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—No lo haré, Athaclena —prometió Robert con gravedad.

Permanecieron en silencio unos instantes hasta que él alargó la mano que no tenía herida y tocó la de ella.

—Clennie, quiero… quiero que sepas lo agradecido que estoy. Me has salvado la vida.

—Robert —suspiró ella cansinamente.

—… pero aún hay más. Cuando entraste en mi mente, me mostraste cosas de mí mismo… cosas que yo nunca antes había conocido. Ése es un favor importante. Puedes leer sobre ello cuanto quieras en los libros de texto: el autoengaño y la neurosis son dos plagas humanas especialmente insidiosas.

—No son exclusivas de los humanos, Robert.

—No, supongo que no. Lo que viste en mi mente, no tendría importancia según los cánones del pre-Contacto. Pero, dada nuestra historia, incluso el más cuerdo de nosotros necesita recordarlo de vez en cuando.

Athaclena no sabía qué decir y permaneció callada. Haber vivido en las oscuras y horribles épocas de la Humanidad debió de ser en verdad terrible.

—Lo que intento decir —Robert se aclaró la garganta—, es que sé lo lejos que has llegado en tu adaptación… aprendiendo expresiones humanas, provocando pequeños cambios en tu fisiología…

—Un experimento. —Ella se encogió de hombros, otra peculiaridad humana. De repente notó calidez en el rostro. ¡Los capilares se estaban abriendo en esa reacción humana que consideraba tan extraña! ¡Se estaba ruborizando!

—Sí, un experimento. Pero a la fuerza tiene que efectuarse en ambas direcciones, Clennie. Los tymbrimi son famosos en las Cinco Galaxias por su adaptabilidad. Pero los humanos somos capaces de aprender un par de cosas.

—¿Qué quieres decir, Robert? —le preguntó mirándolo.

—Quiero decir que me gustaría que me enseñases más sobre los sistemas tymbrimi, sobre vuestras costumbres. Quiero saber qué hacéis vosotros que sea equivalente a un asentimiento, a una mirada de asombro o a una sonrisa.

De nuevo se produjo un chisporroteo. La corona de Athaclena se desplegó pero el delicado, simple y fantasmal glifo que él había formado se desvaneció como el humo. Tal vez ni siquiera era consciente de haberlo creado.

—Hummm…. —dijo ella, parpadeando y moviendo la cabeza—. No estoy segura, pero creo que quizá ya has empezado a aprender.

A la mañana siguiente, cuando levantaron el campamento, Robert se sentía tenso y con fiebre. Sólo podía tomar la cantidad de anestésico que su brazo necesitaba pero que a la vez no le impidiera caminar.

Athaclena escondió la mayor parte del equipo del muchacho en el corte del tronco de un haya de caucho e hizo marcas en la corteza para señalar el lugar. En realidad, dudaba de que ninguno de los dos regresara nunca a buscarlo.

—Tienes que ver a un médico —dijo tocándole la frente. El aumento de su temperatura no era buena señal.

—Siguiendo ese camino —Robert señaló un paso entre las montañas—, a dos días de marcha, se halla el feudo de los Mendoza. La señora Mendoza era enfermera antes de casarse con Juan y dedicarse a la granja.

Athaclena miró el camino con incertidumbre. Tendrían que subir a unos dos mil metros para poder llegar al otro lado.

—Robert ¿estás seguro de que es la mejor ruta? Yo sé a ciencia cierta que he estado captando sofontes mucho más cerca, por esa línea de colinas del lado este.

Robert se apoyó en su estaca de fabricación casera y empezó a enfilar hacia el sur.

—Vamos, Clennie —dijo por encima del hombro—. Ya sé que quieres conocer a un garthiano, pero ahora no es el momento. Ya iremos a la caza de nativos presensitivos cuando me hayan remendado.

Athaclena lo miró, asombrada por lo ilógico de su comentario. Llegó a su altura y le dijo:

—Robert, eso que dijiste es muy extraño. ¿Cómo puedes pensar que deseo encontrarme con criaturas nativas, por misteriosas que parezcan hasta que no seas atendido? Los sofontes que sentí hacia el este eran claramente humanos y chimps, aunque admito que había un extraño elemento adicional, casi como un…

—¡Aja! —rió Robert como si ella le hubiera hecho una confesión, pero siguió caminando.

Asombrada, Athaclena quiso poner a prueba sus sentimientos, pero la disciplina y determinación del humano eran increíbles tratándose sólo de una raza de lobeznos. Todo lo que pudo saber es que él estaba alterado por algo… por algo que tenía que ver con la mención que había hecho de los seres sapientes al este de allí.

¡Oh, quién pudiera ser un verdadero telépata! Una vez más se preguntó por qué el Gran Consejo tymbrimi no había desafiado las normas del Instituto de Elevación y había seguido adelante con el desarrollo de esa habilidad. Con frecuencia envidiaba la intimidad con que podían rodear sus vidas los humanos y se quejaba de la chismosa intromisión de su propia cultura. Pero en aquellos momentos, lo único que quería era entrar allí y saber lo que él escondía.

Su corona se onduló y si hubiese habido un tymbrimi en un radio de un kilómetro se hubiera sobresaltado Por su enojada y cáustica opinión de cómo eran las cosas.

* * *

Robert daba muestras de cansancio aun antes de llegar a la cima del primer cerro, poco más de media hora después. Athaclena ya sabía por entonces que el brillante sudor de su frente significaba lo mismo que el enrojecimiento de la corona tymbrimi: exceso de temperatura.

Cuando lo oyó contar en voz baja comprendió que tenían que hacer un alto y descansar.

—No —dijo él, sacudiendo la cabeza en señal de negación. Su voz era desgarrada—. Pasemos este primer cerro y lleguemos al próximo valle. Desde allí en adelante todo el camino hasta la casa es sombreado. —Robert seguía su penosa marcha.

—Aquí hay sombra suficiente —insistió ella. Y lo llevó hasta un grupo de rocas cubiertas por plantas trepadoras con hojas en forma de sombrilla, todas ellas conectadas con el bosque del valle por las ubicuas enredaderas de intercambio.

Robert suspiró mientras ella le ayudaba a sentarse a la sombra, con la espalda apoyada en una piedra. La muchacha le secó la frente y luego empezó a quitarle el vendaje del brazo. Él silbó entre dientes.

Junto al lugar por donde se había roto el hueso la piel presentaba una ligera coloración púrpura.

—Eso es mala señal ¿verdad, Robert?

Por un momento a ella le pareció que disimulaba. Luego lo reconsideró y sacudió la cabeza.

—No. Me parece que es una infección. Será mejor que tome más universal…

Empezó a moverse para alcanzar la mochila de la chica con el botiquín, pero le falló el equilibrio y Athaclena tuvo que sujetarlo.

—Ya basta, Robert. No puedes llegar hasta el feudo de los Mendoza y yo no puedo llevarte a cuestas ni quiero dejarte solo dos o tres días. Pareces tener algún motivo para querer evitar a la gente que he captado en dirección este. Pero sea lo que sea, no puede compararse a la importancia de salvar tu vida.

—Muy bien, Clennie —dejó que le introdujera en la boca un par de píldoras azules y tragó un poco de agua de la cantimplora que ella le tendía—. Iremos hacia el este. Prométeme sólo que tu corona cantará para mí. Es algo muy agradable, tanto como tú, y me ayuda a comprenderte mejor… y ahora creo que deberíamos ponernos en marcha porque empiezo a divagar. Es señal de que un ser humano está empeorando. Eso ya tendrías que saberlo.