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—Si quieres, podemos retroceder un par de millas y buscar un camino que rodee todo esto —dijo Robert mirándola de soslayo.

—Estás hablando en serio —suspiró Athaclena. Ya era muy pesado que sus padres y los amigos de su tierra la creyesen tímida, pero ahora, para colmo, no podía rechazar el reto de este humano—. Muy bien, Robert, enséñame cómo se hace.

Robert se metió dentro de la placa y verificó su estabilidad. Luego le hizo una seña para que se reuniese con él. Athaclena entró en aquel objeto que se balanceaba y se sentó donde Robert le indicaba, delante de él, con una rodilla a cada lado del tocón central.

Fue entonces cuando, con la corona temblando de nerviosa agitación, ocurrió de nuevo. Athaclena sintió algo que la hizo agarrarse convulsivamente a los gomosos lados de la placa haciendo que ésta oscilase.

—Eh, ten cuidado. ¡Casi nos tiras!

Athaclena lo cogió del brazo mientras examinaba el valle que se extendía a sus pies. Alrededor de su rostro chisporroteaba un haz de finos zarcillos.

—Lo he captado de nuevo. Ahí abajo, Robert. ¡En alguna parte del bosque!

—¿Qué? ¿Qué es lo que está ahí abajo?

La entidad que capté antes. Lo que no era ni un humano ni un chimpancé. Era un poco parecido, pero distinto. ¡Y emana Potencial!

¿Dónde? ¿Puedes señalar el lugar? —preguntó Robert. Protegiéndose los ojos de la luz.

Athaclena se concentró. Intentaba localizar el tenue toque de emociones.

—Se ha… ido —suspiró finalmente.

—¿Estás segura de que no era un chimpancé? —Robert irradiaba nerviosismo—. En estas colinas hay muchos, y también cazadores y trabajadores forestales.

Athaclena formó un glifo palanq. Luego, recordando que Robert no era capaz de notar esa reluciente esencia de frustración, se encogió de hombros para indicar aproximadamente lo mismo.

—No, Robert. He conocido a muchos neochimpancés ¿no te acuerdas? El ser que he sentido era diferente. Y por un lado puedo jurar que no era del todo sensitivo y por otro, que tenía un sentimiento de tristeza, de poder sumergido… ¿Podría tratarse de un garthiano? —preguntó a Robert, súbitamente excitada—. ¡Oh, démonos prisa! Tal vez podamos acercarnos más. —Se situó junto al eje central y miró a Robert expectante.

—La famosa adaptabilidad tymbrimi —suspiró Robert—. Ahora, de repente, estás ansiosa por marcharte. Y mientras, yo esperando impresionarte y animarte con un paseo fuera de serie.

Chicos, pensó ella otra vez, sacudiendo la cabeza vigorosamente. ¿Cómo es posible que piensen así, aunque sea en broma?

—Deja de tornarme el pelo y vámonos —le instó Athaclena.

Se acomodó dentro de la placa, detrás de ella. Athaclena se agarraba firmemente a las rodillas de Robert. Los zarcillos ondulaban en la cara de éste, pero no se quejó.

—Bueno, ahí vamos.

Athaclena se sintió envuelta por el mohoso olor humano cuando Robert impulsó la placa y empezaron a deslizarse hacia adelante.

Los recuerdos volvieron a Robert mientras el trineo de fabricación propia aceleraba, saltaba y botaba sobre las resbaladizas y convexas placas de hiedra. Athaclena se asía con fuerza a sus rodillas y reía cada vez más alto, con una risa más parecida al tañido de una campana que a la de una muchacha terrestre. También Robert gritaba y reía, sujetando a Athaclena al tiempo que se inclinaba hacia un lado y hacia otro para guiar el trineo que saltaba enloquecido.

La última vez que hice esto debía de tener once años.

A cada sacudida y a cada salto su corazón latía con fuerza. ¡Ni siquiera las atracciones de gravedad de un parque de recreo eran como esto! Athaclena soltó un grito de alborozo cuando volaron por el aire y aterrizaron de nuevo con un rebote elástico. Su corona era una tormenta de zarcillos plateados que parecía chisporrotear de excitación.

Sólo espero recordar cómo controlar correctamente esta cosa.

Tal vez fue su falta de entrenamiento. O tal vez la presencia de Athaclena que lo distraía, pero el caso es que Robert reaccionó un poco tarde cuando un tronco de casi-roble, un residuo del bosque que antaño había ocupado esta vertiente, se cruzó de repente en su camino.

Athaclena reía complacida mientras Robert se inclinaba con fuerza hacia la izquierda, haciendo virar disparatadamente su rudimentario vehículo. Cuando notó el repentino cambio de humor en él, el vehículo ya estaba fuera de control, dando tumbos y chocando con algo que no habían visto. El impacto los sacudió con brusquedad, y todo lo que contenía el trineo salió despedido.

En aquel momento, la suerte y los instintos tymbrimi estuvieron de parte de Athaclena. Se produjeron hormonas de tensión y sus reflejos le hicieron esconder la cabeza y rodar como una bola. Con el impacto, su cuerpo se convirtió en otro trineo que saltaba y botaba sobre las placas como si fuera una pelota elástica.

Todo ocurrió en un abrir y cerrar de ojos. Unos puños gigantes la golpeaban y la hacían dar tumbos. Sus oídos parecían llenos de un gran rugido y su corona resplandecía mientras que su cuerpo no dejaba de girar y caer, una y otra vez.

Por último, el recorrido de Athaclena llegó a su fin.

Todavía enroscada, protegiéndose la cabeza, terminó junto al bosque del valle. Al principio sólo pudo permanecer allí tumbada, sin moverse, mientras sus enzimas gheer le hacían pagar el precio por sus rápidos reflejos. La respiración surgía entrecortada y temblorosa, sus riñones inferiores y superiores palpitaban, luchando contra la repentina sobrecarga enzimática.

Y sentía dolor. Le era difícil localizarlo. Al parecer, sólo había recibido unos cuantos golpes y arañazos. ¿Entonces?

La percepción le llegó de repente, mientras se desenroscaba y abría los ojos. El dolor provenía de Robert. ¡Su guía terrestre emitía cegadoras oleadas de agonía!

Se puso de pie cautelosamente, todavía aturdida por el impacto, y se protegió los ojos con la mano para inspeccionar la brillante ladera de la colina. No veía al humano, así que lo buscó con su corona. El duro flujo de dolor la llevó tropezando con torpeza por encima de las relucientes placas hasta las cercanías del trineo, que había quedado en posición vertical.

Las piernas de Robert pataleaban débilmente bajo una capa de hiedra en placas. El esfuerzo por librarse de ellas culminó en un grave y apagado lamento. Una brillante cascada de agones calientes pareció alojarse en la corona de Athaclena.

—¿Robert, estás atrapado por algo? —preguntó, arrodillándose a su lado—. ¿Puedes respirar?

¡Qué estupidez, pensó, preguntarle varias cosas a la vez cuando el humano apenas estaba consciente! Tengo que hacer algo.

Athaclena sacó su calzador láser de la parte superior de su bota y acometió la hiedra en placas, desviando la vista de Robert, cortando tocones y gruñendo al tiempo que iba levantando las capas una a una.

Unas ramas fibrosas y húmedas permanecían enredadas en la cabeza y los brazos del hombre, clavándolo en la maleza.

—Robert, voy a cortar junto a tu cabeza. ¡No te muevas!