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Robert se quejó con palabras incomprensibles. Tenía el brazo derecho muy contusionado y en su entorno flotaba tanto dolor que ella tuvo que replegar la corona para evitar desmayarse debido a la sobrecarga. Se suponía que los alienígenas no se comunicaban de un modo tan intenso con los tymbrimi. Al menos, ella nunca creyó que fuera posible.

Robert jadeó mientras ella levantaba la última capa reseca que le cubría el rostro. Tenía los ojos cerrados y movía los labios como si hablase consigo mismo, en silencio. ¿Qué está haciendo ahora?

La muchacha notó las insinuaciones de algún rito-humano-de-disciplina. Tenía algo que ver con los números y con el contar. Tal vez era esa técnica de autohipnosis que todos los humanos aprendían en la escuela. Si bien era primitiva, parecía estar ayudando a Robert.

—Ahora voy a cortar las raíces que te atrapan el brazo —le dijo.

Él bajó la cabeza en señal de asentimiento.

—Date prisa, Clennie. Nunca… nunca… había tenido que contrarrestar tanto dolor. —Soltó un suspiro tembloroso mientras la última raíz se partía. Su brazo quedó libre, desplomándose. Lo tenía roto.

¿Y ahora qué? Athaclena estaba preocupada. Siempre había sido peligroso intervenir en el miembro roto de un individuo de raza alienígena. Una parte del problema era la falta de preparación. Los instintos de socorro más básicos podían resultar equivocados al tratar de ayudar a alguien de otra especie.

Athaclena se agarró los zarcillos de su corona y los retorció con indecisión. ¡ Hay cosas que tienen que ser universales!

Intentar que la víctima mantenga la respiración. Eso ya lo había hecho automáticamente.

Intentar detener las pérdidas de fluidos corporales. Todo lo que sabía respecto a eso lo había visto en viejas películas de la época previa al Contacto, a cuya proyección había asistido con su padre en una visita a Garth, y que trataban de antiguas criaturas de la Tierra llamadas policías y ladrones. Según esas películas, las heridas de Robert podían considerarse sólo arañazos. Pero temía que esas antiguas cintas no fueran precisamente realistas.

¡Oh, si los humanos no fuesen tan frágiles!

Athaclena se dirigió a toda prisa hacia la mochila de Robert y buscó la radio en el bolsillo inferior de ésta. Les Podía llegar ayuda desde Puerto Helenia en menos de una hora y los agentes de rescate podían decirle qué debía hacer entretanto.

Era una radio sencilla, de diseño tymbrimi, pero no ocurrió nada cuando apretó el interruptor para ponerla en marcha.

No, ¡tiene que funcionar! Pulsó de nuevo la tecla. Pero el indicador seguía apagado.

Athaclena levantó la tapa posterior. El cristal de transmisión no estaba en su sitio. Parpadeó consternada. ¿Cómo era posible?

Estaban aislados de toda ayuda. Estaba por completo sola consigo misma.

—Robert —dijo, arrodillándose de nuevo a su lado—. Tienes que guiarme. Yo no puedo ayudarte si no me dices qué tengo que hacer.

El humano seguía contando hasta diez, una y otra vez. Tuvo que repetirle la pregunta hasta que sus ojos se posaron en ella.

—Me… me parece… que tengo el brazo roto, Clennie —dijo con voz entrecortada—. Ayúdame a ponerme en un lugar donde no dé el sol y. y luego utiliza las medicinas.

Su presencia parecía desvanecerse y sus ojos giraban en las órbitas al tiempo que perdía la conciencia. A Athaclena no le gustó un sistema nervioso que, sobrecargado de dolor, dejaba a su propietario incapaz de valerse por sí mismo. No era culpa de Robert. Era un chico valiente, pero su cerebro había sufrido un colapso.

Sin embargo, había una ventaja. Al haberse desmayado, dejaba de emitir oleadas de dolor y eso le hizo más fácil a ella la tarea de arrastrarlo de espaldas sobre el mullido e irregular campo de placas de hiedra, intentando en todo momento no mover excesivamente su brazo roto.

¡Humanos de huesos grandes, tendones inmensos y músculos excesivos! Athaclena formó un glifo de gran mordacidad mientras arrastraba el pesado cuerpo hasta un lugar sombreado en la margen del bosque.

Recuperó las mochilas y en seguida encontró el botiquín de Robert. Había una tintura que le había visto usar dos días antes cuando se clavó una astilla de madera en el dedo. Untó generosamente con ella todas sus heridas.

Robert se quejó y se movió un poco. Ella podía notar cómo luchaba su mente para controlar el dolor. Al cabo de unos instantes, comenzó nuevamente a murmurar números con voz casi imperceptible.

Ella tomó un tubo de «espuma quirúrgica», frunció los labios al leer las instrucciones en ánglico y luego aplicó el espray sobre los cortes, tapándolos después con un vendaje protector.

Ya sólo quedaba el brazoy el dolor. Robert había mencionado medicamentos, pero ¿cuáles?

Había muchas ampollas pequeñas, con sendas etiquetas, tanto en ánglico como en galSiete, pero las instrucciones eran muy poco claras. No había cláusulas que indicasen cómo un no-terrestre tenía que tratar a un humano sin tener ninguna idea al respecto.

Utilizó la lógica. Los medicamentos de emergencia debían de estar presentados como ampollas de gas, para una fácil y rápida administración. Sacó tres ampollas que parecían cilindros de papel cristal y luego se inclinó hacia adelante hasta que los zarcillos de su corona rodearon el rostro de Robert, acercándose a su aroma humano, húmedo y, en esta ocasión, muy masculino.

—Robert —susurró cuidando su ánglico—. Sé que puedes oírme. Levántate dentro de ti mismo. Necesito tu sabiduría en este aquí-y-ahora.

Al parecer, lo único que consiguió fue distraerlo de su rito-de-disciplina ya que notó que el dolor se agudizaba. Robert hizo una mueca y siguió contando en voz alta.

Los tymbrimi no decían palabrotas como los humanos. Un purista diría que usaban en cambio «frases estilísticas de archivo». Pero en momentos como éste, pocos podrían establecer una diferencia. Athaclena refunfuñó cáusticamente en su lengua materna.

Era evidente que Robert no era un experto, ni siquiera en esa rudimentaria técnica de autohipnosis. El dolor aporreaba los límites de su mente, y Athaclena soltó un Pequeño gorjeo, algo así como un suspiro. No estaba acostumbrada a tener que luchar contra asaltos de ese tipo. El movimiento de sus pestañas le nubló la visión tal como lo hubieran hecho las lágrimas humanas.

Sólo había una forma, y ésta implicaba arriesgarse mucho más de lo que solía hacer, incluso con su familia. La perspectiva era atemorizante, pero no parecía haber otra elección. Si quería penetrar enteramente en él tenía que acercarse mucho más.

—Aquí… aquí estoy, Robert. Comparte eso conmigo.

Ella se abrió a la estrecha corriente de agudos y discretos agones tan ajenos a los tymbrimi y a la vez tan misteriosamente familiares, casi como si, en cierto modo, pudiera reconocerlos. El quantum de dolor se transformó en un irregular ritmo de bombeo. Había pequeñas e hirientes bolas calientes… grumos de metal fundido.

¿grumos de metal…?

La extrañeza casi le hizo perder a Athaclena el contacto. Nunca había experimentado tan vividamente una metáfora. Era más que una comparación, algo más fuerte que decir que una cosa era igual que otra. Durante un momento, los agones habían sido relucientes globos de hierro que quemaban al tacto.