bromopneanas. ¿Era yo tan snob?, se preguntó Athaclena.
Había arrugado la nariz con desdén ante el ruido que hacían los humanos con sus fuertes y graves carcajadas.
Sus extrañas miradas se posaban en todas partes al tiempo que hacían alarde de sus prominentes músculos. Incluso las hembras parecían caricaturas de los levantadores de pesas tymbrimi.
De hecho, por aquel entonces Athaclena apenas si había entrado en la adolescencia. Ahora, reflexionando sobre ello, recordó que sus congéneres eran tan entusiastas y ostentosos como los humanos, moviendo las manos de modo intrincado y animando el cielo con breves y destellantes glifos. Aquél fue un gran día, después de todo, ya que los tytlal tenían que «elegir» a sus tutores y a sus nuevos auspiciadores de Elevación.
Varios dignatarios permanecían bajo los brillantes pabellones. Obviamente los caltmour, inmediatos tutores de los tymbrimi, no pudieron asistir ya que se habían extinguido trágicamente. Pero estaban presentes su sello y sus colores, en honor a los que habían dado a los tymbrimi el don de la sapiencia.
Sin embargo, la presencia de todos se veía honrada por una delegación de charlatanes brma, de andares majestuosos, los cuales habían elevado a los caltmour hacía mucho, mucho tiempo.
Athaclena recordó con un suspiro cómo su corona chisporroteó de sorpresa al ver surgir otra sombra con una cobertura marrón en lo alto del monte ceremonial. ¡Era un Krallnith! ¡La raza más antigua en su linaje de tutores había enviado un representante! Por aquel entonces, los krallnith estaban casi aletargados, habiendo abandonado su entusiasmo cada vez más pobre para dedicarse a extrañas formas de meditación. La opinión generalizada era de que no seguirían existiendo muchas épocas más. Era un honor que uno de ellos asistiera al acto y ofreciera sus bendiciones a los miembros más nuevos del clan.
Como era natural, el centro de atención eran los propios tytlal. Vestían túnicas plateadas que los hacían parecer mucho a esas criaturas terráqueas conocidas con el nombre de nutrias. Los legatarios tytlal irradiaban un justificado orgullo mientras se preparaban para el último rito de Elevación.
—Mira —indicó la madre de Athaclena—, los tytlal han elegido a Sustruk, su poeta-inspirador, para que los represente. ¿Recuerdas cuando lo conociste, Athaclena?
Claro que se acordaba. Había sido sólo el año anterior, cuando Sustruk les hizo una visita en su casa de la ciudad. Uthacalthing había querido presentar al genio tytlal a su esposa e hija antes de partir a su última misión.