La presidente bajó el pico hacia su pecho como si de repente se sintiera exhausta. Entonces el nuevo Suzerano de Costes y Prevención oyó débilmente lo que agregaba:
—Debes avanzar y tratar por todos los medios de salvarnos…
Primera Parte
INVASIÓN
Dejemos que nos eleven sobre sus hombros. Entonces podremos ver por encima de sus cabezas las diversas tierras prometidas de las que procedemos, y a las que confiamos regresar.
1. FIBEN
Nunca hubo tanto tráfico en el soñoliento campo de aterrizaje de Puerto Helenia, nunca en todos los años que Fiben Bolger había vivido allí. La meseta que dominaba la Bahía de Aspinal reverberaba con el paralizador e infrasónico rugido de los motores. Unas nubes de polvo oscurecían las fosas de lanzamiento, pero eso no era óbice para que los espectadores se congregasen junto al cercado periférico para contemplar todo el espectáculo. Los que tenían el don del talento psi podían decir en qué momento una nave espacial estaba a punto de despegar. Unas oleadas de confusa incertidumbre, causadas por fugas gravíticas, provocaban un rápido parpadeo en los espectadores justo antes de que otra nave estelar de punta afilada se elevase por encima de la neblina y se adentrara en el cielo salpicado de nubes.
El ruido y la picazón del olor alteraban los nervios. Era incluso peor para aquellos que estaban sobre el alquitranado, y malo en especial para los que se veían obligados a permanecer allí en contra de su voluntad.
En realidad, Fiben hubiese preferido encontrarse en cualquier otro lugar, sobre todo en un bar dedicándose a consumir litros de líquido anestésico. Pero eso no podía ser.
Observaba aquella frenética actividad con cinismo. Somos un barco que se hunde, pensó. Y todas esas ratas están diciendo adieu.
Todo lo que fuese capaz de volar por el espacio estaba saliendo de Garth con una prisa indecente. Pronto el campo de aterrizaje estaría vacío.
Hasta que llegue el enemigo… sea éste quien sea.
—Pssst, Fiben. ¡Tranquilízate!
Fiben miró hacia su derecha. El chimp que estaba en formación junto a él parecía sentirse casi tan incómodo como Fiben. La gorra del uniforme de Simón Levi se estaba volviendo oscura por encima de la visera de sus ojos descarnados, bajo la cual se rizaban unos mechones de pelo oscuro y mojado. Con los ojos, sin utilizar palabras, Simón instó a Fiben para que se pusiera firme y mirase al frente.
Fiben suspiró. Sabía que tenía que intentar prestar atención. La ceremonia de despedida de un dignatario estaba a punto de finalizar y se suponía que un miembro de la Guardia de Honor Planetaria no debía tener un aspecto desmañado.
Pero sus ojos se desviaban hacia el extremo sur de la meseta, más allá de la terminal comercial y la salida de mercancías. Allí, sin camuflaje, había una hilera irregular de objetos en forma de cigarro negro y triste, con el imponente aspecto de naves de guerra. Algunas de las patrulleras más pequeñas brillaban mientras los técnicos se movían entre ellas, poniendo a punto sus detectores y protectores para la inminente batalla.
Fiben se preguntó si el Mando habría ya decidido qué nave tenía que pilotar él. Tal vez permitirían que los pilotos semi-entrenados de la Milicia Colonial echasen a suertes para decidir a quién le tocaría la más decrépita de las viejas máquinas de guerra, compradas hacía poco a precio de ganga a un chatarrero xatinni.
Con la mano izquierda, Fiben tiró del cuello de su uniforme y se rascó la gruesa piel que había bajo éste. Lo viejo no es necesariamente malo, se dijo. Ve a la batalla a bordo de un tubo con más de mil años, y al menos sabes que puede resistir.
La mayoría de esas destartaladas patrulleras habían entrado en acción en los caminos estelares antes de que los seres humanos hubiesen oído hablar de la civilización galáctica… antes de que hubiesen empezado a jugar con cohetes de pólvora, chamuscándose los dedos y asustando a los pájaros para que regresaran a su hogar, la Tierra.
La imagen hizo sonreír a Fiben brevemente. Pensar así de la propia raza tutora no era en absoluto respetuoso Pero los humanos no habían educado a los suyos para ser precisamente reverentes.
¡Jo, este traja de mono pica! Los monos desnudos que son los humanos, tal vez sean capaces de aguantarlo, pero nosotros somos criaturas peludas y no podemos ponernos tanta ropa.
Al menos la ceremonia de despedida de la cónsul synthiana parecía a punto de terminar. Swoio Shochuhun, esa bola pomposa de pelo y bigotes, estaba acabando su discurso de adiós a los inquilinos del planeta Garth, los humanos y chimps a quienes abandonaba a su suerte. Fiben se rascó de nuevo la barbilla, deseando que aquella pequeña bolsa de aire se subiera a su lancha y se largara de una vez de allí, si es que tenía tanta prisa por marcharse.
Un codo se le clavó en las costillas.
—Ponte firme, Fiben —le murmuró Simón—. ¡Su señoría está mirando hacia aquí!
Entre los dignatarios, Megan Oneagle, la Coordinadora Planetaria de pelo canoso, arrugó los labios y dirigió a Fiben un rápido movimiento de cabeza.
Ah, maldita sea, pensó.
Robert, el hijo de Megan, había sido compañero de clase de Fiben en la pequeña universidad de Garth. Fiben arqueó una ceja como para decirle a la administradora humana que él no había pedido servir en esa dudosa guardia de honor. Y, en definitiva, si los humanos querían pupilos que no se rascaran, no deberían haber elevado chimpancés.
A pesar de todo, se arregló el cuello del uniforme y se enderezó. Para estos galácticos la forma lo era casi todo, y Fiben sabía que hasta un neochimp tenía que representar su papel, o el clan de la Tierra perdería prestigio.
A cada lado de la Coordinadora Oneagle estaban los otros dignatarios que habían venido a despedir a Swoio Shochuhun. A la izquierda de Megan se hallaba Kault, el voluminoso representante thenanio, de piel correosa y resplandeciente, con su brillante capa y su desmesurada cresta. Los conductos respiratorios de su garganta se abrían y se cerraban como persianas cada vez que la criatura de enormes mandíbulas inhalaba.
A la derecha de Megan se hallaba una figura mucho más humanoide, delgada y de largos miembros, que andaba con aire desgarbado, casi sin preocuparse, bajo el sol de la tarde.
A Uthacalthing le divierte algo, hubiera jurado Fiben. ¿Qué hay, pues, de nuevo?
El embajador Uthacalthing pensaba, desde luego, que todo era divertido. En su postura, en los zarcillos plateados y suavemente ondulantes que flotaban sobre sus orejas, y en el brillo de sus dorados y enormes ojos, el pálido enviado tymbrimi parecía decir lo que no se podía pronunciar en voz alta, algo casi insultante para la representante synthiana a punto de marchar.
Swoio Shochuhun se alisó los bigotes antes de aproximarse a sus colegas y despedirse de ellos uno a uno. Al verla realizar con las garras movimientos formales y elaborados frente a Kault, Fiben se sorprendió de lo mucho que ella se parecía a un inmenso y regordete mapache, vestido como un cortesano oriental de la antigüedad.
Kault, el inmenso thenanio, enderezó la cresta al tiempo que se inclinaba ante ella. Los dos galácticos, tan diferentes de tamaño, intercambiaron cortesías en un aflautado y altamente modulado galáctico-Seis. Fiben sabía que entre ambos había muy poco amor que pudiera perderse.
—Bueno, uno no puede siempre escoger a sus amigos ¿verdad? —susurró Simón.
—Tienes toda la razón —asintió Fiben.